viernes, 14 de junio de 2013

Andrés Aldao





Lucía baila el tango


 En las penumbras de esas mañanas sofocantes, cuando el aire quieto parecía lava que le acariciara la piel irisada, Lucía estremecía el embaldosado patizambo de las aceras.
Al irse a yugar a la fábrica de medias de la calle Gaona, sus taquitos resonaban en las penúltimas sombras de Figueroa, o sobre la mueca sarcástica de Paramaribo, mientras un tardío bostezo matutino le plisaba la hermosura de las pálidas mejillas  abotargadas, aún, por el sueño insatisfecho.
El viejo era un gallego laburante de  cara ceñuda y cejas tupidas, siempre quejándose  pero de corazón propenso al arrugue. Sobre todo desde que  la mujer murió y quedándose viudo con dos hijos a cargo.
Su viudez y la derrota de los leales en la guerra civil española le agriaron el carácter. Colgado sobre la pared tenía un inmenso retrato de Juan Negrín, y en la mesa de luz una foto enmarcada de Dolores Ibarruri, La Pasionaria.

Lucía era la hermana mayor de Horacio, integrante de la barra de Figueroa. Andaba por los catorce o quince. Espigada, con cara de virgen de estampita, pálida, ojos redondos y grandes , llevaba el cabello renegrido dividido en dos tupidas trenzas.
Fabriquera jovencita, se deslizaba como un cisne  en un lago de aguas cristalinas, siempre tarareando algún tango chanfleado por la gracia de su voz adolescente.

Se ganaba el mango por la suya, hacía la limpieza de la modesta casita en que vivían el padre, Horacio y ella. Gustaba contemplarse en el espejo, examinar las suaves tramas de su rostro y vivir el despertar tempestuoso de la edad.
Miradas codiciosas habían comenzado a marcarla. La galleguita estaba aprendiendo a contonearse, a llamar la atención, a estimular la fantasía de los mirones del barrio. La barra chaplinesca dejaba transcurrir su tiempo en juegos de pibes, el picado de vereda a vereda con la pelota de veinte guitas, el previsible vigi ladrón, la narración de cuentos verdolagas, o el balero con las refulgentes tachuelas acorazando la embocadura. Pero también imaginaba.... Imaginaba los encantos previsibles de la Lucía con concupiscencia de masturbadores precoces y fervorosos. 
La vieron crecer desde que eran gurruminos. Era una adolescente muy bonita, de ademanes delicados al margen de las rabietas que prestigiaban el clima familiar. De todas maneras, Lucía fue el ensueño procaz e imposible, la novia inalcanzable, la minita de abolengo que rompía el cuore de los pequeños quias en la temprana era de la infancia. Pero la inocencia decrece, sibilinamente. Con prisa y sin pausa.
Mientras cuchicheaban pavadas, la veían pasar atractiva e indolente refregándoles su esbeltez de Afrodita sin darles ni la hora. Y el gallego Horacio, humillado por esa sugerente contemplación, se transformaba en un hierro al rojo vivo. El rostro se le congestionaba y gotas hediondas de sudor le bajaban por la frente, mientras los amenazaba con los puños apretados vociferando: ¡¡Degenerados, si llegan a decir algo de mi hermana los fajo a todos! No decían –no cuando el gallego gilún estaba presente–, pero fantaseaban. ¡¡Cuánto que fantaseabn!

En Paysandú casi esquina Luis Viale  había en esos años una casona con un patio enorme cubierto por una higuera escalofriante y hiedras trepadoras. Allí, precisamente, funcionaba el Social y Deportivo Caballito Norte. De deportivo tenía el nombre; y como social, en realidad era la guarida de los jovatos jubilados del barrio. Los naipes de esquinas desbastadas entre aquellos garfios proletarios se batían en duelos estentóreos de truco, escoba de quince y mus.
Tan enorme, sombreado y larguirucho era ese patio que a los pibes les daba pavura llegar hasta el fondo tupido, misterioso e imprevisible. Era como la jungla en la que Tarzán de los Monos se paseaba junto a Jane entre arbustos gigantescos, saltando de liana en liana mientras Chita y Tantor les resguardaban el lomo. Era un temor que habían cultivado los viejos con el antológico hombre de la bolsa, Lucifer y su infierno tenebroso y el desopilante cuco que puso en vereda a varias generaciones de infantes indomables. 
Freud y Piaget no se habían popularizado aún, la APA¹ estaba en pelotas y la computación y la pedagogía eran fantasías siniestras del Astrólogo de Los Siete Locos arltianos. Y aunque estaban convencidos de que en ese fondo no había fieras con colmillos chorreando baba sanguinolenta, ni plantas devoradoras, ni hormigas termes, ni elfos perversos, preferian no arriesgarse…

