Fiama: interludio entre sombras
Es una mañana luminosa. El parque
reluce moteado de sombras. Sombras que la primavera esparce con esmero.
Escenario espacioso, vital, donde se exhiben escenas de una obra cuyos roles,
bien definidos y ensayados hasta el hartazgo, se reinventan para perdurar en
cartelera. Hay actores decadentes alimentando a las palomas, están los neófitos
iniciándose en el inveterado arte de la antropofagia mutua y los que él
llamaría-llamaríamos- plenos, que satisfechos de sí, entre diálogos y gestos
vigilan a sus brotes. Como la mamá de Fiama, incrédula en su afán maternal de
que pasara ya año y medio –cálculo aproximado del hombre con el que concordamos
plenamente.
Sabe –sabemos- que la niña así se
llama pues la madre no para de vocearlo. Fiama es linda, vivaracha, y en la
barbilla babeada ríe un vívido lunar, dando más brillo al parque. Corre por el
sendero tras los gorriones, -una carrera breve e infructuosa de no más de tres
metros que a pesar de ello inquieta a la madre, sentada frente al hombre,
nuestro hombre, a la que el recorrido se le hace insufriblemente mayor- abre
los bracitos acopiando sol, sonríe a los viandantes, vuelve y se abraza a las
aliviadas piernas maternas. Extremidades éstas que han llamado la atención del
hombre y que define como bien torneadas y supone elegantes al andar desplazando
ese cuerpo a ojos vistas bien formado coronado por un rostro atractivo. No ve
el hombre ningún lunar en la cara de la mujer por lo que atribuye el de la niña
a los genes paternos y aquí piensa en lo afortunado de ese hombre. Fiama se
suelta de esas piernas, cruza la senda y se detiene junto al hombre que está
leyendo.
Porque nuestro hombre lee. Lo hace
sentado en el banco de un parque de una ciudad mediterránea, a la media mañana
de un día de un quinto mes del año solar. A su frente hay una gran fuente y
está rodeado de árboles y de gente entre la que pasa desapercibido con su
libro, su barba, y sus ropas baratas y gastadas por el uso. Su aspecto es
desalineado, aunque no llega a ser sucio, y diríamos que tiene la aguja del
indicador de la ilusión bajo la línea de reserva. Lo decimos por haberlo
observado otras veces en otros días y a horarios diferentes aferrado a la
lectura pero al mismo tiempo al parque, como si ese espacio fuera una patria,
un mundo, o un universo en sí donde
leer, ser, pensar, durar… para un hombre que ha dejado de ser joven sin
llegar aún a ser viejo. Lee ensimismado bajo el mismo sol que le ha entibado la
piel durante las cincuenta y pocas páginas giradas de su libreto personal
–arriesgamos esta apreciación basados en lo antes dicho.
Fiama se ha colocado delante de él y
lo contempla por sobre La vida breve. Busca sus ojos y le sonríe pero algo le
hace bajar la mirada. Al instante queda extasiada examinando la grava durante
un longevo, y a la vez, efímero minuto. El sol la recorta a un lado, se aparta
sin quitarse la vista, voltea y se busca detrás. Gira de nuevo y se observa
boquiabierta salir de sus pies y sin rasgos tenderse sobre la grama cual
duendecito siamés. Vuelve a mirar al hombre como interrogándole ¿Ves “eso” que
me sigue, qué es, tal vez un truco tuyo? ¿Por qué lo haces, acaso buscas
confundirme, no entiendes que estoy descubriendo, aprendiendo, forjando mi
ilusión? Reacciona y sale corriendo a pasitos tartajosos, se detiene a
comprobar si “eso” sigue pegado a ella. Sigue. Reanuda su corta prisa plena de
novedad y a la madre emocionada, su dedito aventurero, señala el misterioso
hallazgo.
Vemos al hombre sonreír enternecido
mientras se –nos- dice: “Sí, sí, ya sé que todo es nuevo para ti y que todo lo
quieres, mas justamente eso no es nuevo. Todos quisimos todo alguna vez, hasta
comprender que incluso todo el todo es insuficiente para tantos. No sé, acaso
tu tengas suerte y consigas un algo del todo, un algo que sea auténtico y te
haga ser feliz de verdad.” Mientras tanto la hermosa mujer ha tomado de la mano
a la niña y adaptando el paso al ritmo e intereses de su hijita, se van
alejando de la escena.
Retoma entonces el hombre –nuestro
hombre- la lectura de Onetti.
