EL
OSEZNO SOVIÉTICO
Creo, si mal no recuerdo, que era la época de Videla y el tema del envío
de trigo a la ex Unión Soviética y el Partido Comunista vernáculo que pintaba
consignas que incitaban a la convergencia cívico-militar.
Francisco era un cuadro del PC que trabajaba en una cooperativa de
ahorro y préstamo y como yo trabajaba de chofer de colectivo en una cooperativa obrera de transporte nuestros
destinos se cruzaron.
Francisco Reyes, ese decía que era su apellido, era un morocho fornido y
ex campesino según aseguraba haber sido con esa épica tan de comunista
argentino.
En la medida que ganó confianza comenzó a viajar conmigo en el pozo y me ayudaba con los vueltos,
acomodaba los billetes y me entretenía con sus charlas que no abandonaban la
pretensión de adoctrinarme. Todo ese paraíso del hombre en la Tierra no me
convencía, no con fundamentos sino de empecinado nomás y de haber escuchado a
mi padre como los comunistas se habían aliado con la derecha en la Unión
Democrática y marchado del brazo con el embajador norteamericano en contra de
Perón y el incipiente peronismo. Entonces, escapaba de las conversaciones
diciéndole que no entendía nada de política pero que era peronista.
A veces, pensaba que su interés en mi pasaba por otro lado, todo bien,
pero eso no me interesaba, hasta que un día se animó y me hizo una proposición
concreta. Al día de hoy, después de más de treinta años, no sé si en el fondo
pensaba que yo era un pelotudo. En espera de mi respuesta o para matizar la
espera me invitó a asistir a una función del Circo de Moscú que estaba de paso
por Buenos Aires con su principal atracción, los osos amaestrados.
Reyes disponía de plateas de cortesía, no me lo dijo pero yo supuse que
era por su condición de comunista calificado. Cuando salimos fuimos a cenar y
gastamos parte de la cena en comentar el espectáculo y la habilidad soviética
en el entrenamiento de los osos y en general la disciplina del hombre nuevo y el estímulo al aprendizaje
que incluía a las propias bestias. Cuando llegó la cuestión de fondo y sin
dudar le dije que no aceptaba la propuesta. Noté que su aplomo se desmoronaba
y, en un principio confundido y después ofuscado volvió a argumentar que el
trabajo propuesto, que al fin de eso se trataba, era más que digno en la
coyuntura que atravesaba el país, además
yo le había dicho que estaba cansado de dar vueltas y vueltas en el bondi para redondear un salario. El
trabajo que me ofrecía era sencillo solo debía estar en un sitio predeterminado
donde se grababan conversaciones telefónicas de ciertas personas que solo en
algunos casos debía escuchar y anotar horarios fechas e interlocutores, para el
común estaba la grabadora. Podría acceder a un retiro temprano y a las prebendas
que significaba pertenecer a los servicios de inteligencia. Inteligencia me
faltaría si me hiciera buchón creo que le respondí y agregué que prefería
seguir como chofer. Lo que siguió fue el silencio. Llamó al mozo, pagó y nos
fuimos. En la calle se excusó y comenzó a caminar por Corrientes en dirección a
Callao y yo lo hice en forma inversa. No lo vi más.
Pasaron unos días iguales a otros con esa facilidad que tienen los días
en parecerse cuando se trabajan doce horas.
Un día, a la espera de tomar servicio leo en el diario la noticia de un
secuestro en el circo de Moscú, un grupo de encapuchados había golpeado al
cuidador de los osos y habían secuestrado a un osezno de tres meses. El circo
había realizado la denuncia y la embajada de la U.R.S.S. presentado una queja
al gobierno. El circo siguió viaje hacia otros países y dejó aquí un grupo de
directivos para negociar un supuesto rescate con los secuestradores. Al poco
tiempo la noticia fue perdiendo espacio hasta que no se supo más nada. Uno de
los dueños del colectivo que yo manejaba me dio a entender, con las reservas
del caso, que los milicos no sabían más a quién secuestrar.
La situación siguió de mal en peor. No pasaba un día sin que retenes del
ejército pararan al colectivo y sometieran al bochorno de hacer descender al
pasaje interrogarlos, palparlos, revisarles las pertenencias y mantenerlos en
capciosos interrogatorios con las manos apoyadas en la carrocería del
colectivo. Dos cosas reflexioné, una, era imposible cumplir los horarios, otra,
no se agudizaban las contradicciones y el pueblo no se levantaba en armas
contra la dictadura. Es más, sobrevolaba una idea que se convertiría en idea
madre: por algo será.