Los domingos el Social y Deportivo abría sus puertas cachuzas a la milonga, y el patio era  la pista de baile con la música de jazz y tango que azotaba al vecindario. Esas noches las pibas más jóvenes venían con las viejas, los imberbes llegaban en barritas peinados al Brancato o brillantina –que le daba al pelo ese lustre pringoso, como de aceite para la Singer–, y las parejas veteranas bailaban arrulladas al compás de tangos y milongas en discos de pasta de Fresedo, Canaro y Lomuto, y los renovadores Troilo y Pugliese.
Una tarde, Lucía se animó a pedirle al padre permiso para ir la noche del domingo a la milonga barrial. El gaita la miró preocupado.
–Un lugar así no es para ti, Lucía. Los muchachos son todos unos canallitas.
–¿Entonces tengo que vivir encerrada, sin salir, mirando las cuatro paredes?
–Pero qué es lo que dices, inconciente. A esos lugares van los canallitas que te ponen el vicio entre las piernas. ¡¡Qué te parece, Lucía! ¡¡Yo los conozco muy bien! De ninguna manera.
–Pero papá, las chicas del barrio van acompañadas de las madres. Yo puedo ir con Rita. Es para pasar el rato: yo trabajo toda la semana, ¿no puedo salir a divertirme una noche?
–Vé al cine los domingos por la tarde, pasea con tus amigas o escucha radio, lee las revistas que te compras. A esos antros viciosos tú no debes ir. ¡¡Olvídate, Lucía! Es por tu bien, hija, hazme caso, ¡¡escápate de los viciosos de la noche!

Qué ganas de llorar, en esta tarde gris, canturreaba Lucía la tarde del domingo mientras sacudía las colchas de las camas, barría el patio con la escoba media pelada y le pasaba cera a los pisos de madera. Entró en la cocinita, calentó la pava y le cebó al padre unos mates con espuma . Terca. Muy terca y compradora la pibita.
El padre, que no era ningún otario, se sonrió con disimulo tras los bigotes de prócer de fin de siglo. Finalmente le dijo en un murmullo ininteligible:
–¿En serio que Rita va con la madre?
El bagre picó la carnada, pensó Lucía; y de raje, sin perder tiempo, calentó la olla con agua, llevó la palangana al bañito y comenzó a lavarse.
Acariciaba con suavidad las intimidades de su cuerpo; y un creciente ardor la inundaba de placer mientras los dedos retozaban sobre sus senos. Pensó en Agustín, el hermano de su amiga Estela, que la miraba con insistencia cada vez que iba a comprar al mercadito de los tanos. Y ella a él. El ardor, alentado con destreza, alcanzó entonces el punto de ebullición. Suspiros y jadeos acompañaron la sensación arrebatadora de placer.
Secó su cuerpo, se puso la ropa interior y envuelta en el toallón se encaminó a la pieza. Se vistió detrás del biombo cuyas rajaduras el padre tapó con papel engomado. Con fingida ingenuidad el hermano lo corrió. Lucía le estrelló en la testa un mamporro espectacular. Horacio se retobó aunque optó por retirarse.

