Lucía baila el tango
En
las penumbras de esas mañanas sofocantes, cuando el aire quieto
parecía lava que le acariciara la piel irisada, Lucía estremecía el embaldosado
patizambo de las aceras.
Al
irse a yugar a la fábrica de medias de la calle Gaona, sus taquitos resonaban
en las penúltimas sombras de Figueroa, o sobre la mueca sarcástica de
Paramaribo, mientras un tardío bostezo matutino le plisaba la hermosura de las
pálidas mejillas abotargadas, aún, por el sueño insatisfecho.
El
viejo era un gallego laburante de cara ceñuda y cejas tupidas, siempre
quejándose pero de corazón propenso al arrugue. Sobre todo desde que la mujer murió y quedándose viudo con dos hijos a
cargo.
Su viudez y la derrota de los leales en la guerra civil española
le agriaron el carácter. Colgado sobre la pared tenía un inmenso retrato de
Juan Negrín, y en la mesa de luz una foto enmarcada de Dolores Ibarruri, La Pasionaria.
Lucía
era la hermana mayor de Horacio, integrante de la barra de Figueroa. Andaba por
los catorce o quince. Espigada, con cara de virgen de estampita, pálida, ojos
redondos y grandes , llevaba el
cabello renegrido dividido en dos tupidas trenzas.
Fabriquera
jovencita, se deslizaba como un cisne en un lago de aguas
cristalinas, siempre tarareando algún tango chanfleado por la gracia de su voz
adolescente.
Se
ganaba el mango por la suya, hacía la limpieza de la modesta casita en que
vivían el padre, Horacio y ella. Gustaba contemplarse en el espejo, examinar
las suaves tramas de su rostro y vivir el despertar tempestuoso de la edad.
Miradas
codiciosas habían comenzado a marcarla. La galleguita estaba aprendiendo a
contonearse, a llamar la atención, a estimular la fantasía de los mirones del
barrio. La barra chaplinesca dejaba transcurrir su tiempo en juegos
de pibes, el picado de vereda a vereda con la pelota de veinte guitas, el
previsible vigi ladrón, la narración de cuentos verdolagas, o el balero con las
refulgentes tachuelas acorazando la embocadura. Pero también imaginaba....
Imaginaba los encantos previsibles de la Lucía con concupiscencia de masturbadores
precoces y fervorosos.
La
vieron crecer desde que eran gurruminos. Era una adolescente muy bonita, de
ademanes delicados al margen de las rabietas que prestigiaban el clima
familiar. De todas maneras, Lucía fue el ensueño procaz e imposible, la novia
inalcanzable, la minita de abolengo que rompía el cuore de los pequeños quias
en la temprana era de la infancia. Pero la inocencia decrece, sibilinamente.
Con prisa y sin pausa.
Mientras
cuchicheaban pavadas, la veían pasar atractiva e indolente refregándoles su
esbeltez de Afrodita sin darles ni la hora. Y el gallego Horacio, humillado por
esa sugerente contemplación, se transformaba en un hierro al rojo vivo. El
rostro se le congestionaba y gotas hediondas de sudor le bajaban por la frente,
mientras los amenazaba con los puños apretados vociferando: ¡¡Degenerados, si llegan
a decir algo de mi hermana los fajo a todos! No decían –no cuando el gallego
gilún estaba presente–, pero fantaseaban. ¡¡Cuánto que fantaseabn!
En
Paysandú casi esquina Luis Viale había
en esos años una casona con un patio enorme cubierto por una higuera
escalofriante y hiedras trepadoras. Allí, precisamente, funcionaba el Social y
Deportivo Caballito Norte. De deportivo tenía el nombre; y como social, en
realidad era la guarida de los jovatos jubilados del barrio. Los naipes de
esquinas desbastadas entre aquellos garfios proletarios se batían en duelos
estentóreos de truco, escoba de quince y mus.
Tan
enorme, sombreado y larguirucho era ese patio que a los pibes les daba pavura
llegar hasta el fondo tupido, misterioso e imprevisible. Era como la jungla en
la que Tarzán de los Monos se paseaba junto a Jane entre arbustos gigantescos,
saltando de liana en liana mientras Chita y Tantor les resguardaban el lomo.
