viernes, 20 de abril de 2012


 Carlos Arturo Trinelli         
                                                
talento

     El auto era legal y comencé el viaje sin rumbo fijo. El camino, un tobogán con el que dejaba atrás certezas y soledades. Viajaba con un bolso lleno de dinero ¡cómo lo amaba! Y más desde que supe que no tenía talento. Saberlo, convencerme, fue duro, pero positivo. Un hombre sin talento es un ser liberado. El que lo posee debe cultivarlo en la disciplina que sea y como talento y esfuerzo van de la mano, se construye la vida sobre el eje “doy, me dan”. A mí no me gusta dar.
     Tomé rumbo al sur y me convencí de que era lo correcto
     Nunca me hallarían e incluso suponía que, pasado un tiempo, perderían el interés en hacerlo. De todas maneras, no había nada por lo que regresar.
     El problema surgió cuando no paré a cargar combustible y ya no hallé dónde hacerlo.
     Un cartel indicaba “Segundos pobladores 7 kilómetros.”. Doblé en el desvío y no se me ocurrió pensar que por ser segundos no tendrían surtidor.
     Es tan precario el equilibrio de un destino que hasta podemos suponer que es falso.
     Después de recorrer entre pozos, piedras y polvo una senda que apenas permitía el paso de un vehículo, entré, con la última gota de nafta, por debajo de una arcada que alguna vez sostuvo la palabra “Bienvenidos”.
     Traté de dejar el auto lo mejor parado posible. Abrí el baúl y aferré mi bolso que contenía al no-ser amado y comencé a caminar hacia un caserío que se dispersaba en la mirada para los cuatro puntos cardinales.
     Me vino a la mente una vacación en el campo, pero el sol me la borró empeñado en incomodarme. Aplaudí sin fuerzas en la primera casa. Una mujer quedó enmarcada, como una postal rural, en el vano de la puerta.
- Buen día doña ¿sabe si hay nafta en el pueblo?
     La segunda pobladora negó con la cabeza y rompió la postal. Seguí mi camino, me pareció entrar en el centro, una delegación policial, la omití. Un almacén cerrado; un bar abierto, entré:
- Buen día.
     Dos personas en el mostrador me miraron, una tercera, del otro lado, miraba la TV. Eso me hizo bien porque reconocí que estaba en algún lugar.
     El televidente era el dueño: - Patrón, me quedé sin nafta ¿hay surtidor en el pueblo?
     Dejó de mirar y se tomó su tiempo: - No.
     Cuando era pequeño, escuchaba a mi papá decir: el no ya lo tenés, insistí.
- ¿Alguien no tendrá para venderme?
     No me contestó, volvió a mirar la tele y gritó: - ¡Antonia!
     Una segunda pobladora, seguramente de las últimas porque aparentaba menos de dieciocho años, apareció al sortear unas tiras de plástico que colgaban de un marco.
- Acompañá al hombre a lo de Tito a ver si le vende nafta.
     Woman I can hardly express my mixed emotions… me canto el cerebro cuando la vi pasar por delante y detrás de la estela de su sonrisa me fui y apenas dije:- Gracias, al vacío.
     Antonia era como un cascabel en ese paisaje. Créanme que ese cuerpo en la ciudad, predispuesto a obtener rédito, hubiera agotado a más de uno. Pero estábamos en Segundos Pobladores y yo no tenía nafta, llevaba un bolso con más de trescientos mil dólares y lo más importante, no eran míos.
- Tito es mi novio, - lanzó mi guía.
- ¡Qué bien! Dije con los ojos clavados en los pechos que me indicaban el rumbo.
     Continuó con otras frases como si le hablara a las piedras. De no haber estado en ese sitio hubiera pensado que coqueteaba conmigo.
     Llegamos a un terreno alambrado que presentí era el que buscábamos, algunas carrocerías arrumbadas crecían aquí y allá. Tal vez lo único que podía dar esa tierra.
     Antonia abrió una tranquera, yo pasé y ella se columpió para cerrarla.
     Tito no estaba y nos sentamos bajo el alero de un galpón. Dos perros se acercaron en pose sumisa y Antonia los alejó con un grito. Estábamos apoyados contra una puerta de chapa y las rodillas coincidían con la línea del horizonte, el vestido de ella cedió y unos muslos firmes me tentaron a cambiar de horizonte.
- Ezequiel, ese es mi nombre, - dije.
- ¿Cómo es la ciudad?
- Igual que en la tele; si mirás, ya la conocés.
- Cuando nos casemos, Tito me va llevar de luna de miel y vamos a ir a bailar, ¿sabés bailar?
- No, - respondí con ojos al frente y encendí un cigarrillo.
- Es fácil, mirá…
     Se paró entre mis rodillas y el horizonte y la vista se hizo magnífica. Contorneaba el cuerpo, se alzaba el vestido, desnudaba un hombro, se revolvía el pelo ¡era un espectáculo!
     Los otros plateístas estuvieron tentados en acercarse y otra vez un grito los detuvo. Los perros volvieron a la sombra, pero el baile cesó, ella regresó a mi lado y yo miré el cielo de un celeste intenso.
- ¿Qué mirás?
- ¿Lloverá?