En tanto está entretenido con la
novela, aprovechamos a dejar constancia de que no lo llamamos “nuestro hombre”
por haberlo comprado, o porque nos haya sido regalado, y mucho menos por
presumir que sea un producto de nuestra imaginación. Si no por lo
invariablemente común de su historia personal; de la que no vienen al caso
detalles porque poco aporta que sea albañil o informático, casado o viudo, de
Aries o de Piscis. Y que lo sitúa en ese inmenso limbo de intranscendencia
donde transcurre la vida de infinidad de personas. Creemos y diremos sí, que al
parecer tiene un amigo en algún lugar con el que intercambia correspondencia.
Un amigo con el que comparte vivencias y puntos de vista, ambiciones,
decepciones y excepciones. A veces, por sobre su hombro, el hombro del hombre,
hemos husmeado en las cartas –lo reconocemos no sin cierto empacho- e incluso
recordamos párrafos y pasajes tanto de las escritas, como de las leídas por él
en las incontables horas pasadas en el parque. A modo de ejemplo, para saber
algo más del hombre, a continuación citamos dos de ellos. No sabemos cuál es de
quien -damos fe de que ambas caligrafías son muy parecidas- por lo que no
podemos afirmar si era la misma epístola que fisgoneamos cuando el hombre la
escribía y después decidió releer, o era la respuesta de su enigmático
amigo.
…así
es querido amigo, somos manejados y ultrajados por la misma sociedad canalla y
voraz que nos contiene, y que, paradoja brutal si las hay, nosotros mismos
hemos forjado en nuestro afán de tener más y más. Con esa necesidad de poder y
reconocimiento que nos atormenta. Sociedad que nos obliga a hacernos un hueco a
codazo limpio –codazos en la mejor y más honesta de las hipótesis- para no ser
fracasados que el resto ignora y olvida. Una historia repetida hasta la hartura
de generación en generación. Con todos esos hombres que a pesar de las
apariencias, en verdad no son más que un cúmulo enorme de fracasos al cubo
revolcados en el gran fracaso, alelados por esa novela canallesca escrita por
un loco*. Porque, te aseguro amigo mío y esto con total conocimiento de
causa, no hay nada más ficticio, más vano, que el triunfo.
…debo
decirte que hoy acepto esta suerte de intranscendencia, de marginación, como
algo lógico, no como un acto de resignación, aunque a veces sienta la necesidad
de intentar revertirlo. De salir a codazo limpio, y más si fuera necesario, a
reclamar mi cuota de todo sin importarme si eso implica que alguien, en algún
lugar cercano o distante, se quede sin nada. Pero son apenas dicotomías propias
del hombre. Además entiendo que ya no soy el mismo, que las fuerzas no son las
mismas y ni siquiera las necesidades los son. Que ha pasado mucha agua desde la
primera vez que me asombró mi sombra – ya te he dicho creer que la consciencia
de nosotros mismos, de nuestra existencia, se da a partir del momento en que
descubrimos nuestra propia sombra, por lo que no resulta un contrasentido que
acabemos siendo una sombra de lo que fuimos- y se hoy que tras cada hombre hay
otra sombra, una que el sol no evidencia. Una sombra que la gran mayoría no se
detiene a desentrañar, que incluso suele ignorar. En mi libro de cabecera, que
también leíste y ya hemos comentado, el personaje, Braussen, busca de continuo
huir de ella. Para ello crea heterónimos a los que imagina toda clase de
avatares para intentar arrojar algo de luz a su desgastado espacio. Siempre tan
llano, gris, reiterativo. Y seguro en las calles, en los parques, y en todas
esas casas, y en todos esos nichos que se superponen hasta tapar el sol con sus
espaldas de cemento, entre todas esas personas que se mueven, transcurren y
habitan; hay muchos Braussen que ni
siquiera saben que viven vidas recreadas, tan enamorados que están de sí mismos,
tan ciegos ante la realidad, tan enajenados por sus ínfimos y deformantes
triunfos.