Era un temor que habían cultivado los viejos con el antológico hombre de la
bolsa, Lucifer y su infierno tenebroso y el desopilante cuco que puso en vereda
a varias generaciones de infantes indomables.
Freud y Piaget no se habían
popularizado aún, la APA ¹ estaba en pelotas y la computación y la
pedagogía eran fantasías siniestras del Astrólogo de Los Siete Locos arltianos.
Y aunque estaban convencidos de que en ese fondo no había fieras con colmillos
chorreando baba sanguinolenta, ni plantas devoradoras, ni hormigas termes, ni
elfos perversos, preferian no arriesgarse…
Los
domingos el Social y Deportivo abría sus puertas cachuzas a la milonga, y el
patio era la pista de baile con la
música de jazz y tango que azotaba al vecindario. Esas noches las pibas más
jóvenes venían con las viejas, los imberbes llegaban en barritas peinados al Brancato
o brillantina –que le daba al pelo ese lustre pringoso, como de aceite para la Singer –, y las parejas
veteranas bailaban arrulladas al compás de tangos y milongas en discos de pasta
de Fresedo, Canaro y Lomuto, y los renovadores Troilo y Pugliese.
Una
tarde, Lucía se animó a pedirle al padre permiso para ir la noche del domingo a
la milonga barrial. El gaita la miró preocupado.
–Un
lugar así no es para ti, Lucía. Los muchachos son todos unos canallitas.
–¿Entonces
tengo que vivir encerrada, sin salir, mirando las cuatro paredes?
–Pero
qué es lo que dices, inconciente. A esos lugares van los canallitas que te
ponen el vicio entre las piernas. ¡¡Qué te parece, Lucía! ¡¡Yo los conozco muy bien! De ninguna manera.
–Pero
papá, las chicas del barrio van acompañadas de las madres. Yo puedo ir con
Rita. Es para pasar el rato: yo trabajo toda la semana, ¿no puedo salir a
divertirme una noche?
–Vé
al cine los domingos por la tarde, pasea con tus amigas o escucha radio, lee
las revistas que te compras. A esos antros viciosos tú no debes ir. ¡¡Olvídate, Lucía! Es por
tu bien, hija, hazme caso, ¡¡escápate de los viciosos de la noche!
Qué
ganas de llorar, en esta tarde gris, canturreaba Lucía la tarde del domingo
mientras sacudía las colchas de las camas, barría el patio con la escoba media
pelada y le pasaba cera a los pisos de madera. Entró en la cocinita, calentó la
pava y le cebó al padre unos mates con espuma . Terca. Muy terca y
compradora la pibita.
El
padre, que no era ningún otario, se sonrió con disimulo tras los bigotes de
prócer de fin de siglo. Finalmente le dijo en un murmullo ininteligible:
–¿En
serio que Rita va con la madre?
El
bagre picó la carnada, pensó Lucía; y de raje, sin perder tiempo, calentó la olla con agua, llevó la
palangana al bañito y comenzó a lavarse.
Acariciaba
con suavidad las intimidades de su cuerpo; y un creciente ardor la inundaba de
placer mientras los dedos retozaban sobre sus senos. Pensó en Agustín, el hermano de su amiga Estela, que la miraba con insistencia cada vez
que iba a comprar al mercadito de los tanos. Y ella a él. El ardor, alentado
con destreza, alcanzó entonces el punto de ebullición. Suspiros y jadeos
acompañaron la sensación arrebatadora de placer.
Secó
su cuerpo, se puso la ropa interior y envuelta en el toallón se encaminó a la
pieza. Se vistió detrás del biombo cuyas rajaduras el padre tapó con papel
engomado. Con fingida ingenuidad el hermano lo corrió. Lucía le estrelló en la
testa un mamporro espectacular. Horacio se retobó aunque optó por retirarse.
Esa
noche Lucía iba a estrenar los zapatos con taco trotter, medias de seda
con ligas, una blusa de escote en V que cerraba debajo del pliegue de los
senos, la pollera tableada y el collar fantasía que compró con parte del
sueldo. A la blusa le dio un tirón de la parte trasera para ocultar el llamativo escote. El lado posterior del cuello quedó levantado. Ya lo acomodaría
más tarde. Le faltaba pasar una prueba decisiva: darse el toque de colorete,
delinear las cejas y pintar sus labios. Decidió suprimir el experimento. Podía
pintarse en la casa de Rita, o incluso en el club. Lo importante, pensó, era
eludir la censura.