- Como va a llover, si acá no llueve nunca.
- ¿No era esa la danza de la lluvia?
     Se rió con la boca abierta y ahora me encantaron sus dientes.
- ¿A qué te dedicás en la ciudad?
     Pensé un instante…, verdad, mentira o evasiva. Opté:- Viajo por el país en busca de jóvenes bailarinas.
     Otra vez la risa. Los perros se incorporaron y supe que algo sucedería.
     En una nube de polvo, una camioneta avanzaba por el camino. Se detuvo con una maniobra que confundió al polvo que no supo que dirección tomar y quedó frente a la tranquera. Un hombre en mameluco la abrió y los perros fueron a su encuentro, con sus colas en movimiento. También Antonia y la suya. No había dudas, era Tito.
     Tito estaba tan sucio como el mameluco y me extendió una mano cuadrada, de uñas negras y dura como una roca. Expliqué el problema. Tito también echó a los perros y se tocó la cara negra con una mano negra. Me preguntó de qué auto se trataba y dijo solemne: - Va a necesitar al menos quince litros para llegar al surtidor.
     Me pareció lógico el cálculo. Comenzó a agregar las contras: lo problemático que era ir a buscarla, pagarla en cantidad, traerla, fraccionarla, como para dejarla en el tanque de otro. Me pareció ilógico decir que pagaría un sobreprecio.
- ¡Qué se yo! Déme 250 pesos.
     Parado en ese desierto, al rayo del sol, lleno de tierra y con 300 mil amados en mi bolso, no pude, sin embargo, evitar la ira y me animé a echar a los perros sin que éstos se hubieran movido de su lugar.
- Está bien.
     Antonia festejó con unos saltitos y besó la cara grasosa del novio, en la certeza de que los gastaría con ella en la ciudad.
     Él abrió la puerta de chapa del galpón y entró en las sombras.
     Antonia se sentó en el capot de la camioneta con las piernas muy abiertas. Por respeto a las manos de Tito, no miré mucho.
     El hombre regresó con un bidón de 10 litros.
- ¿Me alcanzará?- pregunté con un dedo hacia el bidón.
- Sí, hice mal el cálculo.
     Subimos los tres, Antonia en el medio, atravesamos la tranquera y frenó: - Me cierra por favor.
     Bajé y una ola de polvo me envolvió, los perros estaban allí y Tito, con su cabezota fuera de la ventana, los echó.
     Cuando subí, se excusó: - Sino, nos siguen ¿vio?
     No contesté, quise subir la ventana pero no funcionaba.
     En el traqueteo del camino, Antonia rozaba su pierna con la mía. La miré y sonrió hacia el parabrisas. Llegamos a mi auto, descendimos los tres. Tito apoyó el bidón en el guardabarros. Abrí la tapa del tanque, él colocó el extremo de una manguera en el interior del bidón y el otro en el tanque. Sopló dentro del bidón con los carrillos inflados y la nafta comenzó a fluir hacia el auto.
- Dele, arranque, - ordenó.
     Intenté y nada.
- Bombee.
     No arrancó.
- Seguro chupó una basura.
- ¿Qué hacemos?
- Vamos a llevarlo al taller, dijo y no me opuse.
     Antonia reiteró el festejo esta vez sin besos a la cara engrasada.
     Ató el auto al paragolpes de la camioneta con una soga doble y arrancamos a los tirones. Peor todavía nos fue al auto y a mí, en el camino.
     Repetimos las rutinas, el polvo, la tranquera, los perros.
- Va a estar listo para mañana.
     Pensé en patear a los perros.
- Puede ser una basura, es la bomba, o el carburador.
- Vamos a hablar claro, - le dije a la cara oscura del mecánico, - ¿dónde paso la noche? Y ¿cuánto me va a salir?
- No, no se preocupe, la nafta está paga. En la mecánica se va de menor a mayor, carburación 350 pesos, la bomba…, digamos 250 pesos.
- ¿Hay teléfono?- pregunté con la idea de llamar a un auxilio.
- Si llama a un auxilio, - argumentó el adivino de grasa, - van a tardar dos o tres días en venir, usted elige. Además, en ese caso, me debe el acarreo.
     Antonia, parada entre los dos, semejaba al árbitro de un combate y disfrutaba de algo que no sería común en aquél sitio.
- Se puede hospedar en lo de mi hermana y mañana a primera hora se va, propuso el mecánico condescendiente.
     Volví por el camino con Antonia y nos dirigimos al almacén cerrado.
- Tía, - llamó. – Tía- repitió.
     Estaba de novia y se iba a casar con el tío, era…, podemos decir, original, pero yo estaba disgustado de perder billetes de esa manera y no me causó gracia.
     La tía era una vieja en batón y chancletas de plástico. Usaba anteojos con los vidrios llenos de grasa.
     Entre tía y sobrina me acomodaron en una pieza, con una ventana de dos hojas sin persiana ni cortina, un camastro de superficie cóncava, un banco de madera y una mesa de tevé, sin tevé.
     Sólo ambicionaba darme un baño, ver los billetes del bolsón y descansar.
- Con una comida y desayuno, 300 pesos por adelantado, - gruñó la tía.
- Omitamos las comidas, - dije con la mente puesta en el bar.
