Soy el náufrago, madre, y te llamo en la noche,
desolado, en el firme marchar hacia la muerte,
y de golpe me asalta la ternura infinita
de los primeros años. Y necesito saber que te hallas
cerca, que tu lámpara vela, puntual, cerca de mi.
Necesito tu vaso para la mala sombra de las pesadillas,
tu báculo de nogal para el descenso de los sueños
absurdos tu desencantada sonrisa y tus manos sobre mis cabellos.
Desolado, desde la mala noche, rompo mis puños en puertas infinitas
y llamo, y nadie me abre.
Madre: dame la llave de tus alacenas,
soy un hombre perdido bajo la lluvia gris:
enciende la cerilla más tenue para que yo camine
atraviesan la sombra, desde los pórticos del alba,
la novia y su pañuelo de azafrán y nácar,
la querida con sus besos impuros,
todas las esperanzas y todos los fracasos,
todos los malabares y los equilibrios en la cuerda floja.
Vuelve el hombre, desde su madurez de su poderío,
hasta la comarca en que lloraba solo bajo la noche inmensa,
y vuelven a soltarse los mastines y a derramarse el vino de
y a señalar con los índices al niño desvalido:
“He aquí al que come los panes del lamento y la angustia.”
Madre: un oscuro terror, una cierta sensación de culpa
hay en este hombre ciego que empuña las aldabas
de las casas sin dueño, en su erranza en
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