“Te vas a morir porque leíste esto”, decía el billete de cinco pesos que le dieron de vuelto en el Banco. Releyó la frase escrita en imprenta, con birome azul, algo despatarrada imitando una línea paralela al borde superior, casi arañándole el jopo al Padre de la Patria. Tuvo deseos de reingresar al Banco y reclamarle al cajero por la sentencia. Pensó en dejar caer el billete para que otro lo recogiera y así mudarle el vaticinio. Pero el billete decía “te vas a morir porque leíste esto”, no decía “porque lo agarraste” o “te lo quedaste”. Era muy claro: “te vas a morir porque leíste esto” y él ya lo había leído. Era inútil intentar un escape, una condonación de pena. Era imposible desleer. Y para colmo la frase le repiqueteaba en la cabeza con una musiquita pegadiza que cada vez le abarcaba más espacio en el pensamiento. Alguien lo empujó y cayó en la cuenta de que estorbaba, estancado a un paso de la salida del Banco, con la billetera abierta y la mirada perdida en la nada, entre la gente que iba y venía por la avenida.
- Vas a Morir Porque Leíste Esto
Fue hasta el puesto de flores y agarró un ramo de margaritas, sin saber qué iba a hacer con ellas cuando llegara a su casa. Ansioso por deshacerse decentemente del billete, se lo extendió doblado en cuatro a la florista que, sin siquiera tocarlo, lo miró meneando la cabeza y le dijo:
- Son tres pesos. No tengo cambio, señor.
- Quédese con el vuelto.
- Lleve las flores si quiere, mañana me alcanza la plata.
Dejó el ramo nuevamente en su lugar. Enfiló hacia la mesita del vendedor de cospeles, haciendo cálculos mentales para pedir la cantidad exacta, cosa que nada sobrara. Compró los cospeles y aguardó frente al viejo.
- ¿Precisa algo más, Don?
- Estoy esperando que lea el billete.
- ¿Y que dice el billete?
- Léalo.
- No sé leer, Don.
- Ahí dice: “te vas a morir porque leíste esto”.
- ¡Qué bueno entonces que no puedo leerlo! ¿No?
Estuvo a punto de insultarlo por la ironía. Pero justo descubrió que estaba al lado del teléfono público y decidió aprovechar los cospeles para llamar a alguien que pudiera darle un consejo. ¿Quién podría comprender su desasosiego? Marcó el número de su hermana, sin perder de vista la mesita del vendedor de cospeles y oyó la voz chillona preguntándole qué pasaba. Le contó la historia del billete y la escuchó reír a carcajadas.
- No seas payaso...
- No te rías, estoy preocupado...
- Son supersticiones de ignorante, como cuando te da por tirar la sal por arriba del hombro y cuando te encerrás los martes trece.
- No... bueno, sí... yo creo en esas cosas...
- Y... si crees... te vas a morir... qué querés que haga...
- Pensar que te llamé para que me ayudes...
No pudo escuchar la respuesta de su hermana porque colgó de inmediato, al ver aparecer a otro comprador. El viejo le dio el billete de cinco. Optó por no perder más tiempo y caminar tras el hombre que guardaba el dinero y los cospeles juntos en un bolsillo de la campera. Anduvo detrás de él unas cuadras. Lo esperó fuera de la panadería viendo, a través de la vidriera, como compraba media docena de churros y metía el paquete en la mochila. Lo vio pagar con monedas que sacó del bolsillo del pantalón. A diez metros de distancia continuó la persecución hasta la estación del tren. Cuando el hombre se acomodó en un asiento del andén y sacó un libro, corrió a comprar un boleto y volvió al andén a tiempo para subir al tren que llegaba.
El hombre ocupó un asiento junto a una ventanilla, él se quedó de pie asido a un caño cerca de la puerta. Desde allí podía verlo cambiar las páginas del libro, rascarse la barbilla cada tanto. Una barbilla angulosa al igual que los pómulos. Los hombros anchos apoyados sobre el respaldo de madera. El cuello largo con una enorme nuez de Adán. Se vio a sí mismo reflejado en uno de los vidrios de la ventanilla: más débil que el otro hombre, más vulnerable al acecho de la muerte y pensó que si a alguien podía pasarle “te vas a morir porque leíste esto” ese seguramente era él. El otro tenía un torso fuerte y unos brazos macizos que empujaban las mangas de la camisa, tenía unos pies grandes y una nariz imponente y la expresión relajada de quien sabe que la vida le va durar muchos años más. El hombre se movió y él se crispó de pronto, corroborando el sentimiento que hacía un rato lo había poseído: él no estaba seguro de nada y menos que menos de sí mismo.
Bajó detrás de él en la segunda estación después del puente y lo siguió a poca distancia hasta que dobló en una callecita. El crepúsculo ganaba el cielo poco a poco y un viento fresco corría zigzagueando entre los árboles. De repente se sintió estúpido, había perdido de vista al hombre cuando dio vuelta en la esquina. Estaba desorientado, pensó en regresar sobre sus pasos hasta encontrar la estación y preguntar allí como volver al principio. Y cuando estaba a punto de emprender el retorno se le apareció el hombre. De golpe. Salió desde uno de los zaguanes oscuros y se le plantó delante mirándolo a los ojos.
- Te crees que no te vi, desgraciado.
No pudo contestarle porque el miedo lo dejó mudo. Porque no sabía por dónde empezar a contar la historia del billete. Porque ignoraba el motivo real de haber seguido a ese hombre por tantos kilómetros y tanto tiempo.
- Te crees que no sé lo que querés. Pero conmigo no vas a poder, basura. Ustedes están acostumbrados a robar a la gente honrada... pero conmigo te va a ir mal...- decía el hombre, con una calma que desesperaba.
Entonces vio la navaja que brillaba con el reflejo de una luna que todavía no se atrevía a nacer entre los edificios, el miedo se convirtió en pánico y le salieron entre tartamudeos unas palabras que no podía hilar.
- El billete... yo sólo quería... el billete...
- Sí... ya sé... Un billete... un miserable billete de cinco mangos... Es todo lo que tengo... y por esos cinco pesos sucios me ibas a asaltar...
- No...
Sintió que la voz le volvía a la garganta, pero no pudo soltar una frase. En cambio, le brotó por entre los labios un gemido ahogado en borbotones de sangre y cayó sobre la vereda con la navaja ensartada en la boca del estómago.
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Finalista de la Tercera Edición del Concurso de Relatos Breves EL PAÍS LITERARIO 2007, Madrid, España.
Isabel, qué talento tenés para el suspenso, muy bueno...
ResponderEliminarIsabel, talento, suspenso, destino, una fórmula infalible en en tus textos como siempre atraen y sorprenden.
ResponderEliminarCelmiro Koryto
Muy bueno Isabel , de la Parca nadie se salva , inesperado final.
ResponderEliminaramelia
Fatalidad, coincidencias, destino, equívocos dan la cita siempre exacta con doña Muerte, excelente relato, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarCuando leía temí igual que el protagonista el destino sentenciado.Espectacular cuento. una maravilla del suspenso. Felicitaciones, Ali.
ResponderEliminarMARITA RAGOZZA