- 250 pesos.
     Antonia volvió a festejar, yo tomé tres billetes, se los extendí y esperé el vuelto.
- Mañana, después de revisar la habitación, le doy el cambio.
     Pregunté por el baño. Me tomó con amabilidad de un brazo, me llevó hasta la ventana y me señaló una choza a 50 metros. Después, abrió la ventana, nos asomamos y me mostró una pileta.
     Antonia me dijo que fuera a comer al bar, que ella en persona me iba a atender y se fueron; una al ritmo de las chancletas y otra al ritmo del meneo de su culo.
     Me senté en la cama cóncava y me deslicé hacia el medio como chupado por una ventosa. Acerqué el bolso y lo abrí, allí estaban ¿qué importancia tenía esta pesadilla ante tanta hermosura?
     A esta altura ustedes querrán saber como entraron al bolso y cómo los atrapé; esto fue lo que sucedió.
     Les dije que no tengo talento, por lo tanto me veía condenado al mismo trabajo para siempre, recaudador de casinos clandestinos. De lunes a sábado, Barrio Norte, Belgrano, Olivos, Pilar, Puerto Madero, en auto, con chofer y un custodio alimentado a anabólicos. De riguroso traje, contaba, extendía recibos y recibía alguna propina que repartíamos entre los tres. Con una salvedad; como el chofer no bajaba, entre el patovica y yo lo trampeábamos.
     La recorrida era por la mañana y a terminar; luego, llevábamos el dinero a una oficina y franco para todos. Los sábados recibíamos nuestra paga.
     El día más duro era el lunes, se contaba más dinero y quedábamos libres más tarde.
     Un día se me ocurrió ¿qué pasaría si me escapaba con el bolsón un lunes? Varias cosas: que el forzudo me matara, descartado, porque de día no me iba a tirar en medio de la gente. Además debería superar la sorpresa. No se olviden, que yo era totalmente predecible.
     Que me agarrara y me entregase, en esta situación, podían suceder dos variantes: quedar en el fondo del río como una boya para peces, o, en el mejor de los casos, discapacitado: mudo, paralítico, manco, o las tres a la vez.
     Una alternativa; asociar al que me tenía que correr. Otra, al chofer y dejar al grandote saludando. Otra, que nos uniéramos los tres. Estas chances no eran viables. Mi padre sostenía: Las mejores picardías son las que se hacen sólo. Entonces, contesté a la pregunta ¿qué pasaría si me escapara con el bolsón un lunes? Como me enseñaron en el colegio. Si me escapara con el bolsón un lunes, no pasaría nada porque jamás me atraparían.
     Elaboré un plan simple, para un hombre simple.
     El primer lunes del mes era el de mayor recaudación, necesitaba un auto legal en un punto estratégico y una huída discreta. Convine con el Gato Bermúdez, especialista en autos para todo fin, que enviara un mensajero con el vehículo a un punto determinado con antelación. Yo lo pagaba, subía, y si te había visto no me acuerdo.
     Con el Gato, tampoco se embroma, por lo que, una vez contratado los servicios, no podía volver atrás, salvo que pagara el auto y esto sólo lo podía hacer si robaba el dinero. El círculo estaba cerrado.
     El sábado anterior al lunes elegido, después de trabajar, alquilé una señorita, compré bebidas y unos porros; si algo salía mal, quería despedirme con un buen recuerdo.
     El domingo la mujer se fue y acabé unas cervezas que me quedaban, el día lunes se presentaba como algo inexorable.
     Cuando el chofer me vino a buscar, la resaca me endurecía las piernas y creí que, llegado el momento, no iba a poder correr.
     Con el bolso lleno de billetes, nos detuvimos en un semáforo, abrí la puerta y me bajé, así de simple. Crucé, con un trote displicente, a la mano contraria, abordé un taxi y aquí estoy. Fue sencillo hasta ahora. Hasta ahora y mi imprevisión con el combustible y porque no decirlo, lo aleatorio que significó para mi el culo de Antonia. Sí, era un culo mágico que podía dejar a cualquier hombre sin aliento, duro y sin aliento.
     De pronto, comprendí que no podía ir a comer al bar. No tenía excusas para aparecer con el bolsón y tampoco podía dejarlo solo. Llamé a la vieja y le pregunte que había para comer. –Sanguche de queso,- me contestó.
     Le pedí un teléfono para llamar al bar y que me trajeran la comida.
     La vieja rió. Era una vieja simpática y con criterio: - Para que teléfono, si con solo cruzar la huella está en el bar.
     Tenía razón. Pero como la lógica no abarcaba a mi bolso, me vi desbordado por el acertijo y la despedí resignado.
     Al baño fui con el bolso. Cuando abrí la puerta, debo decir la chapa enmarcada como puerta, comprobé que los dos no cabíamos. Hice uso con la puerta abierta. Luego y siempre con mi compañero, me detuve en la pileta. El atardecer rosado había levantado una brisa fría y el agua estaba helada. Me higienicé y en un trozo de espejo colgado de un gancho hice equilibrio para encuadrar la cara y afeitarme. Un ruido a mis espaldas me sobresaltó y más al comprobar que el emisor vestía uniforme.