Esa noche Lucía iba a estrenar los zapatos con taco trotter, medias de seda con ligas, una blusa de escote en V que cerraba debajo del pliegue de los senos, la pollera tableada y el collar fantasía que compró con parte del sueldo. A la blusa le dio un tirón de la parte trasera para ocultar  el llamativo escote. El lado posterior del cuello quedó levantado. Ya lo acomodaría más tarde. Le faltaba pasar una prueba decisiva: darse el toque de colorete, delinear las cejas y pintar sus labios. Decidió suprimir el experimento. Podía pintarse en la casa de Rita, o incluso en el club. Lo importante, pensó, era eludir la censura.
La boca de la muchacha era pequeña, sus labios resaltaban como fresas silvestres, tenía la nariz con un  tenue repingue, y los ojos negros destacaban su efigie de madona.. Cuando sus trotter cruzaron el portón del Social y Deportivo taconeando insolentes, causó sensación. La pibada se alborotó contemplando a esa muñeca de endeveras.

La madre de Rita se sentó al lado de otras respetables matronas del barrio, mientras las nenas, de pie en el borde de la pista, esperaban el cabezazo de los quías de sonrisa babosa.
Él pibe le hizo una seña tan tenue que Lucía ignoró. Se mantuvo erguida, parecìa apàtica... Entonces Agustín, carraspeándose el rubor cetrino que le arañaba las mejillas, bajó la pera con fuerza. Como un martillazo feroz machacando la cabeza de una tachuela.
La parejita bailaba con elegancia de veteranos, en tanto las piernas se enrulaban en las figuras del doble ocho y la corrida enhebradas con el ritmo de Fresedo en Cuartito Azul.    
El vicio del pibe, tal como lo supuso el padre, se acomodó en la entrepierna de la chica, disimulado entre el tableado ordenadito de la pollera negra. Las dos mejillas adheridas como ventosas, la mano derecha del pibe aferraba la cintura de Lucía, y la izquierda prendida a la de ella. La nuez de adán del muchacho bajaba y trepaba con cadencia de milonga, la lengua humedecía sus labios agrietados y la voz, atascada, no emitía señales. De la piel de Lucía emanaba tibieza, frescura, un agradable aroma a colonia Atkinson’s. Su mirada dulce tenía aturdido al muchacho, incapaz de abrir la boca o tomar alguna decisión. El diálogo fue tan tupido que no les salió ni un mísero adverbio o un adjetivo solitario.
–¿Vos sos mudo o estás enfermo? –dijo la muchacha con cándido sarcasmo. Agustín se sonrió y le ofreció un chicle Adam`s. El fresco de la noche se escurría por la calidez del ambiente, la mezcolanza de perfumes baratos y el ácido sudor axilar.
Las madres de las muchachas se encontraron de pronto haciendo un corrillol, chismoseando sobre los maridos con risas quisquillosas, ponderando las cualidades de sus nenas y bostezando como descosidas que están por desarmarse de sueño.
Rita había cazado a un pibe más flaco que un vermicheli, con unas ondas de cuarteador, forastero total en Caballito. Resultó ser un pariente de los Millán que había venido de Junín a pasar las vacaciones en la urbe porteña.
Cerca de medianoche las caras parecían mascarones estriados por delicadas arrugas. Atrapados por el embrujo de la milonga, transpirados y ojerosos, el entusiasmo de los bailarines no cedía. A las doce en punto el animador anunció que la milonga había terminado. Las luces comenzaron a parpadear y los concurrentes, felices y algo maltrechos, iniciaron la retirada.
Lucía y Rita se despidieron de los imberbes  con promesas de un pronto reencuentro. Lucía se quitó los afeites, enjuagó su cara en la casa de Rita, y la madre la acompañó. Como un centinela de consigna, el padre abrió la puerta y se acercó. Al verla acompañada por la mujer se tranquilizó... 

Se tumbó sobre el catre que estaba detrás del biombo. No podía dormirse. En esas pocas horas Lucía se sintió como la Cenicienta del cuento de Perrault. Este pibe me flechó. Es la primera vez que me pasa –pensó–. Y qué buena pareja que hacemos, ¿no? Es un tímido; aunque después se desató bastante. ¿Será amor esto? La verdad que es un buen pibe, serio, pero pensándolo bien es bastante mano larga. Bah, como todos: se mueren por toquetear pero me gusta. No puedo dormirme, ¡¡qué bronca! Y mañana lunes, otra vez al yugo. ¡Dios mío! ¿Y el viejo? ¡¡Vaya a saber cuándo le saco otro permiso! Liada, con las manos apretadas entre los muslos, fantaseó que paseaba por el parque Centenario, Agustín la llevaba del hombro y luego le rodeaba la cintura. Después la besaba con delicadeza rozando con los dedos sus mejillas y el cuello. Ella permanecía tendida y abrazada al muchacho. Una tibieza en aumento fue invadiéndola. Luego la estremeció un sopor agradable. Sus dedos recorrían la vaina humedecida, y mientras penetraba en un placentero éxtasis el contínuo manipuleo la llevó a una culminación  de gozo y fantasía. Lucía, ya satisfecha, siguió elucubrando escenas amorosas con el Tanito sin pensar en el trabajo, las corridas, los mandados, la limpieza, la cocina, el aburrimiento y la estrechez de la vida proletaria. Finalmente, se durmió con una sonrisa de madona feliz.

