Bajo la autopista
El negro
Malfatti tenía el moco del bigote completamente congelado. Se frotaba las manos
y se las ponía bajo los sobacos buscando conservar un poco el calor. Tenía toda
su provisión de porquerías en un carrito de supermercado, que supervisaba con
nervioso temple. En el carrito tenía algunas bolsas con ropa, unas escobas
totalmente gastadas, pedazos de metal incomprensibles y dos ollas negras y
abolladas. Sería imposible intentar adivinar qué es lo que esos latones
formaron alguna vez. Había un sin fin de bolsas de residuo negras que abultaban
la panza del carrito. El negro Malfatti vestía un saco negro, raído por las
veredas y por el tiempo; y un pantalón a cuadros, arremangado a la altura de
las pantorrillas. Tenía los tobillos cubiertos por unas medias de algodón
comidas por las polillas y en los pies calzaba unos mocasines de cuero negro.
Sobre el
carrito, la autopista y, sobre el negro Malfatti, un perrito con unas manchas
enfermas cerca de su cola, que temblaba como las hojas amarillentas de los
árboles. Aguante un poco más Chatito, aguante que prendo un fuego y no se caga
más de frío.
En una pequeña
latita, el negro tiró unos pedacitos de tela que saco de una de las bolsas de
residuo, volcó un chorrito de alcohol y tiró la colilla del cigarro que estaba
fumando. La lata brilló. Tomó un trago de alcohol puro y sus entrañas se
calentaron en un instante. Fuego. El perrito se acurrucó cerca de la llamita y
dejó de temblar.
En ese fueguito
casi inexistente, Malfatti calentaba una ración de lentejas en conserva que
devoraba con ciego apetito, y de tanto en tanto, convidaba al perrito que lamía
la cucharita con avidez.
Acercó sus manos
heladas a las últimas brasas que titilaban en un naranja que se moría y fue en
ese instante en que oyó, sobre la autopista, el chillido de las gomas de un
automóvil. Desde siempre, desde que vivía en la calle, había analizado con
frecuencia estos sonidos y supo que, después de esas violentas frenadas, se
encadenarían sonidos aun más oscuros.
Supo, desde
antes que ocurriese, que un auto beige intentaría evitar el choque y que no lo
lograría, que pegaría con su trompa sobre las luces traseras de un Ford recién
sacado de la concesionaria. Y supo que el conductor de un tercer auto, un sedan
familiar blanco, buscando evitar la colisión, daría un volantazo. Lo que
Malfatti nunca supo fue que ese tercer auto atravesaría el guardaraíl de la
autopista, que sobrevolaría su cabeza de nube y que caería a unos quince metros
de donde engullía esas pocas legumbres completamente muerto de frío.
El golpe de
aquel bólido sobre los adoquines de la calle Veinticuatro de Noviembre fue
estridente y latoso. Las piezas metálicas del auto se doblaron como los
cacharros que juntaba Malfatti en su carrito de supermercado. El auto rebotó en
varias oportunidades contra la dureza del piso y fue a terminar su aérea
carrera contra el paredón de un colegio de enseñanzas religiosas, quedando con
sus ruedas aún girando y apuntando hacia el cielo. Un par de tuercas y unas
chapitas volaron cerca de él y las guardó en uno de sus bolsillos. El Chatito
ladraba sin parar, seguía temblando y corría nervioso entre los mocasines de
cuero agujereados. El viento terminó por apagar las brasas de su latita.
En pocos
segundos, se formó una mancha enorme y negra de aceite caliente en el piso.