     Me saludó con superioridad y no sé si respondí, enseguida agregó que era el oficial a cargo de la delegación policial y que se hallaba sólo porque el ayudante estaba en comisión. Habló del tiempo patagónico y terminó, sin abandonar el gesto adusto, que pasara por la comisaría antes de abandonar el pueblo, a dejar mis datos, en virtud de un censo turístico.
     Nos despedimos y vi que se dirigía al bar. Lo llamé y se detuvo, me acerqué a paso vivo, siempre con el bolso enfocado en segundo plano. Le pregunté, si no era abusar, si podía hacerme enviar el plato del día y una botella de vino.
- Cómo no amigo ¿no le gusta la comida de mi tía?- preguntó y me dio un palmazo debajo del hombro. Yo sonreí e hice un gesto y él concluyó: - Ahora se lo mando.
     Volví a mi bolso y a mi habitación. Me hallaba en medio de la Patagonia en un pueblo de parientes. Semejaba a un sueño pero era real, como el hambre que me ahuecaba el estómago.
     Para el reloj era de noche pero el cielo seguía azul. La luna era un botón opaco y la brisa de un rato antes, se había convertido en viento. Cerré la ventana y golpearon a la puerta. No esperaba que el policía me trajera la comida pero tampoco supuse que lo haría Antonia.
- Su pedido señor, - dijo y sin esperar entró y apoyó un plato tapado con un repasador y una botella de vino con el pico cubierto con un vaso, sobre la mesa. Me hallé confundido, por un lado, el olor a mujer y por otro, el aroma de carne asada y el tintineo del vaso sobre la botella.
-Te traje cordero asado que preparó mi papá, espero que te guste.
- Gracias, - respondí extasiado y me aproximé a la mesa descubrí el manjar y me olvidé de la chica.
- Me quedo o me voy, - dijo Antonia, supuse ofendida.
     Por educación, no contesté con la boca llena y se quedó. La convidé y no quiso. Me sirvió el vino con el vaso y ella tomó un trago del pico. Unas gotas resbalaron por la comisura de los labios y ella las atrapó con la lengua, con deliberada lentitud.
     Afuera, el cielo estaba oscuro y la noche comenzaba a brillar en el gris de las piedras. Ella encendió la luz justo en el momento en que yo apoyaba los cubiertos en el plato. Tuve tiempo de vaciar el vaso, antes de que, parada frente a mí, apartara la mesa, escondiera las manos un instante en la espalda y el vestido se deslizara, como un globo desinflado, a sus pies.
     De pronto, estaba desnuda, sentada sobre mí y abrazada a mi cuello. Con voz entrecortada, me susurró: - falta el postre.
     Un rectángulo plateado alumbraba la pieza. Antonia dormía desnuda abrazada sobre mí y el camastro nos abrazaba a los dos. Tuve calor y descorrí la frazada. El haz de plata se encaramó al cuerpo de Antonia y confirmé que era preciosa. Dormía con tal placidez, que unas babas me humedecían el pecho.
     Me hallaba en el punto, según mi padre, más peligroso para un hombre; sentía ternura.
     Me había pedido ayuda para abandonar el pueblo ¿por qué no hacerlo? Estiré mi brazo y tanteé en el piso los cigarrillos. Encendí uno y mis manos viraron al rojo un segundo. Tenía unas horas por delante para decidir. En definitiva, no significaba un compromiso. Yo retiraba el auto y bajo el arco de “Bienvenidos”, la recogía a ella. En la primera ciudad importante se apeaba y todo sería un buen recuerdo, no estaba mal, para nada mal, excepto que alteraba mi plan perfecto. Claro, cuando uno quiere convencerse de algo, es difícil que no lo logre, y concluí que el plan había dejado de ser perfecto cuando me quedé sin nafta. Apagué el pucho en el piso de cemento y acerqué mi muñeca para ver la hora. Enseguida, comencé a despertarla. Remoloneó encima de mí y se deslizó hacia atrás en la cama. El frío ocupó mi pecho al despegarse su cuerpo caliente. No tuve tiempo de remediarlo, su boca jugaba en mi entrepierna y me olvidé de todo.
     Desapareció como un hada, alcancé a ver su cabellera negra teñida de luna y supe que estaba seguro de ayudarla.
     Cuando me desperté era de día. Antes de levantarme, suspendí mi cabeza hacia abajo y verifiqué la presencia, del que debía ser mi único amor, el bolso.
     Me fui sin despedirme de la vieja y sin retirar mi depósito. Caminé a grandes zancadas hasta el taller del truhán, dispuesto a ponerme firme ante la menor insinuación de extorsionarme con la reparación del auto.
     Atravesé la tranquera y espanté a los perros cual la usanza y pensé como se me pegaban los tics  culturales. Espié entre las hendijas del portón y vi el auto con el capot cerrado. Después golpeé a la puerta y estudié el terreno a mí alrededor, en la búsqueda de algún objeto con el que darle en la cabeza al ambicioso mecánico, en caso de ser necesario. Por suerte, lo que sobraba en el piso eran las piedras.