Un aldabazo solitario astilló el silencio de la tarde del lunes. El padre fue a ver quién era. Un imberbe con legañas verde oliva le preguntó por Lucía.
–Para qué la buscas tú. Mira que me resultas cara conocida, chaval.
–Soy Agustín, el hijo de Morezzano, el carnicero de Paysandú. Lucía hace las compras en el mercadito de mi viejo... -le dijo mientras un gargajo nercioso le taponaba la garganta.
–Mira qué bien. Bueno, pero todavía no me has dicho para qué la quieres a Lucía.
–Sí, este, mire, ayer nos encontramos de casualidad en la milonga y yo bailé con ella.
–Pues me alegro, hombre, ¿y qué hay con eso? Hoy es otro día, ¿sabes?
–Señor, yo quería pedirle su venia e invitarla a dar una vuelta.
–¿Y quién te dijo a tí que a ella le interesa dar una vuelta contigo, muchacho? Además, sabes una cosa, Lucía está, ¿cómo es que dicen ustedes? pues está apoliyando la siesta. Si tienes ánimo vuelve en otro momento. Pero siempre estando yo, ¿me has comprendido? Y voy a decirte algo más: hoy cocino puchero de gallina, sabes, con garbanzos, habas, repollo y otros menjunjes. Una delicia, así que pierdes tu tiempo. Y dime, muchacho, ¿cómo te llamas?
–Agustín, ya se lo dije, don Juan.
–Epa, ¿de dónde conoces mi nombre?
–Y, en el barrio se sabe todo, y en el mercadito mucho más, señor.
–Mira, me estás resultando medio simpático a pesar de que tus padres son tanos, ¿no? Y seguramente partidarios de los fascistas que anduvieron metiendo sus asquerosas narices en España. Yo soy de los leales, ¿sabes? Bueno, bueno, ahora vete a tu casa antes de que te eche. ¡Anda, chaval.
El cielo se encapotó. Un viento malicioso anunció tormenta y en un tris se descargó un aguacero. Enero porteño, aguafiestas como siempre. Esa tarde los gandules de Figueroa le dieron asueto obligado a los juegos. A las cinco en punto, la iglesia de los Buenos Aires  de Gaona y Espinosa aturdió con unas campanadas que sacudieron a los dormilones. Los ojos tapiados de Lucía lograron entreabrirse, lo suficiente para que la exhausta milonguita comprendiese que la siesta se había acabado, y que ese tamborileo sobre el techo de chapa no era el preámbulo de un malambo sino la lluvia que venía a malograr paseítos al aire libre.
Se estiró con placer. Desenfundó desde las cobijas una de sus esbeltas piernas revoleándola en un juego monótono, hasta que decidió plantarse vertical y salir a disfrutar de la ducha natural. Apareció en la cocina con un bostezo que exhibió sus rojas amígdalas. El gaita la reprendió mientras probaba el caldo del puchero. Apoyó la pava en la hornallita. El padre apantallaba los carbones acarminados y Lucía preparaba el mate bien dulzón.
–Dime, Lucía, ¿tú conoces a un tal Agustín? –disparó alevoso. La bella despierta se ruborizó quedándose callada. Parada en la puerta de la cocina, comentó:
–Paró la lluvia, papá. ¿Qué estás cocinando en esa olla? Humm, huele bien.
El gaita infló la nariz, y volvió a la carga de Vargas:
¡Coño! Te he hecho una pregunta, contéstame pues.
–Pero es el pibe del mercadito, papá, también vos lo conocés. ¡Qué pasa con él!
El padre le habló de la visita inesperada mientras sus cejas parecían más tupidas y negras que de costumbre. Lucía se cebó el primer verde de la tarde, y mientras iba sorbiéndolo distraída el bocho multiplicaba sus revoluciones. Decidió ir al frente. Le contó al padre una historia aséptica de lo ocurrido en el baile. Horacio la miraba y le guiñaba el ojo en gesto de complicidad.
Se mandaron el puchero y bajaron una botella de Arizu, mientras la radio transmitía un programa con Angelillo, el cantaor, y Pepe Arias y sus monólogos.
Apenas terminaron de comer la aldaba volvió a sonar, esta vez con decisión, como entrando en confianza. Horacio abrió la puerta: era Agustín, quien plantado como un mástil y la nuez de adán paseándose por el garguero, le preguntó dónde estaba Lucía.