Fue en el transcurrir de esas semanas que volví a ver a Francisco Reyes.
Era una noche en que el otoño anticipaba el invierno que se cernía sobre la
ciudad. El rocío brillaba en el lomo de los adoquines de la avenida por donde
el Bedford se deslizaba con un jadeo de gasolero
fatigado. Lo reconocí de lejos en la parada. Detuve el colectivo, sin subir me
preguntó cuándo terminaba el servicio porque tenía necesidad de hablar conmigo
algo importante. Pensé que no era mi día de suerte debía manejar hasta las
cuatro de la mañana y ninguna gana me quedaría de hablar. Con la impaciencia de
algunos trasnochados pasajeros dispersos en el colectivo aseguró que me
aguardaría en la terminal.
Cuando llegué pasadas las cuatro por un momento creí que no había venido
pero enseguida lo vi en la casilla de control. Al entrar con mi boletera y el
monedero en las manos se abalanzó sobre mí para abrazarme. Entregué la planilla
y salimos, traspasamos el portón y desde un auto acurrucado en la noche nos
hicieron señas con las luces. Era un Ford Falcon con dos hombres en el
interior. Nos sentamos atrás. Reyes les dijo a los ocupantes que yo era un
amigo y futuro compañero de trabajo. Notó un gesto en mí que anticipaba una
desmentida y lo acalló con un apretón de su mano sobre mi pierna. El hombre que
no estaba al volante mostró su perfil para un saludo desganado. El conductor
cabeceó con los ojos enmarcados como en un antifaz en el espejo retrovisor,
luego puso el auto en marcha.
Reyes me pidió paciencia y confianza para sugerirme que me cubriera la
cabeza con una capucha de lona y uno de los hombres agregó que después pusiera
mi cabeza sobre mis rodillas. Tuve miedo, miedo al sigilo, a la oscuridad, al
silencio ingrávido. Imaginé a los hombres que se comunicarían por señas y el
miedo incluyó a la muerte. Cada tanto Reyes me palmeaba la espalda en un
intento absurdo por darme ánimo, hasta que anunció que habíamos llegado y que
no levantara la cabeza. Uno de los hombres se apeó e intuí que era el
acompañante. Enseguida escuché un ruido a encierro que cedía y el auto avanzó
por un piso desparejo y al tardar en detenerse supe que entrábamos en un lugar
amplio. Me ayudaron a bajar y me di cuenta que nos hallábamos a la intemperie.
Reyes me tomó de un brazo y entramos a cubierto. Alguien me quitó la capucha y
a la luz de unos tubos me reencontré con Reyes en lo que parecía ser una cocina
abandonada.
Nos sentamos a una mesa cubierta con un mantel de hule. Los otros
hombres no estaban pero se oían ruidos en una habitación separada por una
puerta de maderas desencajadas. Reyes preparó café, lo bebí incómodo bajo su
mirada arrobada. Enseguida me participó el objeto de aquél encuentro: el Plan Ursus.
Se suponía que yo preguntara, sin embargo, todavía me hallaba en una
mezcla de confusión y rechazo, no hacia él y quizá tampoco por la situación sino
por mi y mi absurda connivencia. Lo que supuso mi desinterés hizo que me
pidiera que lo acompañara. Abrió la puerta desvencijada y vi a tres hombres que
jugaban a los naipes envueltos en volutas de humo y alumbrados por una luz
decadente que los tornaba más sombríos. También vi armas largas en reposo
contra una pared. Salimos por otra puerta lateral y transitamos un pasillo en
penumbras. Unas ventanas altas permitían que la oscuridad apenas se alumbrara
con las luces de la calle. El sitio semejaba una fábrica abandonada. Llegamos hasta una
puerta herrumbrada. Reyes accionó un interruptor y una luz se reflejó en mis pies a través del
intersticio formado entre la puerta y el suelo. Como si estuviéramos a la
puerta de un calabozo Reyes abrió una mirilla y me instó a mirar. Dentro, en un
espacio desnudo, en un rincón, dormía un oso.