     La puerta se abrió y creí que aún no me había despertado.
- Buen día dormilón, - dijo Antonia y rozó sus labios con los míos. Luego, sacudió las llaves de mi auto y me las entregó.
- Tito tuvo que salir y me dejó encargado, que te entregue el auto y te cobre.
- ¿No venís?- balbuceé con alivio.
- Por supuesto que voy, él no lo sabe, pasé a verificar que el auto estuviera listo.
     Abrió el portón. Puse el auto en marcha y vi por el retrovisor que me aguardaba en la tranquera.
     Cuando subió le pregunté por qué no la cerraba, se encogió de hombros y respondió: - Que los perros hagan lo que quieran, hoy es el día de la libertad.
     Yo sonreí y ella se colgó de mi cuello, depositó su magia en mi falda y me besó en la boca. El auto hizo un zig-zag y apenas pude aferrar el volante para corregirlo. Nos reímos y ella volvió a su lugar en el asiento. Noté que vestía igual que en la noche y que en el piso había apoyado un bolsito.
     A velocidad moderada transitamos los siete kilómetros del desvío y tomamos la ruta principal, la que, a pesar de ser también de ripio, estaba en mejores condiciones.
     La observé tensa y le acaricié un muslo, apartó mi mano y dijo: - Después de esa curva, somos libres.
     Yo pensé que lo era, pero pregunté por qué.
- A la salida de la primera curva, a unos cien metros, hay una huella que también conduce al pueblo y es la que usan todos para entrar y salir.
     Apenas superamos la curva, no vi nada. Aceleré. Como la entrada a la huella no estaba señalizada, no tenía noción de dónde se hallaba, pero no vi polvo en el aire y supuse el camino libre.
     De pronto, una silueta con uniforme me hizo señas para detenerme. Antonia gritó: - Mi primo, acelerá.
     Pude haberlo hecho, pero reflexioné, no sin razón, que el policía no estaría a pie y en aquel desierto, no tardaría en alcanzarnos. Luego, el descargo no tendría sustento.
     Detuve la marcha y bajé la ventanilla. El policía se aproximó y sin saludar dijo:- ¡Antonia! ¿Qué hacés aquí?  y enseguida repreguntó: - ¿Sabe mi padre de esto?
Yo no entendía nada, pero comprendí que estábamos en problemas.
- Estamos probando el auto, ahora íbamos a retomar por la huella.
     Sonreí y asentí con la cabeza. El policía se dirigió a mí: - Usted vaya a la delegación y espéreme allí para dejarme sus datos. Luego, más imperativo hacia Antonia: - Vos bajáte y vení conmigo. Ella obedeció y descendió sin su bolso.
     Yo doblé en la huella, esquivé el patrullero y comencé a circular despacio, con la mirada puesta en los espejos. Aprecié como discutían y vi como el hombre la derribaba de un mamporro.
     Frené y di marcha atrás. No se percataron de la maniobra entretenidos como estaban en forcejear. Bajé del auto y corrí hacia ellos. El policía la soltó y desenfundó el arma. Me detuve y gritó: - Dame un motivo y te dejo para comida de los caranchos.
     Antonia corrió hacia mi auto y abrió la puerta del acompañante. El hombre, sin dejar de apuntarme, caminó de costado hacia el auto detenido. Antonia se incorporó con un arma sostenida con las dos manos. Quise moverme pero el policía me lo impidió con un ademán nervioso. En ese momento, se dio vuelta y se enfrentó a menos de dos metros con el revolver que blandía Antonia. Entonces, bajó el arma y amagó con guardarla. Ella, disparó dos veces, el policía se bamboleó como una marioneta y cayó hacia atrás. Antonia se acercó y le disparó una vez más, el cuerpo del hombre se estremeció en un espasmo donde reconocí que la vida se disipaba y que definitivamente estaba en problemas.
     Ella me miró y los ojos rasgados que tanto me encantaban me dieron miedo. Yo alcé los míos al cielo en un gesto común, pero los detuve un segundo ante la geometría de nubes de figuras extrañas, un plato volador, un mechón de pelos, un pirulín, y aquí abajo un cadáver que no alcancé a ver, porque ella me besaba con pasión.
- Ayudáme, -suplicó y entre los dos subimos el cuerpo al patrullero.
     Yo no tenía plan, las iniciativas eran de ella. Dispuso regresar a lo de Tito al volante del patrullero y yo en mi auto, obedecí, en el baile, hay que bailar aunque más no sea con la más fea, decía mi padre.
     En el trayecto, comencé a recuperarme y a pensar. El polvo que levantaba la camioneta policial, me obligaba a detenerme y a esperar que el sol lo cortara para poder seguir.
     Una idea, escapar, era fácil, volver al camino y por delante el Big Bang del universo. Pero ya no estaba solo. ¿Cómo reaccionaría Antonia? Muy sencillo, diría que yo maté al policía y no alcanzaría el contenido de mi bolso para pagar abogados.
