RIVADAVIA Y CARABOBO EN 1945 |
Un Rusito en Buenos Aires* (II)
Esos tiempos de la infancia, en que todo era principio y los ojos no acababan de asombrarse. Se guardaban en la memoria como una ilusión interminable, como las gotas de la garúa que resbalan tiernamente y humedecen las mejillas, que conmueven y se añoran... Todo se borra, se arrincona, pasa de largo, pero los recuerdos afectivos de la niñez permanecen quietos, arrumbados en la solemne memoria del ser.
Había vuelto a pasar por la calle de casas bajas de la que faltaba una década. Me acordé de todos los atorrantes de la barra. De cada uno, de sus padres y hermanos, a veces de los tíos. Nuevos amigos, otros barrios, la adolescencia irrumpiendo con el acné, la flacura y el deslumbramiento de las nuevas muchachas que iluminaban el inhóspito presente.
Mi biografía se acopiaba con frustraciones: expulsado a la postre de la escuela industrial por haber estado preso ocho meses, nuevos amigos y, como la fugacidad del relámpago, surgieron evocaciones del pasado no tan reciente, sin compromisos y todo bordeando alrededor de la familia y los amigos. Un recuerdo caliginoso, desenfocado... Pero el de ella era nítido, puntual, definido. Lucía, la hermana del Gallego, la princesa de la calle Figueroa, nuestro delirio de aquellos días que luego se borró como se borran los sueños de la última hora.
Los gérmenes de la nueva historia política argentina habían comenzado cuando el brote de mi adolescencia. En esos días, y durante un lapso, no podía juzgar lo que estaba ocurriendo... Pero un detalle me dio la pauta de que algo distinto estaba sucediendo en la Argentina país. Igual que lo que me sucedía a mí. En realidad, lo veía como una novedad en el Buenos Aires de mi niñez: comenzó a haber trabajo, en mi casa aparecieron alimentos que habían sido siempre suntuosidades para las mesas proletarias.
No tenía otro punto de referencia que mi experiencia cotidiana y la de la gente del barrio, las ferias ostentosas de productos y los mercaditos llenos de gente de pueblo comprando. De hecho, había cambios y lo percibí en mi propia casa: el viejo trabajaba todos los días de la semana, le pagaban más por su trabajo de obrero a domicilio, la abundancia fue modesta pero visible y se notaba en todos los rubros de la vida cotidiana.
Supuse que tenía alguna relación con el golpe del 4 de junio de 1943, que desató discusiones entre los alumnos: unos, los “democráticos” acusando a los militares de nazifascistas, otros defendían sus incipientes sentimientos nacionalistas. Las broncas se dirimían a los gritos e incluso a las piñas, los ánimos se acaloraban... y el mundo se encogía de hombros, impotente, ante la matanza y el genocidio.
Mis estudios eran calamitosos: el uso del tiralíneas dejaba trazos de distinto grosor o líneas rectas aserruchadas. El profesor de dibujo lineal, Green “el irlandés”, me miraba como a un anófeles con corbata. Luego me ignoró, como si fuese una sombra impalpable. Un cero...
Las clases de dibujo artístico eran peores: mis bocetos del yeso de la flor de lis no tenías proporción de largo, ancho y profundidad: era un implacable mamarracho.
Pablo Tosto, el escultor a cargo de la clase, me miraba con clemencia y una sonrisa mordaz le iluminaba la cara. Hoy, cincuenta y cinco años después, al pasar por la Plaza Irlanda y observar las esculturas de Tosto lo comprendo, me identifico y le pido perdón... él era un beato y yo un cachafaz...
Cuando hacía un breve resumen de mis actividades estudiantiles en la EINO me preguntaba: ¿por qué me hiciste eso, viejo? Soy tu hijo, tu carne y tu sangre, viejo, ¿no podías entender mi rechazo a esa porquería, eh? Fue fácil y cómodo culpar al viejo y encubrir mi desapego... Entonces no quise entenderlo.
Aunque de vez en cuando tenía mi compensación. Un respiro a tanta hermeticidad escolástica
Cuando el profesor de Idioma Nacional, Lagleyze, entraba al aula con su inefable mole, el traje gris negro (que usó durante todo el año), un portafolios descomunal, sus lentes culo de botella y un ejemplar de El Mundo debajo de la axila, los alumnos nos disponíamos a entrr en la dimensión de la joda celestial... Empero, aprendíamos.
Para analizar el sujeto y predicado nos dictaba titulares de El Mundo: El ejército soviético contraatacó a los tanques germanos en la zona de Smolensk, cerca de Moscú.