Se quedaron hablando en la puerta, ella parada sobre el escaloncito y él en la vereda. El gaita, en un gesto republicano, se dirigió a ambos y con voz algo seca les dijo:
–Si quieren hablar pues vayan a la cocina, o aquí en el patio, que ahora se acabó la lluvia.
Un rato después Lucía le preguntó al padre si podían dar una vuelta hasta la plaza Irlanda. El viejo respiró hondo, y cuando pensaron que los iba a fulminar, les dijo sin finura:
–Vayan. ¡Pero sin hacer porquerías por ahí! ¿Me han entendido?
Se fueron caminando tomados de la mano. El tanito desgarbado y la galleguita espigada se evanescieron entre las sombras crepuculares que tiznaban el entorno de la plaza Irlanda. Las dos siluetas, mientras tanto, enhebraban ese amor adolescente que juraban eterno.
La barrita los veía pasar, y, desde entonces, la bronca los angulaba entre los celos y la envidia. Lucía, la galleguita Lucía, la quimera imposible los había traicionado. Algunos filosofaban: Nacimos un poco tarde. ¿No nos podías esperar, galleguita? Después hubieses elegido al mejor, pero por lo menos a uno de la barra. Andá, andá a joder con extraños. Luego te vas a arrepentir. ¿Sabés cuánto que te queremos, eh, Lucía? ¿Sabés?
A la larga, los pibes se las tomaban del barrio. En aquellos años los laburantes eran como gitanos y la familia una pequeña tribu nómade. Los viejos tomaban decisiones. ¿Y qué? ¿Le iban a preguntar a sus párvulos? En esa infancia pobretona los proles no tenían vivienda propia, y los hijos no tenían ni voz ni voto.
Algunas de las familias, emigradas desde Boedo, Almagro o Floresta, anclaron algún tiempo en Caballito y luego siguieron camino con el camión de mudanzas rumbo a calles y barrios nuevos que la pibada no querría amar. Caballito se les había metido en el caracú. Lucía y la barra se extraviaron entre recuerdos difusos que cada uno cargaba en la maleta de su vida. Pero nunca ya podrían borrarlos.

Años después, alguien de la antigua barra fue a cenar una noche al Rancho Grande, un restorán de Caballito situado en las diez esquinas, frente al Cid Campeador. Entonces la vio, regordeta, con varios hijos y el marido –un jetón desconocido–, ocupando una mesa. Reconoció su cara pálida y hermosa como virgen de estampita, y recordó a otra Lucía, la galleguita adolescente e inolvidable. Prefirió irse al mazo y rescatarla sin rasguños; recobrar en silencio ese cacho de su niñez  ·

1) APA: siglas de la Asociación Psicoanalítica Argentina

10 comentarios:


  1. Profe Andrés. Siempre "como instalado en el palco del corso de Avenida Gaona",allí donde la enorme iglesia se enfrenta con la plaza. Siempre en nuestra Buenos Aires. Gracias por "Lucía baila el tango", que por donde la pesco y la leo me hace preferirlo más, porque es un hermoso cuento. Hoy,aprovecho a enviarle un saludo especial, ya que en esta patria suya, es el día del padre. Comercial, pero habitual. Un abrazo por esa paternidad que ostenta con tanto honor. Un abrazo.
    Sonia

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  2. El rescate de un pasado donde arraigaron nuestros padres florece en la galleguita Lucía, musa vital de melancólicos bohemios, que gracias a tu recuerdo nos perfuma el alma. Gracias por este relato tan sentido.Celia.