     La única ida viable era acompañarla y esperar. Esperar el momento con esa fatalidad que indica que todo lo que comienza debe acabar.
     Llegamos y los perros no estaban. Antonia estacionó detrás de la casa y yo la seguí. Cuando el polvo se asentó, descubrí la camioneta de Tito. Los peores presentimientos no consiguieron igualar a la realidad.
- Ayudáme, - reiteró Antonia con una mueca horrible, mejor dicho, con un rictus que la afeaba por completo.
- Vamos a sentarlo al volante, - agregó.
     Sacamos el cadáver de la parte trasera de la camioneta policial y entre forcejeos, maldiciones y sudor intentamos ubicarlo en la posición deseada. Casi toda la fuerza, la realizaba yo y es sabido que pasado el primer impulso, uno comienza a flaquear. Además, la mirada velada del muerto inhibía, al menos a mí.
     Una vez sentado, lo sujetamos con el cinturón de seguridad. Después, fuimos al galpón, Antonia me señaló una lanza en forma de “i” griega y me ayudó a trasladarla hasta la camioneta de Tito. Calzamos el extremo en punta en el enganche y lo aseguramos con un bulón. Acercamos el patrullero con su piloto sentado como un muñeco sin aire y lo sujetamos a los extremos de la lanza con varias vueltas de alambre.
- No me pidas explicaciones ahora, - comenzó a decir Antonia y en realidad parecía hablarle al primo ya que yo no había pedido nada. Continuó: - Debemos estar unidos para salir de esto, sino…, nadie nos salva de ir presos. Luego, salió disparada hacia la casa y yo la seguí con obediencia. Escaleras arriba entramos en la habitación de Tito. Me di cuenta, porque estaba Tito.
     La cárcel estaba cerca, debíamos mantenernos unidos, las explicaciones aventarían las dudas y el dueño de casa estaba muerto.
     Lo arrastramos hasta el patrullero y lo sentamos como acompañante. Padre e hijo lucían demacrados y acomodados allí, parecían zombies.
     Colocar a Tito en su posición demandó un esfuerzo enorme. Era pesadísimo, peso muerto que le dicen, estaba duro y quedó mal sentado.
- Voy a limpiar todo, vos descansá, - ordenó Antonia.
     Me senté a la sombra y encendí un cigarrillo. En el horizonte, una nebulosa de montañas le ponía fin a una meseta solitaria. Los muertos lucían tranquilos y yo pensaba que era un idiota. Tenía todo y no tenía nada.
     Antonia regresó con una bolsa de residuos y me pidió que abriera el baúl del auto. Después de todo lo que llevaba hecho, me pareció sencillo.
- Son trapos sucios con sangre, - dijo y agregó, - ahora seguíme que ya terminamos.
     Subió a la pick-up de Tito y arrancó con el patrullero y los pasajeros a la rastra.
     Tomamos una huella, rodeamos la casa y enfilamos con dirección a las montañas. El mediodía había transcurrido y el sol estaba alto. La certeza de que era un idiota se afirmaba y también la idea de devolver el dinero aparecía nítida, como alternativa, ante la posibilidad de ir a prisión como partícipe necesario, de algo que no comprendía. Podía decir a mi regreso, sinceridad ante todo, muchachos, me equivoqué, acá está la plata, quiébrenme un brazo y estamos hechos. Seguro dirían que faltaba dinero, cosa cierta, y que correspondía también una pierna. A veces, es mejor dejar que las cosas sucedan. Dios proveerá, decía mi padre. En eso estaba, cuando Antonia se detuvo y con ella la caravana.
     Comprobé que la meseta guardaba sus trampas. El camino terminaba en un acantilado formado por rocas basálticas y en el fondo del abismo, el agua corría con finos hilos que brillaban al  sol.
     El misterio era de donde provenían esos meandros que nacían de la nada. Era imposible dilucidarlo desde arriba y comprendí, que a los que estaban por bajar, no les interesaba. Antonia intentó sin éxito colocar el revólver en la mano derecha de Tito, quién se resistía amparado en el efecto rigoris-mortis.
     Enganchó el arma como pudo en los dedos crispados y lo que vino luego, ya lo había visto en varias películas.
     Puso la patrulla en marcha y la empujamos al vacío. Nos asomamos a ver, cayó de trompa y recta. En el piso se clavó, pareció rebotar y se dio vuelta despidiendo millones de perlas de agua con un estruendo sordo.
-Vamos a guardar la camioneta y terminamos, - rompió Antonia con el encanto cinematográfico.
     Regresamos por el sendero, guardamos el vehículo, Antonia subió al mío y cuando transpusimos la tranquera, me ordenó detenerme, bajó y la cerró, entonces noté la presencia de los perros y concluí que no habían sabido disfrutar de la libertad.
     Otra vez recorrimos los siete kilómetros hasta la ruta. El sol, un poco pálido, anunciaba la inminencia del ocaso. Superamos la curva y la huella que llevaba al pueblo y de a poco, ganamos confianza con frases hechas que restablecieron en Antonia, aquel magnetismo por el que me hallaba en este lío con final abierto.