La
boca de la muchacha era pequeña, sus labios resaltaban como fresas silvestres,
tenía la nariz con un tenue repingue, y los ojos negros destacaban su efigie de
madona.. Cuando sus trotter cruzaron el portón del Social y Deportivo
taconeando insolentes, causó sensación. La pibada se alborotó contemplando a
esa muñeca de endeveras.
La
madre de Rita se sentó al lado de otras respetables matronas del barrio,
mientras las nenas, de pie en el borde de la pista, esperaban el cabezazo de
los quías de sonrisa babosa.
Él pibe le hizo una seña tan tenue que Lucía ignoró. Se mantuvo erguida, parecìa apàtica... Entonces Agustín, carraspeándose el rubor cetrino que le arañaba las
mejillas, bajó la pera con fuerza. Como un martillazo feroz machacando la
cabeza de una tachuela.
La
parejita bailaba con elegancia de veteranos, en tanto las piernas se enrulaban
en las figuras del doble ocho y la corrida enhebradas con el ritmo de Fresedo
en Cuartito Azul.
El
vicio del pibe, tal como lo supuso el padre, se acomodó en la
entrepierna de la chica, disimulado entre el tableado ordenadito de la pollera
negra. Las dos mejillas adheridas como ventosas, la mano derecha del pibe
aferraba la cintura de Lucía, y la izquierda prendida a la de ella. La nuez de
adán del muchacho bajaba y trepaba con cadencia de milonga, la lengua humedecía
sus labios agrietados y la voz, atascada, no emitía señales. De la piel de
Lucía emanaba tibieza, frescura, un agradable aroma a colonia Atkinson’s. Su
mirada dulce tenía aturdido al muchacho, incapaz de abrir la boca o tomar
alguna decisión. El diálogo fue tan tupido que no les salió ni un mísero
adverbio o un adjetivo solitario.
–¿Vos
sos mudo o estás enfermo? –dijo la muchacha con cándido sarcasmo. Agustín se
sonrió y le ofreció un chicle Adam`s. El fresco de la noche se escurría por la
calidez del ambiente, la mezcolanza de perfumes baratos y el ácido sudor
axilar.
Las
madres de las muchachas se encontraron de pronto haciendo un corrillol, chismoseando sobre los maridos con risas quisquillosas, ponderando
las cualidades de sus nenas y bostezando como descosidas que están por
desarmarse de sueño.
Rita
había cazado a un pibe más flaco que un vermicheli, con unas ondas de
cuarteador, forastero total en Caballito. Resultó ser un pariente de los Millán
que había venido de Junín a pasar las vacaciones en la urbe porteña.
Cerca
de medianoche las caras parecían mascarones estriados por delicadas arrugas.
Atrapados por el embrujo de la milonga, transpirados y ojerosos, el entusiasmo
de los bailarines no cedía. A las doce en punto el animador anunció que la
milonga había terminado. Las luces comenzaron a parpadear y los concurrentes,
felices y algo maltrechos, iniciaron la retirada.
Lucía
y Rita se despidieron de los imberbes
con promesas de un pronto reencuentro. Lucía se quitó los afeites,
enjuagó su cara en la casa de Rita, y la madre la acompañó. Como un centinela
de consigna, el padre abrió la puerta y se acercó. Al verla acompañada por la
mujer se tranquilizó...
Se
tumbó sobre el catre que estaba detrás del biombo. No podía dormirse. En esas
pocas horas Lucía se sintió como la Cenicienta del cuento de Perrault. Este
pibe me flechó. Es la primera vez que me pasa –pensó–. Y qué buena pareja que
hacemos, ¿no? Es un tímido; aunque después se desató bastante. ¿Será amor esto?
La verdad que es un buen pibe, serio, pero pensándolo bien es bastante mano
larga. Bah, como todos: se mueren por toquetear pero me gusta. No puedo
dormirme, ¡¡qué
bronca! Y mañana lunes, otra vez al yugo. ¡Dios mío! ¿Y el viejo? ¡¡Vaya a saber cuándo le
saco otro permiso! Liada, con las manos apretadas entre los muslos, fantaseó
que paseaba por el parque Centenario, Agustín la llevaba del hombro y luego le
rodeaba la cintura. Después la besaba con delicadeza rozando con los dedos sus
mejillas y el cuello. Ella permanecía tendida y abrazada al muchacho. Una
tibieza en aumento fue invadiéndola. Luego la estremeció un sopor agradable.