Una ráfaga bulliciosa de colores
aparta a nuestro hombre de la lectura haciéndole levantar la vista. Ve pasar,
risueñas y acaloradas, unas escolares corriendo tras un niño que, según parece,
las ha incordiado. El niño es más rápido y el esfuerzo hace que las futuras
mujeres transpiren copiosamente a pesar de vestir ropas livianas y cortas. Lo
fugaz de la imagen no le deja detalles vívidos exceptuando las mejillas. Una
bandada de mejillas enrojecidas por el calor y el afán, semejando redondas e
inocentes manzanas ignorantes todavía del eufemismo asignado a esa fruta. La
que hace rato no se ve es Fiama. La última vez que la vio –que la vimos- por el
rabillo del ojo, se alejaba del lugar tomada de la mano de la madre. El hombre
no sabe exactamente cuánto tiempo ha pasado desde eso, absorto como está en la
historia. Ocupado en las peripecias, en las frustraciones y en el inevitable
fin del personaje. Porque en la novela como en la realidad, piensa y estamos de
acuerdo, el final es un lento, pesado, y ajado sobretodo que se nos pega a la
piel y nos enlentece haciéndonos aparcar la osamenta durante largas horas en el
banco de un paseo, de un patio o de alguna plaza; para simplemente sentir al
tibio sol calentarlo, mientras leemos o recordamos, o embarcamos al intelecto
en ambas actividades para evadir la realidad. Y al elucubrar esto rescata las
realidades del personaje y piensa, evocando a Calderón, en lo voluble de ese
término. De inmediato recuerda un amor intenso y absoluto que vivió hace años.
Ella se llamaba Adelina y era una mujer increíble que estaba locamente
enamorada de él y a la que él amó mucho. Era además una escritora de
relevancia, alguien que según la prensa especializada estaba revolucionando la
poesía contemporánea. Él también escribía mas lo suyo no era relevante ni mucho
menos. Se conocieron en una velada literaria a la que no estaba invitado y
literalmente se coló. La relación, la de ellos, si no la primera ni la única de
las aludidas en voz baja –ambos estaban casados cuando se enamoraron- acabó
naufragando en ese contexto social donde los prejuicios se imponían a toda
revolución. Acosada por una enfermedad que le robo la mitad de su esplendor y
por la censura con que la hipocresía les humillaba, desesperada, Adelina se
internará en una decisión drástica y profunda que los separará para siempre. No
sabe porque motivo en el recuerdo, Adelina lo llama por otro nombre, uno que
ahora, no reconoce como suyo.
Decide volver a la historia –a pesar
de saberla casi de memoria- y dejarse de recuerdos. El personaje está tan
trastornado a causa de sus invenciones que ya no distingue la ficción de lo
real…Está sentado en una plaza de la ciudad en la que transcurre su acontecer,
mas no es seguro que esos escenarios sean auténticos. Como tampoco lo es que él
sea quien piensa que es, ni siquiera que sea lo audaz, lo suficiente y bien
sucedido que, al parecer, está siendo. Ni lo gris, sin suceso, y falto de
ilusión que se nos antoja. Ni tampoco todo lo renovado que, por momentos, se
siente, ni lo viejo que, por pasajes, nos parece. En ese lugar está viviendo
una aventura amorosa de tal intensidad y entrega que acaba superado por el
poder de la relación. Llegaron al punto en que no hay más por alcanzar ni como
retroceder por lo que nada tiene ya sentido. Es cuando decide matar a la mujer
para que la vida –y aquí no sabemos si se refiere a la vida misma o a la de
ensueño- vuelva a tenerlo. Una carcajada desaforada lo distrae -distrae a
nuestro hombre- y busca en el horizonte inmediato al responsable. Son dos
atractivas adolescentes que caminan del brazo levantando con los pies las hojas
secas que acolchonan el sendero. Supone se cuentan cosas muy divertidas:
precoces intimidades, cotilleos del instituto, o picardías propias de la edad.
Ambas coquetean con un joven bien formado, de bellas facciones y ensortijada
cabellera rubia, que pasa en sentido contrario. El chico se detiene y dice algo
a una de ellas. Los dos acortan distancias hasta encontrarse y en su agenda, la
vida, marca un nuevo comienzo, una nueva realidad o ensoñación. La cabeza del
muchacho se interpone entre el hombre y la muchacha, por lo que no puede ver
–aunque no precisa verla para saberlo- la triunfal sonrisa que le ilumina el
rostro. En tanto la no elegida, la perdedora, se aleja dando la espalda a ese
potencial futuro del cual fue excluida. Pero sólo el tiempo dirá si en verdad
la favorecida logró hacerse con una porción valiosa del todo o si por el
contrario, la que verdaderamente ha salido beneficiada es la que se marchó. Lo
mismo vale para el joven. Aprovecha el hombre y mira a su rededor a ver si
Fiama anda por allí, pero no, no la ve, ni rastro de ellas. Y al percibir que
recurrió al plural se sorprende a sí mismo intentando evaluar si la madre de Fiama
es feliz en su matrimonio, si en verdad el padre de la niña es su “algo
valioso” del todo, o si acaso la relación navega en la desdicha y lo único
rescatable sea justamente el bello e inocente retoño de ambos.
