PAUL CELAN |
Joseph Roth |
Paul Celan 1920-1970
Joseph Roth 1894-1939
He llegado al último de todos los cementerios, que es al mismo tiempo, como si así hubiera de ser, el más triste. Primero un largo viaje en Metro hasta la estación de Villejuif, después otro largo trayecto de autobús, en la línea 285, a la banlieu. Restaurantes marroquíes, oasis y palmeras pintados sobre la entrada, mucho más alegres que todo lo demás que uno puede ver en estos pagos. Cimetière de Thiais, ahí deben de estar Celan y Joseph Roth, dos exiliados al final de su viaje.
Las anchas cancelas de color cemento esperan, poco amigables, al otro lado del bulevar. Apenas hemos empezado a buscar cuando sale del edificio del cementerio una joven negra como una exhalación, señala las cámaras de Simone y nos informa de que aquí no está permitido hacer fotografías en ningún caso. Su insistencia nos deja claro que toda discusión sería inútil. Al poco rato envía al cementerio a dos caballeros en bicicleta, un curioso dúo que vemos repetidamente pasando por detrás de las lápidas, dos espías que nos han puesto. Hay que hacer las fotos entre estas escenas de película. Los dos difuntos, que tenían mucho y poco en común, reposan muy apartados el uno del otro. Cuerpos de color de arena. No hay tierra a la que uno pueda “volver”, no hay campo negro y fecundo, más bien una playa sucia al final del verano, llena de terrones y piedras; un terreno que, a todas luces, no ha visto un rastrillo desde hace mucho tiempo. En febrero de 1933, Roth escribió a Stefan Zweig una carta que pone bien de manifiesto que no albergaba falsas esperanzas: “Entretanto le habrá quedado a usted claro que vamos camino de grandes catástrofes. Con independencia de las de carácter privado -nuestra experiencia literaria y material está ya aniquilada-, todo conduce a una nueva guerra. No doy un céntimo por nuestras vidas. La barbarie ha conseguido gobernar. No se haga ilusiones. El infierno gobierna”.
Hasta qué punto tenía razón sin duda lo experimentaron en sus propias carnes muchos de los muertos de este libro, cada uno a su manera, Benjamin, Bobe, Nabokov, Montale, Machado: exiliados, condenados, víctimas, como también lo fue Stefan Zweig. No es una expresión muy correcta, pero no acierto a decirlo de otra manera: la historia se practica con personas, para ella hacen falta cuerpos y destinos, es preciso revestir la abstracción una y otra vez de nuevo. Roth, de cuya obra la mitad consiste en periodismo clarividente, ya no puede escribir para los periódicos en los que durante los turbulentos años de Weimar, había informado sobre el desempleo, la inflación surreal, el aburguesamiento de la Revolución rusa, las bandas hitlerianas y el fascismo meridional de Mussolini. Vagabundea por ahí mientras todavía se puede, está a menudo en Amsterdam, donde Fritz Landshoff aún puede editar sus libros en Querido, bebe, viaja y escribe, escribe, viaja y bebe, hasta que muere en París en 1939. Para el hombre que aún, en una colaboración por el Wiener Sonnund Montagezseitung del 27 de mayo de 1935, había escrito en tono nostálgico sobre el entierro de su “su” emperador Francisco José y, también, en este artículo, había soñado con una renovación del viejo Reich imperial y real, la anexión de Austria debió de constituir, al igual que las escenas que tuvieron lugar entonces, cuando se obligó a los judíos a limpiar las aceras con cepillos de dientes, una dura humillación. Él fue, como Auden dijo de Freud, an important Jew who died in exilio [un judío importante que murió en el exilio]. Austria debió de llavárselo de este desolado y tedioso rincón que todavía hiede a destierro. Todo lo que Roth había predicho con tanta claridad se cumplió en la vida de Celan, sólo que luego no hubo sitio para la claridad. La lengua en la que Celan quiso escribir sus poemas se vio corrompida como instrumento, fue sumida en la confusión por la mendacidad criminal hasta tal extremo que en su poesía se presenta como una mezcla de silencio y tiniebla, cifrada, en fragmentos que poseen la belleza de las ruinas, como un himno de duelo y despedida. Mientras estoy al lado de su tumba no puedo dejar de pensar en su conversación con Heidegger, que había leído meticulosamente su obra y con el que ya mantenía correspondencia, una conversación que tuvo lugar en su refugio de montaña cerca de Todtnauberg, sobre el cual escribe Rüdiger Safranski en su libro Un maestro en Alemania. Martin Heidegger y su tiempo. Una conversación sin catarsis ni reconciliación, pero de ella surgió un enigmático poema que busca una abertura pero no la encuentra:
Todtanuberg
Árnica, eufrasia, el
trago del pozo coronado
por un dado con una estrella,
en la
cabaña,
la línea escrita en el libro
-¿qué nombre acogió
antes que el mío?-
la lína escrita en
el libro, sobre
una esperanza, hoy,
en la futura (in-
minente)
palabra
del corazón
de un pensador
césped húmedo del bosque, desnivelado,
orquídea y orquídea,
aisladas
lo crudo, más tarde, durante el viaje,
claro,
quien nos conduce,
el hombre
que escucha lo que se habla
los a medias
recorridos senderos
de estacas en la tubera alta,
humedad,
mucha.
Tres años después, la noche del 19 al 20 de abril de 1970, Paul Celan se lanza al Sena y se ahoga.
La última tumba, nuestro camino, que han decidido la intención y el azar, ha llegado a su fin, pero los muertos no nos dejan en paz. Me he sentado a una mesa en Le Tournon, un café del VI Arrondissement, no lejos de los Jardines de Luxemburgo y del Senado. De pronto, Simone ve una placa detrás de mí: “Aquí venía siempre el escritor austríaco Joseph Roth”. Y, debajo, leo en francés estos versos, que escribió sentado ante esta mesa:
Una hora en el lago,
un día en un mar,
la noche una eternidad,
el despertar, el grito del infierno,
el levantar, una lucha por la claridad
Tres años después sufriría un colapso en esta misma mesa y moriría al cabo de cuatro días.
Creo que tal vez este último muerto quería decirnos algo más.
FIN
Cees Nooteboom. Amar la vida es también hablar de la muerte
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