     Mi plan seguía siendo simple, ocultarme un tiempo y después, disfrutar con mi bolso un destino que, con tamaña compañía, no podía dejar de ser venturoso. Tal vez, en un futuro no lejano, recordaría éstas vicisitudes con una sonrisa y un movimiento de cabeza. Al fin, yo no había matado a nadie.
     Antonia hablaba de descansar, bañarse, comer, actos banales que demostraban que era humana y no esa asesina compulsiva que había visto con mis ojos. Reflexioné que, si bien asesinar no era una banalidad, era un acto más de la condición humana. En el mismo envase, por igual precio, conteníamos todo lo bueno y malo, defectos y virtudes. Éramos una moneda de una cara, como cayéramos daba igual.
     Unos corcoveos del auto me pusieron de nuevo en mi sitio. Habíamos olvidado que teníamos poco combustible. Apenas un poco más del necesario para llegar al surtidor y lo habíamos derrochado en la aventura. Había hecho tantas cosas, sumado tantas dificultades, para volver al comienzo.
     Antonia calculó unos cuatro kilómetros al surtidor. Era inútil aguardar otro auto.
     ¿Quién, entre un hombre y una mujer en ésta circunstancia es el encargado de caminar en busca de la solución?
     Mi problema era obvio como la respuesta, desde que había descubierto a mi amor, intentaba no separarme de él. En efecto, no tenía argumentos para llevar mi bolso conmigo y temía dejarlo librado a la curiosidad de una mujer aburrida.
     Bromeé con hacer un sorteo, la invité a caminar juntos, pero terminé a paso vivo por la ruta para evitar el anochecer.
     En el bolso, el dinero reposaba bajo mis ropas y otros efectos y me convencí de que la curiosidad tendría un límite. Cualquier mención, o intento de moverlo de su lugar, hubiera producido la reacción no deseada de revisarlo en mi ausencia.
     Tuve suerte, compré un bidón con combustible y me acercaron de regreso al auto. Así terminaron las peripecias de ese día inolvidable. En la madrugada del siguiente, entramos en Río Gallegos.
     Era Río Gallegos la primera ciudad importante y tal como lo habíamos pactado, supuse que nos separaríamos, con ello, no sólo cumplía mi parte del trato, sino que dejaba atrás esa pesadilla con muertos que paseaban  en camioneta. Nada había hecho más que una noche de sexo y acomodar unos cadáveres en el fondo de un barranco.
- Pasemos unos días juntos y después te vas, -sugirió ella.
- La miré. ¡Qué espíritu débil tengo!
     Se sucedieron unos días de sexo, comprensión, buenas bebidas y comidas, algunas compras y quizá, lo destacable fueran dos cosas. La primera, las explicaciones.
     Resultó que, los dos hombres, padre e hijo, tío y primo, se disputaban los favores de Antonia. Por una cuestión de edad, presencia y experiencia, la delantera la había llevado Tito.
     En el momento de la narración, creí palabra por palabra, hasta sentí rencor hacia los muertos y en especial por el tío violador y mentiroso.
     Antonia se ganó mi confianza y temo que involucró a mi corazón. De la manera más tierna compartió conmigo el contenido de su bolsito, unos diez mil pesos que le quitó a Tito. Entonces, me quebré e hice que mi plan se desbaratara al romper con el código de discreción de todo plan. Le conté mi historia. Le mostré mis amores prolijos y ordenados de a diez mil ¿De qué valen las hazañas si no pueden ser contadas?
     Pero, como decían Los Beatles, el dinero no puede comprar amor.
     El final, cualquiera lo puede imaginar.
     La policía me detuvo, Antonia me acusó de robar los diez mil de Tito, hallaron los trapos con sangre en el baúl de mi auto.
     El resumen de la noticia era, palabra más o menos, la historia de una inocente jovencita de un pueblo como Segundos Pobladores, seducida, engañada y arrastrada, por un bandido como yo, a las peores felonías. Incluso, quedarse con mi dinero, eso no lo decía y ¿qué podía decir yo? Que la revisen, que la vigilen, que fue ella. En todos los casos, el dinero se perdería, así, al menos me quedaba la esperanza de que me pusiera un abogado. Nada sucedió en ese sentido.
     La cárcel no me salvó de la mano de la venganza. En una revuelta, otros presos, me quebraron las piernas. Ahora, no sé si en un futuro caminaré como un muñeco. Espero mi traslado en la enfermería y trato de hallar y rescatar algo positivo de lo que pasó; unos días de amor y el sentimiento de invulnerabilidad que me daba el dinero fue lo mejor de la experiencia.
     Por unos días, lo tuve todo, me faltó talento para sostenerlo y como decía mi padre: Lo que Natura non da, Salamanca non presta. ¡Qué original era el viejo!