La palabra rastro lo retrotrae a su
juventud. Entusiasmado por las películas de espionaje que veía sin cesar,
decidió apuntarse a un curso de detective privado. El curso fue muy provechoso
y aprobó con las mejores notas. Luego montó una pequeña oficina y comenzó a
trabajar. Claro, al principio nada fue como en los filmes. Sólo casos pequeños,
la mayoría de ellos domésticos, sin ninguna emoción. Pero al cabo de un par de
años fue contactado por un señor mayor poseedor de una gran fortuna. El
acaudalado empresario lo contrató para desenmascarar a un socio sospechoso de
estafarlo. Estuvo casi un año investigando y haciéndose pasar por ornitólogo
–lo que lo obligó a leer mucho sobre el tema –pues el defraudador era un
apasionado de las aves. Así pudo establecer una relación e incluso entrar en su
casa, donde colocó micrófonos y reviso cuanta gaveta había hasta recabar las
pruebas necesarias. Esto le reportó una importante cantidad de dinero, además
de prestigio, que fueron la base, el punto de partida, de la fortuna y el
renombre consolidados en los años siguientes...Lo raro es que también en este
recuerdo su nombre, el que consta grabado en la chapa junto a la entrada de la
oficina, no concuerda con el suyo. Con ese nombre que aunque ignoramos, es el
que identifica al hombre, a nuestro hombre del parque.
Paulatinamente el parque ha ido
tomado un cariz antojadizo como si el tiempo y la rutina diaria entretejieran
un entramado brumoso en el que las personas se superponen a los elementos y la
fuente, las farolas y los árboles se pueblan de rostros y risas y miradas
girando sobre él en un frenesí silencioso y lejano, como si el principio y el
fin de las cosas se hubieran dado cita en ese parque de esa ciudad
mediterránea. Como si la historia que lee y su historia y la de todos acabaran
de ser mezcladas en una batidora gigantesca. Y él, junto a Braussen y sus alter
egos, a Fiama y su bella progenitora, a él amando a Adelina, a él
desenmascarando al socio timador, a él cuando vestía ropas elegantes, a él
cuándo usaba la barba bien recortada, a él cuando todavía daba codazos, a él
cuando tenía todo un futuro por delante; no pudieran diferenciarse en esa
aleación en la que sucumbió el entorno, en ese engrudo de roles, en esa
realidad efímera, en esa ficción rotunda. El chillido de unos gorriones o
jilgueros -el hombre no sabe diferenciarlo y a nosotros no nos interesa
esclarecerlo- enfrascados en una revuelta sobre las ramas peladas de los
árboles y un remolino de viento frío que le cachetea las mejillas de ida y
vuelta, lo sustrae de sus cavilaciones. Vemos entonces como una gran
consternación se va plasmando en su semblante:
“No
fueron más de veinte páginas, acaso veinticinco…” Piensa al levantar la vista
del libro tras el dedo que lo incordia y descubrir ese rostro, grotesco y
derrengado, que lo mira incrédulo desde unos brillantes y hambrientos pececitos
varados bajo una porrada de sortijas de sol, a pocos palmos del suelo. ¿Acaso
le conoce? El hombre lo observa fijamente, inspecciona esa barba descolorida y
llena de greñas, la gorra raida, las facciones atroces atrapadas en esas dos
ojivas de vida nueva y aunque calla, sabemos que esa cara le resulta tan
familiar como a nosotros. Sacude la cabeza y observa a su alrededor. “Está todo
o casi todo: la fuente, la gente, los árboles, aunque no queda ni resto…” y
creemos comprender a pesar de no concluir la frase. El chiquillo, embargado de
sorpresa, sin apartar su mirada luminosa de los ojos de nuestro hombre, reclama
su atención. Le está señalando con el dedo la sombra que ha descubierto. Sombra
proyectada por su pequeña talla bajo el anémico sol del invierno. Un poco a su
derecha, desde una plenitud que irradia lozanía, sonriente; la joven mujer, de
espléndido lunar en el mentón, da voces al niño.
Ernesto Ramírez
*Frase
acuñada por Alfredo Zitarrosa en su composición “Guitarra Negra” y que alude a
la televisión.
El autor nos tiene acostumbrados a la literatura filosófica, aunque esta vez es en prosa. En mi opinión muy bien lograda. El transcurrir del tiempo y nuestra incapacidad para comprenderlo en un relato que es casi una parábola.
ResponderEliminarComo en un juego de cajas chinas el relato se va forjando a sí mismo en la medida que lo abrimos y tomamos conciencia de nuestra finitud, saludos, Carlos Arturo Trinelli
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