Una mañana nos hizo hacer un trabajo en clase: ¿Por qué estudiamos la carrera Industrial? Me sonreí. Casi a carcajadas... Y me puse a escribir.
¿Por qué estudio en la EINO ?
Soy una víctima, un desdichado que fui empujado por mi padre (con las mejores intenciones aunque igual me llevaban al averno) y un tío depravado que decidieron que mi futuro estaba en esta escuela sin escuchar mis ruegos y lamentos. El mañana, pensaba yo, residía y sigue estando en la escritura, la imaginación, las bellezas y miserias de la existencia. En el último año de la primaria descubrí (o descubrieron) mi talento de futuro gran escritor, pero el destino no estaba en mis manos sino en los hierros retorcidos, en el balancín o el torno, máquinas glaciales e inmutables....
Yo no elegí esta carrera, profesor Lagleize: me la eligieron. Influido por un tío sacrílego y envilecido por la insensibilidad de los hierros y la mecánica, mi padre lo aceptó. El viejo, en cambio, sigue su vida de trabajo en la profesión de Maestro Sastre mientras yo me apago; como un poeta tísico y bohemio...
Moriré adolescente y desilusionado de este mundo. Estoy seguro. Moriré; moriré lo mismo que un monje tibetano que se prende fuego (yo solo moriré, aunque no incinerado). Y todos los jóvenes imberbes de Buenos Aires vendrán a mi sepelio. Acompañarán a una víctima de la incomprensión de los mayores... Inmolado en el altar de la dictadura de los adultos, proletaria o metalúrgica. Dios se apiade de mi alma...
Adrián Almog
Al sonar el timbre entregué la prueba. Me sentía aliviado, como si toda las costras y pústulas de bronca acumulada en el curso del año se hubiesen escurrido de mi alma... Parecía una pluma de paloma planeando sobre la ciudad, o sobre la Plaza Irlanda , o en lo más alto de la tribuna local de la canchita de Ferro.
A la semana volvió Lagleyze a dar su clase. Antes del final repartió las pruebas: me pareció extraño que no me hubiese llamado porque estoy entre los primeros de la lista.
Mi nombre fue el útimo: Almog, siéntese, tengo que hablar con usted...
Una inquietud se enclavó en mi estómago: Lagleize sonrió. Incluso sus ojos cortos de vista se iluminaban detrás de los culos de vidrio. Parecía Mefistófeles en el mercado de Abasto buscando candidatos para mandarlos al infierno... Del susto me agarró una gran gana de desocupar los intestinos y el colon...Estábamos solos. Y el Profe pontificó con su voz gangosa y circunspecta:
—Usted muchacho ha contado una historia muy rara, infrecuente e inaudita ¿es verdadera o son puros grupos? Anque sea real en parte, usted se metió en un sitio equivocado, peor que aterrizar desnudo en la cima del Tupungato. Aguántesela, Almog, termine el año, y durante su transcurso piense en otros atajos. Se nota que tiene algo de pasta para escribir: no lo veo oliendo ácidos, o apretando tuercas, o delante de una mesa proyectando ranchos, cloacas y chimeneas.
En tanto el Profe terminaba su monserga una catarata de lágrimas permanecía detenida en las compuertas de mis lagrimales. Cuando salí de la escuela me fui a tomar el ómnibus 134. Rivadavia y la gente deslumbraba mis ojos, como si hubiera descubierto un paraíso, y fantaseé sobre mi cercano futuro, un futuro sin industria y sin comercio, repleto de cuartillas con mis cuentos y relatos, una melena dispersa desplomada sobre los hombros, un moño descomunal de virtuoso y... entonce escuché el estrépito de un ómnibus de la línea 2 chocando contra una columna de alumbrado de la avenida Rivadavia. La atrayente imagen se hizo humo.
Cuando bajé del 134 el delantal blanco y almidonado de Ana María estaba apoyado en la vidriera del Cervantes, negocio de ropa para hombres de la esquina de Nazca y Jonte. Y dentro del delantal la agraciada y seductora adolescente que me quitaba el sueño. Le narré lo ocurrido con el profe de Castellano y se emocionó. Sus ojos húmedos me conmovieron y le dije: ¿no podés salir una tardecita y encontrarnos en la placita de Cuenca y Marcos Sastre?. Ana María me propuso al lado de la estación del tren, en Cuenca y Nazarre. Esa misma tarde a las seis quedamos en vernos (aunque llueva, le remaché yo...).
Mi corazón aleteaba en el interior de mi caja torácica al igual que un trapecista en un circo mágico. ¿Era Ana María o la arenga de Lagleize lo que me había enfervorizado…?
