La figura de Silvio sobre una bicicleta era inconfundible. Acompasaba el pedaleo moviendo los hombros. Sus rodillas bajaban y subían como dos aspas al viento. En el porta paquete siempre llevaba dos baldes, cuchara, fratacho y nivel. Sus zapatos estaban eternamente vestidos en cal. Del manubrio colgaba una bolsa de tela blanca y, dentro de ella, la aromática tortilla que le preparaba Angelina, su mujer. En el fondo, envuelto en papel iba su manjar preferido: un trozo de queso parmiggiano y una botella de vino que había nacido en su propia parra.
Por la avenida que da a la costanera, entre casas, obras y bastimentos, se lo veía pasar varias veces al día. El rostro colorado de Silvio, desplegaba vida y amor por el trabajo. Cuando miraba mar adentro, dibujaba una sonrisa y hasta dicen, que movía la cabeza, en un saludo a la distancia que solo él conocía.
Con nostalgia recordaba sus primeras construcciones, especialmente, aquellas que desde un andamio le permitía ver el verde profundo del agua, con ese brillo refulgente que era un aliento a su trajín. Cuando se sentía cansado, de su garganta salían canzonettas napolitanas, que renovaban su fuerza. No hacía falta reloj, trabajaba hasta que se iba el sol.
Los domingos a la tarde le gustaba ir con su mujer y sus dos hijos, a recorrer los barrios, y así, poder mostrar “sus edificaciones”. El paseo siempre terminaba en la playa. Con los pies casi tocando el agua, erguía su cuerpo y extendiendo los brazos señalaba el horizonte. Ponía el dedo justo donde el mar se junta con el cielo y decía: ¡Fijen la vista allá lejos…! Ahí es donde viven sus abuelos. Angelina movía su cabeza afirmativamente y mirando a sus hijos, con un pañuelo secaba esas lágrimas que le daban vida al recuerdo. El acto final quedaba en Silvio, que hundiendo las manos en el agua y, tratando de pescar la espuma blanca, mojaba su cabeza, haciendo brillar el pelo que iba dejando de ser rubio. Después todos corrían por la arena, marcando las huellas en una sola dirección: La torta de Angelina que esperaba en la casa.
Por la avenida que da a la costanera, entre casas, obras y bastimentos, se lo veía pasar varias veces al día. El rostro colorado de Silvio, desplegaba vida y amor por el trabajo. Cuando miraba mar adentro, dibujaba una sonrisa y hasta dicen, que movía la cabeza, en un saludo a la distancia que solo él conocía.
Con nostalgia recordaba sus primeras construcciones, especialmente, aquellas que desde un andamio le permitía ver el verde profundo del agua, con ese brillo refulgente que era un aliento a su trajín. Cuando se sentía cansado, de su garganta salían canzonettas napolitanas, que renovaban su fuerza. No hacía falta reloj, trabajaba hasta que se iba el sol.
Los domingos a la tarde le gustaba ir con su mujer y sus dos hijos, a recorrer los barrios, y así, poder mostrar “sus edificaciones”. El paseo siempre terminaba en la playa. Con los pies casi tocando el agua, erguía su cuerpo y extendiendo los brazos señalaba el horizonte. Ponía el dedo justo donde el mar se junta con el cielo y decía: ¡Fijen la vista allá lejos…! Ahí es donde viven sus abuelos. Angelina movía su cabeza afirmativamente y mirando a sus hijos, con un pañuelo secaba esas lágrimas que le daban vida al recuerdo. El acto final quedaba en Silvio, que hundiendo las manos en el agua y, tratando de pescar la espuma blanca, mojaba su cabeza, haciendo brillar el pelo que iba dejando de ser rubio. Después todos corrían por la arena, marcando las huellas en una sola dirección: La torta de Angelina que esperaba en la casa.
Lentamente los cambios se fueron sucediendo. La edificación en Punta Mogotes le fue quitando la visión directa con el mar. La humedad fue pegando sus huesos con las articulaciones. Una gorra suplantó el pelo que ya era blanco. Su nombre, tan conocido, se fue perdiendo en la urbe del barrio. Los hijos, eligieron otras zonas para exhibir sus títulos.
Angelina, un día fue a la quinta y se quedó entre las cañas.
Envueltos en su delantal encontraron tomates, chauchas y mucha eternidad.
Angelina, un día fue a la quinta y se quedó entre las cañas.
Envueltos en su delantal encontraron tomates, chauchas y mucha eternidad.
Silvio bajó los médanos despacio. Sus pies marcaron la arena. El mar se había puesto gris oscuro y como un gigante movía los brazos demostrando toda su fuerza.
El viejo Napolitano dejó el bastón, y como si pisara un templo se quitó los zapatos, dejó los anteojos sobre el saco y se agachó para mojar su frente.
Miles de resortes se movieron en su cerebro. Vio toda su vida, y divisó su pueblo. Caminó despacio. Las olas lo fueron abrazando y Don Silvio, cantando “Torna a Surriento”, se mezcló con el mar.
El viejo Napolitano dejó el bastón, y como si pisara un templo se quitó los zapatos, dejó los anteojos sobre el saco y se agachó para mojar su frente.
Miles de resortes se movieron en su cerebro. Vio toda su vida, y divisó su pueblo. Caminó despacio. Las olas lo fueron abrazando y Don Silvio, cantando “Torna a Surriento”, se mezcló con el mar.
Roberto Paniagua
Que tiernos relatos.
ResponderEliminarQue imágenes potentes . Me encantan. Gracias.
amelia arellano
Hola Roberto, cómo anda el resto de los caranchos? Me encanta encontrarte aquí con relatos que siempre me llegan, que entregan sensibilidad y me encantó eso de encontrar tomates, chauchas y "mucha eternidad". Y me quedó dando vueltas la idea de se "mezcló" con el mar. Muy bien Roberto.
ResponderEliminarLily Chavez