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  3. Novela de cuento tantas veces al deleite. Un paseo por ese “cacho de infancia” tras “la barra chaplinesca”, el viejo quejoso de “corazón propenso al arrugue”, Caballito…en aras de un tiempo que va desde el piberío a la adultez. Encantador marco para la pintura de amor entre “la galleguita Lucia” y el “tanito desgarbado”.
    Por tu modo de decir, espiamos ese éxtasis de pubertad nacido de los “canallitas que te ponen el vicio entre las piernas”. Tierno y hondo, hasta “evanescerse” tras la ventana de un bar, igual que manos entrelazadas a las sombras del parque.
    Y en tu estilo de decir haciendo historia: “un social deportivo, guarida de los jovatos jubilados del barrio, abriendo puertas a las milongas del domingo/ los peinados a la brillantina/ la ollita de agua caliente rumbo a la palangana del baño/ las matronas cuchicheando al costado de la pista / las paradas a las puertas del zaguán/ las mudanzas de los nomades inmigrantes / esa infancia pobretona sin voz ni voto para los hijos…” Experto en el racconto riobeño, nos conmovés una vez mas, al sonido de la aldaba que nos sacude la modorrita del “apoliyo siestero”. Placer leerte y releerte, capitán. ElsaJaná.

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  4. Querido:
    Me embrocaste con esta joyita que me hizo sentir en tensión y sin poder respirar mientras lo leía. ¡Qué cariño que tengo por Buenos Aires y por tipos como vos que lo saben palpitar!
    Por desgracia estoy atravesando un bloqueo poético que no me deja arrancar. Tal vez la distancia de aquellos años, o quizá el de no encontrarnos en alguna milonga, o por ahí, alguna mina que me amuró. El malevo Muñoz decía que los que borroneamos a nuestra ciudad en un papel, deberíamos vivir más cerca, así como se juntan los rochos y malvivientes.
    Una abrazo de Juan Disante

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  5. Querido Andrés, pienso que es la distancia la que prolonga, la que da permanencia a los hechos del pasado, la que hace que "borroniemos a nuestra ciudad en un papel", como cita Juan Disante.
    En tu relato observo que Lucía es el "personaje alma" que transforma una narración romántica, en un crudo realismo, nos enfrenta con la realidad de la vida. Un giro maestro. Gracias.
    Un abrazo
    Ofelia

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  6. La inocencia chaplinesca de la barrita de gandules suspirando en silencio por Lucía que florece un paso adelante de las posibilidades del grupo de admiradores, los escenarios del barrio y sus personajes que podemos ver a través de la lupa de un gran escritor que consigue no abandonar el sentimiento pero conservar la distancia de la anécdota que da origen al relato ¡excelente! un abrazo, Carlos Arturo Trinelli

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  7. Pibito : Que maravilla poder ubicarme en ese espacio...creo que eso es precisamente lo que hace un buen escritor , que el lector pueda sentir-se dentro de texto.
    Me encantó . Gracias.

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  8. Escribes, Andrés, y el tiempo se dispara de los relojes, toma otra dimensión ( como el famoso) cuadro de Dalí ), y como no hay medida lo vences trayendo todo al presente. Estamos hechos de tiempo y espacio, y tu escritura es el proceso de la inmortalidad. Por eso no muere, la galleguita de os labios " de fresas silvestres ". La del final es otra.
    Un gran , gran disfrute es leerte.
    Felicitaciones , Andrés. Abrazo.

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  9. "Aves del cielo". Soy Marita Ragozza.

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  10. La galleguita y los gurruminos; las cadencias de otros días más el lenguaje que vibra cuando describe las situaciones, se unieron para atraparme. ¡Qué narración!, digna de un profesional de la escritura y de la vida intensa.
    Gracias, Andrés, por esta lectura, Desde Rosario, un fuerte abrazo
    Betty Badaui

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