SENTIMIENTOS
El llamado de la oficina fue corto. Era la voz de Inés, la secretaria de mi marido. Apenas pude entender lo que me decía, solo retuve:
—“A Javier lo llevan al sanatorio Del Pastor. Le cuesta respirar. Yo lo acompaño”.
Salí como estaba vestida. Cuando llegué a la recepción de la clínica, sentí el abrazo acongojado de Inés.
—¡Ay Delma, lo noté descompuesto y al rato se desplomó!
Lloraba y hablaba, casi no le entendía, pero resaltó las palabras: “corazón, terapia, respirador. Justo él, que es un amor…”
Luego la espera. Tomadas de la mano nos apretamos en un banco. La cerámica del pasillo unió nuestras sombras. Un médico avanzó desde una puerta vaivén. Lo vi tan joven, si hasta podría haber sido el hijo que nunca tuvimos.
Nos miró de frente y tomándola del hombro a Inés (claro, lo había traído ella) comenzó a mover su cabeza para ambos lados, luego bajó la vista. Nuestros gritos parecieron uno. O ella emitía el sonido y yo solo abría la boca, me cuesta recordar.
Lo que vino después me resultó muy confuso. Mi hermano me preguntaba cosas que en definitiva resolvía él. Mi madre me ahogaba con ese: ¿y ahora, que vas a hacer?...
Palabras, besos, apretones de manos y aquellas condolencias interminables, que no dicen nada. Nada que me explicara el porqué.
En el velatorio la figura de Inés me acompañó muchísimo. Su vestido azul era tan negro como mi luto. Estaba acompañada de su pequeño hijo. Se los veía tan frágiles.
Al morir mi marido, Inés perdía su tarea específica. ¿Podría seguir ella en la empresa? Las dos quedamos desoladas. Si hasta me pareció coherente que también le dieran el pésame a ella.
Antes de salir del cementerio nos abrazamos fuerte. Luego la vi alejarse con su hijo, tomados de la mano, y sentí que la triste garúa nos mojaba a todos por igual.
No me acostumbré a la ausencia de sus ruidos cotidianos. Conviví con su ritmo diario. Preparaba la cama y seguía poniendo su almohada.
Por la noche estiraba la mano para calmar sus ronquidos. Sentía correr agua del baño y creyendo que era en el nuestro, contenía el aliento. Seguía despertando a la hora de hacerle el desayuno. Hablaba, le seguía hablando. Le preguntaba cuándo tenía que hacer tal o cual trámite.
El espejo me mentía. La luz de los ventanales enceguecía las imágenes y me mostraba sola. Tristemente sola. Entonces, subí mis manos para tapar mi cara y las note pálidas, manchadas. Los dedos fueron bajando hasta desabrochar los botones de la blusa. Fijé la vista en mis ojos, ya que no quería ver los pechos que se asomaban. Me quité el pantalón y la ropa interior. No podía negar la realidad, estaba desnuda. Ése era el cuerpo que semanalmente recorría Javier. Las palmas de mis manos se fueron elevando hasta empujar mis pechos hacia arriba y noté dos pezones muertos. Bajé la vista y me asusté al ver tanto vello desparejo entre las piernas. ¿Cuantos años tengo, cuantos años le di, cuanto tiempo de mujer plena me queda? Me muerden los días. Siento que duele la vida…
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Abro el placard y en el tercer cajón encuentro la ropa deportiva. Comienzo a cambiarme lentamente. El pantalón y la casaca de colores negros con vivos grises me sientan bien. Desde hace un tiempo he dejado de ponerme la faja de goma que esfuma la grasa de la cintura. Me calzo las zapatillas blancas y me siento más liviana.
Una vez en la vereda, con una gomita ajusto el pelo a la nuca y doy comienzo a mi trote. Sesenta cuadras, cuarenta minutos. Correr me brinda un sabor especial en la vida. El sendero me invita a impulsarme con fuerza, dejando atrás los tupidos árboles…
Después de un rato y una vez oxigenada la sangre, se van agolpando nuevas ideas y proyectos en mi cabeza.
Hablaré con Inés, algo me dice que debo entregarle un subsidio. Aunque más no sea para su hijo, que tiene los ojos tan parecidos a Javier.
Roberto Paniagua
Una historia habitual relatada con un lenguaje sencillo, ameno y, sobre todo, con un final singular. Esperamos tus colaboraciones más a menudo
ResponderEliminarAunque el modus es previsible y el final lo corrobora es un texto
ResponderEliminarágil y ameno donde los hechos de la vida nos sorprenden y cambian.
Celmiro Koryto
Narración impecable, con sentimientos profundos pero descriptos con sobriedad, y un final excepcional.
ResponderEliminarFelicitaciones al autor.
MARITA RAGOZZA