Sus dedos recorrían la vaina humedecida, y mientras penetraba en un placentero
éxtasis el contínuo manipuleo la llevó a una culminación de gozo y
fantasía. Lucía, ya satisfecha, siguió elucubrando escenas amorosas con el
Tanito sin pensar en el trabajo, las corridas, los mandados, la limpieza, la
cocina, el aburrimiento y la estrechez de la vida proletaria. Finalmente, se
durmió con una sonrisa de madona feliz.
Un
aldabazo solitario astilló el silencio de la tarde del lunes. El padre fue a
ver quién era. Un imberbe con legañas verde oliva le preguntó por Lucía.
–Para
qué la buscas tú. Mira que me resultas cara conocida, chaval.
–Soy
Agustín, el hijo de Morezzano, el carnicero de Paysandú. Lucía hace las compras
en el mercadito de mi viejo... -le dijo mientras un gargajo nercioso le taponaba la garganta.
–Mira
qué bien. Bueno, pero todavía no me has dicho para qué la quieres a Lucía.
–Sí,
este, mire, ayer nos encontramos de casualidad en la milonga y yo bailé con
ella.
–Pues
me alegro, hombre, ¿y qué hay con eso? Hoy es otro día, ¿sabes?
–Señor,
yo quería pedirle su venia e invitarla a dar una vuelta.
–¿Y
quién te dijo a tí que a ella le interesa dar una vuelta contigo, muchacho?
Además, sabes una cosa, Lucía está, ¿cómo es que dicen ustedes? pues está
apoliyando la siesta. Si tienes ánimo vuelve en otro momento. Pero siempre
estando yo, ¿me has comprendido? Y voy a decirte algo más: hoy cocino puchero
de gallina, sabes, con garbanzos, habas, repollo y otros menjunjes. Una
delicia, así que pierdes tu tiempo. Y dime, muchacho, ¿cómo te llamas?
–Agustín,
ya se lo dije, don Juan.
–Epa,
¿de dónde conoces mi nombre?
–Y,
en el barrio se sabe todo, y en el mercadito mucho más, señor.
–Mira,
me estás resultando medio simpático a pesar de que tus padres son tanos, ¿no? Y
seguramente partidarios de los fascistas que anduvieron metiendo sus asquerosas
narices en España. Yo soy de los leales, ¿sabes? Bueno, bueno, ahora vete a tu
casa antes de que te eche. ¡Anda, chaval.
El
cielo se encapotó. Un viento malicioso anunció tormenta y en un tris se
descargó un aguacero. Enero porteño, aguafiestas como siempre. Esa tarde los
gandules de Figueroa le dieron asueto obligado a los juegos. A las cinco en
punto, la iglesia de los Buenos Aires de Gaona y Espinosa aturdió con unas campanadas que
sacudieron a los dormilones. Los ojos tapiados de Lucía lograron entreabrirse,
lo suficiente para que la exhausta milonguita comprendiese que la siesta se
había acabado, y que ese tamborileo sobre el techo de chapa no era el preámbulo
de un malambo sino la lluvia que venía a malograr paseítos al aire libre.
Se
estiró con placer. Desenfundó desde las cobijas una de sus esbeltas piernas
revoleándola en un juego monótono, hasta que decidió plantarse vertical y salir
a disfrutar de la ducha natural. Apareció en la cocina con un bostezo que
exhibió sus rojas amígdalas. El gaita la reprendió mientras probaba el caldo
del puchero. Apoyó la pava en la hornallita. El padre apantallaba los carbones
acarminados y Lucía preparaba el mate bien dulzón.
–Dime,
Lucía, ¿tú conoces a un tal Agustín? –disparó alevoso. La bella despierta se
ruborizó quedándose callada. Parada en la puerta de la cocina, comentó:
–Paró
la lluvia, papá. ¿Qué estás cocinando en esa olla? Humm, huele bien.