* * * * *
Llegué a casa y contemplé la figura agobiada de mi viejo terminando un vaso de Toro tinto y leyendo el diario en idish. Por la cara comprendí que las noticias de la guerra en Rusia no eran buenas o algo por el estilo. Lo saludé, me fui a atorrar a la cama de los viejos, cerré los ojos y la primera imagen que me vino al toque fue la de Piccardo, el maestro efímero y escuálido con nariz de aguilucho. El muy angurriento jamás me expresó una palabra de simpatía; ni ninguna otra. Dirigirme la palabra en ese cole era verboten, estaba sindicado como quilombero y enemigo del estudio. Pero cuando devolvía los cuadernos de las composiciones me echaba una sonrisa tacaña, incluso enternecida a regañadientes y tan indigente como el pasar de un vagabundo.
Luego pensé en ella, la morocha de la calle Lavallol. A la tardecita me acicalé con el jopo encolinado, una polera de lana y gotas robadas del perfume de la Pelirroja. Lloviznaba : fui en ómnibus hasta la estación Villa del Parque. Luego esperé hasta las siete y media... La tormenta me dejó regado como sopa a la minestrona. Y Ana María no apareció. ■
(La vida seguía, yo me despabilaba, nuevas aventuritas, historias con otros profesores y la política en 1943 que preanunciaba una Argentina rebelde, que dejaría atrás a las vacas y las hectáreas sin horizontes para edificar una Argentina industrial, la literatura del futuro, el bienestar popular).
Querido Andrés: me encantó el relato, una vez más
ResponderEliminarUna parte de tu realidad, narrada con todos los aconteceres que guarda tu memoria y tus ganas de exponerla así, sencilla, como si fuera una fotografía de tu interior. Aplausos, amigo. Con el cariño de siempre,
Este relato pleno de recuerdos y nostalgias, ilusiones y promesas, muestra imágenes que suelen acompañar a lo largo de la vida. Por eso presiento que en el fondo del corazón anida un adolescente que siempre está esperando.
ResponderEliminarGracias Andrés
Ofelia
Muy lindo relato. Muy claras las sensaciones del protagonista y muy nítidas , como siempre, tus calles de entonces. Tan lejos vivís y tan cerca estás siempre que el aliento porteño se siente intacto y tiene razón Ofelia hay un adolescente que siempre está esperando, y hay un argentino con el pasado incompleto a cuestas.Gracias
ResponderEliminarCristina
Querido Rusito , no te preocupes, yo fuí educada en un colegio de monjas y fuí Pta de la Acción Católica , Si ; veo que te ries,... hasta que pude decidir por mi misma , vos deciste querido, te costó , pero a veces las elecciones tienen precio que los cobardes no se animan a pagar.
ResponderEliminarUn abrazo. amelia
Me dió casi verguenza asomarme al mundo tan intimista de Adrián.
ResponderEliminarCuanta verdad y cuanta poesía al comenzr el texto. Un abrazo , maestro. amelia
Hasta ahora el destino de Almog se parece al tango "contra la suerte nadie la talla" y sin embargo seguirá adelante por que tiene ése fueguito interno que llamamos mundo interior, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarExcelente relato, lentamente se irá armando el libro y será pasto de ojos donde vivirá encendido. No existe ternura que no derrote lectores ni autores que corran sin temores.
ResponderEliminarCelmiro Koryto
Agradezco los comentarios por que estos relatos que pretenden ser en parte evocaciones personales, me cuestan un enorme esfuerzo. Afilo el lápiz y no puedo ser aséptico, no mezclarme en los hechos ocurrido al principio de mi vida. Memoria, asombro, pasado irreversible. Muchas gracias.
ResponderEliminarExquisito relato poético.
ResponderEliminarEl "habitar poéticamente la tierra" es también mantener los ojos asombrados "y guardar el asombro en la memoria como una ilusión interminable"
Deseo como Celmiro, que los relatos de Adrián se irán plasmando en el libro que merecemos leer.
Muchas Gracias Andrés
Olga Ajma
Relato escrito con naturalidad, sin plan , con un plasmar de situaciones y personajes distintos con los cuales debe vivir el joven Almog, dentro de una realidad política de cambio, con la pureza del amor primero, con la rebeldía de un medio escolar que no era de su vocación...Cuadros costumbristas pero no estáticos, sino llenos de vida porque el lenguaje del autor los reverdece.
ResponderEliminarUn placer leerte, Andrés y comprobar que siempre nos asombras, y itenes algo hermoso para entregar. Felicitaciones.
MARITA RAGOZZA