                                                                                                                       


6 comentarios:

  1. Esos tontos hombres que se dejan seducir por cualquier mujer!!!! Nunca los entenderé!!!Describe muy bien a un hombre ambicioso pero ciego que no es capaz de ver a dos centímetros de su nariz...¿Debo concluir que el crimen no reditúa beneficios?

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  2. NO , NO!! No creo en el dicho de su padre...es muy determinista.

    NO , NO !! Ese color borgoña es apología...Hic

    SI, SI , el autor muestra nuevamente su astucia y su talento.

    amelia

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  3. uN CUENTO QUE ENCIERRA SUSPENSO, pasos de aventuras de perdedor que toma decisiones opacas, maniatado al bolso de trescientas mil lucas y a los glúteos de Antonia. Narrado con la calidad y brillo propios del narrador, que en este relato resalta las cualidades de un "jettatore" empedernido y deslumbrado por las excitantes artes de la mina de pueblo chico cuya ambición lo condujo al abismo. Abrazos, andrés

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  5. Talento es el que tenes como relator, donde el ojo queda prendido de la letra y llora en el final porque se terminó- Además el cuento no es - ta - lento al contrario tiene mucha velocidad con o sin nafta...

    Lo de la historia lo dejo para otra oportunidad ya que a la clase de individuo que pintas le suelen pasar esas cosas.

    Un gran abrazo

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  6. Muy bueno!!!!!!!!! CAT
    Abrazo
    Pat.

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