El
gaita infló la nariz, y volvió a la carga de Vargas:
–¡Coño! Te he hecho una pregunta, contéstame pues.
–Pero
es el pibe del mercadito, papá, también vos lo conocés. ¡Qué pasa con él!
El
padre le habló de la visita inesperada mientras sus cejas parecían más tupidas
y negras que de costumbre. Lucía se cebó el primer verde de la tarde, y
mientras iba sorbiéndolo distraída el bocho multiplicaba sus revoluciones.
Decidió ir al frente. Le contó al padre una historia aséptica de lo ocurrido en
el baile. Horacio la miraba y le guiñaba el ojo en gesto de complicidad.
Se
mandaron el puchero y bajaron una botella de Arizu, mientras la radio
transmitía un programa con Angelillo, el cantaor, y Pepe Arias y sus monólogos.
Apenas
terminaron de comer la aldaba volvió a sonar, esta vez con decisión, como
entrando en confianza. Horacio abrió la puerta: era Agustín, quien plantado
como un mástil y la nuez de adán paseándose por el garguero, le preguntó dónde
estaba Lucía.
Se
quedaron hablando en la puerta, ella parada sobre el escaloncito y él en la
vereda. El gaita, en un gesto republicano, se dirigió a ambos y con voz algo
seca les dijo:
–Si
quieren hablar pues vayan a la cocina, o aquí en el patio, que ahora se acabó
la lluvia.
Un
rato después Lucía le preguntó al padre si podían dar una vuelta hasta la plaza
Irlanda. El viejo respiró hondo, y cuando pensaron que los iba a fulminar, les
dijo sin finura:
–Vayan.
¡Pero sin hacer porquerías por ahí! ¿Me han entendido?
Se
fueron caminando tomados de la mano. El tanito desgarbado y la galleguita
espigada se evanescieron entre las sombras crepuculares que tiznaban el entorno
de la plaza Irlanda. Las dos siluetas, mientras tanto, enhebraban ese amor
adolescente que juraban eterno.
La
barrita los veía pasar, y, desde entonces, la bronca los angulaba entre los
celos y la envidia. Lucía, la galleguita Lucía, la quimera imposible los había
traicionado. Algunos filosofaban: Nacimos un poco tarde. ¿No nos podías
esperar, galleguita? Después hubieses elegido al mejor, pero por lo menos a uno
de la barra. Andá, andá a joder con extraños. Luego te vas a arrepentir. ¿Sabés
cuánto que te queremos, eh, Lucía? ¿Sabés?
A
la larga, los pibes se las tomaban del barrio. En aquellos años los laburantes
eran como gitanos y la familia una pequeña tribu nómade. Los viejos tomaban
decisiones. ¿Y qué? ¿Le iban a preguntar a sus párvulos? En esa infancia
pobretona los proles no tenían vivienda propia, y los hijos no tenían ni voz ni
voto.
Algunas
de las familias, emigradas desde Boedo, Almagro o Floresta, anclaron algún
tiempo en Caballito y luego siguieron camino con el camión de mudanzas rumbo a
calles y barrios nuevos que la pibada no querría amar. Caballito se les había
metido en el caracú. Lucía y la barra se extraviaron entre recuerdos difusos
que cada uno cargaba en la maleta de su vida. Pero nunca ya podrían borrarlos.
Años
después, alguien de la antigua barra fue a cenar una noche al Rancho Grande, un
restorán de Caballito situado en las diez esquinas, frente al Cid Campeador.
Entonces la vio, regordeta, con varios hijos y el marido –un jetón
desconocido–, ocupando una mesa. Reconoció su cara pálida y hermosa como virgen
de estampita, y recordó a otra Lucía, la galleguita adolescente e inolvidable.
Prefirió irse al mazo y rescatarla sin rasguños; recobrar en silencio ese cacho
de su niñez ·
1) APA: siglas de la Asociación Psicoanalítica
Argentina
ResponderEliminarProfe Andrés. Siempre "como instalado en el palco del corso de Avenida Gaona",allí donde la enorme iglesia se enfrenta con la plaza. Siempre en nuestra Buenos Aires. Gracias por "Lucía baila el tango", que por donde la pesco y la leo me hace preferirlo más, porque es un hermoso cuento. Hoy,aprovecho a enviarle un saludo especial, ya que en esta patria suya, es el día del padre. Comercial, pero habitual. Un abrazo por esa paternidad que ostenta con tanto honor. Un abrazo.