Escuché el tintineo de unas llaves y abrió un candado, con esfuerzo
deslizó un cerrojo, apoyó una de las manos en mi espalda y entramos. Un olor de
zoológico lo invadía todo. El oso se sentó y comprobé que de un collar en su
cuello pendía una cadena amurada al muro que limitaba su movilidad. Me conmovió
la mirada de desamparo del animal como si estuviera a punto de llorar.
Reyes me explicó que lo había rebautizado Evaristo y que era el osezno
del circo de Moscú, Iván, hijo de Sofía. El Plan Ursus era su invención y
consistiría en usar al oso para interrogar prisioneros para ello lo estaba
adiestrando. En realidad, Evaristo, solo intimidaría al interrogado que estaría
sentado a una distancia a la que no podría acceder. Pero en la medida en que
las respuestas fueran equívocas o no las hubiera el prisionero iría siendo
acercado hasta que el oso pudiera
convencerlo. En tanto Reyes hablaba revoleaba sus manos como aspas y abría
los ojos de manera desmesurada como si sus argumentos lo asombraran, el animal
se incorporó y gruñó con un ronquido profundo. Reyes buscó en el bolsillo del
sobretodo y extrajo una manzana que hizo rodar hacia el oso quien primero la
hociqueó y la hizo desaparecer en un bocado.
Salimos, me preguntó qué pensaba. Yo, si hubiera tenido algo de dignidad
lo hubiera dicho pero me encogí de hombros y creo que le dije que tuviera
cuidado. Después les ordenó a los hombres que me acercaran a mi casa y él se quedó
para continuar con el entrenamiento del nuevo inquisidor, el oso Evaristo.
Repetimos el truco de la capucha y sin hablar en un viaje que pareció
más lento que lo previsible me bajé a unas cuadras de mi casa. El cielo todavía
estaba vestido de noche.
Era el mes de diciembre, el calor agobiaba, se avecinaban las fiestas,
estaba en un bar en uno de mis pocos días libres y leí en el diario: Se aclaró el secuestro del osezno soviético.
Un hombre llamado Francisco Reyes empleado en una cooperativa de ahorro y
préstamo fue el presunto autor del secuestro y mantenía cautivo al animal en
una quinta de la localidad de Del Viso El oso fue rescatado por personal especializado del Zoo porteño, lugar
que será su morada hasta que las autoridades de la Unión Soviética decidan
repatriarlo. El tal Reyes fue despedazado por el oso. Los vecinos…
Cerré el diario, pagué el café y me fui a disfrutar de mi día libre al
zoológico.
¡Que excelente tu escritura!Bueno de pe a pa. Y
ResponderEliminarde verdad, me alegré con el final. Terrorífico el tal Reyes.Felicitaciones Trinelli.
Graciela U.
Cómo anda Maestro! otra entrega que hace que el lector se entretenga, se intrigue.se alegre y se sorprenda.
ResponderEliminarArturo querido, va un abrazo
Lily Chavez
A la luz de la historia, hoy muy alejados de esa década, da risa que la URSS fuera caracterizada en la guerra fría como "el oso soviético". Pero bueno, eso no quita que el dulce osito de tu cuento pueda haber destrozado a una sola persona cuando el Gran Oso destrozaba a miles. Tema para mi inesperado viniendo de Arturo, pero me encontan las sorpresas.
ResponderEliminarEl humor excelente, pero las historias de aquellos tiempos contemporáneas a mi vida me recuerdan el sectarismo, los pensamientos utópicos y rígidos de los muchachos codovillistas, que siempre "tenían razón" flotando sobre una realidad inexistente y fantasiosa.
ResponderEliminarandrés
Un cuento genial Don Trinelli. Es un placer leer sus textos. Yo tube un idealista, que como Reyes, me contaba sueños muy lindos. No quiso o no pudo quemar sus libros y en el 76 un oso con uniforme (tal cual una manzana) tambien se lo comió de un bocado...
ResponderEliminarRoberto
No se quien me gusta mas ...o menos ...si reyes o el oso. saludos y mi afecto.
ResponderEliminarUn cuento extraño , pienso yo, para la pluma de Trinelli, donde hay escenas oscuras y fuertes que se contraponen con la ternura de un pequeño osito amaestrado.
ResponderEliminarAsombro me causa porque dice mucho más que lo contado y nos remite a una actualidad no tan lejana.
Felicitaciones Carlos por animarse - y lograrlo -al introducir nueva temática.
Saludos afectuosos.
MARITA RAGOZZA