Sonia
El rescate de un pasado donde arraigaron nuestros padres florece en la galleguita Lucía, musa vital de melancólicos bohemios, que gracias a tu recuerdo nos perfuma el alma. Gracias por este relato tan sentido.Celia.
ResponderEliminarNovela de cuento tantas veces al deleite. Un paseo por ese “cacho de infancia” tras “la barra chaplinesca”, el viejo quejoso de “corazón propenso al arrugue”, Caballito…en aras de un tiempo que va desde el piberío a la adultez. Encantador marco para la pintura de amor entre “la galleguita Lucia” y el “tanito desgarbado”.
ResponderEliminarPor tu modo de decir, espiamos ese éxtasis de pubertad nacido de los “canallitas que te ponen el vicio entre las piernas”. Tierno y hondo, hasta “evanescerse” tras la ventana de un bar, igual que manos entrelazadas a las sombras del parque.
Y en tu estilo de decir haciendo historia: “un social deportivo, guarida de los jovatos jubilados del barrio, abriendo puertas a las milongas del domingo/ los peinados a la brillantina/ la ollita de agua caliente rumbo a la palangana del baño/ las matronas cuchicheando al costado de la pista / las paradas a las puertas del zaguán/ las mudanzas de los nomades inmigrantes / esa infancia pobretona sin voz ni voto para los hijos…” Experto en el racconto riobeño, nos conmovés una vez mas, al sonido de la aldaba que nos sacude la modorrita del “apoliyo siestero”. Placer leerte y releerte, capitán. ElsaJaná.
Querido:
ResponderEliminarMe embrocaste con esta joyita que me hizo sentir en tensión y sin poder respirar mientras lo leía. ¡Qué cariño que tengo por Buenos Aires y por tipos como vos que lo saben palpitar!
Por desgracia estoy atravesando un bloqueo poético que no me deja arrancar. Tal vez la distancia de aquellos años, o quizá el de no encontrarnos en alguna milonga, o por ahí, alguna mina que me amuró. El malevo Muñoz decía que los que borroneamos a nuestra ciudad en un papel, deberíamos vivir más cerca, así como se juntan los rochos y malvivientes.
Una abrazo de Juan Disante
Querido Andrés, pienso que es la distancia la que prolonga, la que da permanencia a los hechos del pasado, la que hace que "borroniemos a nuestra ciudad en un papel", como cita Juan Disante.
ResponderEliminarEn tu relato observo que Lucía es el "personaje alma" que transforma una narración romántica, en un crudo realismo, nos enfrenta con la realidad de la vida. Un giro maestro. Gracias.
Un abrazo
Ofelia
La inocencia chaplinesca de la barrita de gandules suspirando en silencio por Lucía que florece un paso adelante de las posibilidades del grupo de admiradores, los escenarios del barrio y sus personajes que podemos ver a través de la lupa de un gran escritor que consigue no abandonar el sentimiento pero conservar la distancia de la anécdota que da origen al relato ¡excelente! un abrazo, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarPibito : Que maravilla poder ubicarme en ese espacio...creo que eso es precisamente lo que hace un buen escritor , que el lector pueda sentir-se dentro de texto.
ResponderEliminarMe encantó . Gracias.
Escribes, Andrés, y el tiempo se dispara de los relojes, toma otra dimensión ( como el famoso) cuadro de Dalí ), y como no hay medida lo vences trayendo todo al presente. Estamos hechos de tiempo y espacio, y tu escritura es el proceso de la inmortalidad. Por eso no muere, la galleguita de os labios " de fresas silvestres ". La del final es otra.
ResponderEliminarUn gran , gran disfrute es leerte.
Felicitaciones , Andrés. Abrazo.
"Aves del cielo". Soy Marita Ragozza.
ResponderEliminarLa galleguita y los gurruminos; las cadencias de otros días más el lenguaje que vibra cuando describe las situaciones, se unieron para atraparme. ¡Qué narración!, digna de un profesional de la escritura y de la vida intensa.
ResponderEliminarGracias, Andrés, por esta lectura, Desde Rosario, un fuerte abrazo
Betty Badaui