Malfatti se agachó e intentó mirar por la ventanilla pero dentro había una nube
de humo blanco y espeso que lo nublaba todo. Solo alcanzó a verificar que había
sangre, no tanta, pensó, como creía que habría en este tipo de accidentes. Y un
enjambre de cuerpos y articulaciones que serpenteaban lentamente entre el techo
y el apoya-cabezas. El negro Malfatti hizo el cálculo matemático y estimó la
fuerza del golpe: la velocidad del bólido, el ángulo de caída, las
consecuencias del golpe contra el paredón. La consecuencia de aquella caída no
podía ser otra que la muerte de los pasajeros del vehículo. Hubo un chispazo. Y
después otro. Y la mancha de aceite se encendió. Enzo Malfatti estaba ahí
parado, a escasos metros de la chatarra incandescente, observando el fuego,
contemplando las lenguas del color del sol, a unos metros nada más. De alguna
forma, Malfatti se sentía protegido. Se sentía paralizado e incapaz de
acercarse a ayudar a esa pobre gente que estaba incinerándose. Se preguntaba
una y otra vez quiénes serían esas personas que se retorcían entre el hierro
caliente, el humo y el olor a aceite. Y la respuesta lo sorprendía todas las
veces: eran ellos, los mismos que pasaban cada mañana delante de él, que lo
relojeaban con ese superficial respeto cuando les pedía esa moneda que
necesitaba para comer. Cómo podía ser, se preguntaba, que no lo vieran morirse
de hambre, que no notarán sus costillas ni su piel pegada al hueso. Ellos estaban
en el fuego y Enzo simulaba el mismo respeto ciego que le regalaban todos los
días en el cordón de la vereda. Mientras contemplaba la aleatoria inestabilidad
de lo naranja, calentando sus mejillas en una noche tan fría de invierno, le
susurró al Chatito que el infierno no estaba tan lejos. Los veía sufrir y sin
embargo no era capaz de ir en su socorro. Aguzó su vista, entrecerrando las
pestañas, intentando hacer foco en la ventana y los veía luchar, golpear el
vidrio y patear las puertas. Nada cedía. Mucho menos el fuego que a cada gota
de aceite se hacía más incandescente.
Se acercó unos
pasos hacia aquella bola informe de llamas y el calor lo sorprendió sobre el
pecho. El chatito se alejó unos pasos de sus mocasines, mordió unos pedacitos
de metal y se los dejó a los pies llenos de baba. El negro Malfatti los tomó y
estimó su peso, para luego morderlos y comprobar, si es que acaso sus dientes
pudiesen hacerlo, la composición química de los mismos. Eran buenos,
pensó y se los llevó al bolsillo. Por primera vez, observó que sobre los
adoquines de la calle Veinticuatro de Noviembre se encontraban desparramados
miles de pedacitos de chapa. Mientras el fuego ardía, el Negro Malfatti
rellenaba sus bolsillos de lata y de plomo y, cuando ya no cupieron más en
aquellos compartimentos, fue a buscar una de sus tantas bolsas de residuo negra
de su carrito de porquerías. Y allí, comenzó a volcar todas las piezas de su
bolsillo y todas las que su perro depositaba, húmedas, a sus pies. Siete pesos
sacaría con esos kilos de chapa, e imaginó el vinito que se tomaría, uno blanco,
dulce y en envase de cartón. Y un par de sándwiches de fiambrín.
Sacó del
bolsillo pectoral izquierdo de su saco sucio, una colilla que conservaba la
marca de la suela de la zapatilla que la había pisado. Se acercó con pasos
lentos y la encendió con las brasas del vehículo estrellado y exhalando el humo
cantó con su voz ronca, fijate de que lado de la mecha te encontrás,
con tanto humo, el bello fiero fuego no se ve… Y mientras se alejaba,
empujando su carrito de supermercado con una bolsa más de metal para cambiar,
con el chatito corriendo entre sus pies, oía la sirena de los bomberos
aproximarse a toda velocidad. O quizás de la policía, pensó. O quizás de la
morgue. ■
Yair, qué buen relato. Detallado, minuciosamente real, me parecía estar viéndolo todo. Me gustó tu forma de decir algunas cosas: su cabeza de nube, "esas manchas enfermas cerca de la cola" y el contenido me invitó a más de una reflexión, el personaje principal se movió dentro de parámetros que le dictó su corazón, su vida pero? es así como actuarían todos? basta con ese superficial respeto con que lo relojeaban cada día para no ayudar, para no reaccionar como humanamente se espera? La verdad que me pareció super interesante. Felicitaciones!
ResponderEliminarEl relato buenísimo, metáforas no caen en lo trillado, en el lugar común. Con respecto a la moraleja, no abro juicio. Es un relato, eso fue lo que pasó, no es así? Quién puede juzgar?
ResponderEliminarSin analizar ni abrir juicio leer el estilo de Yair Magrido es refrescante y abre la sed de otras historias.
ResponderEliminarCelmiro Koryto
Muy bueno!! Me gustó! Excelentes descripciones. Metáforas impecables!!
ResponderEliminargracias!!!
Testigo involuntario del accidente el personaje no reacciona compenetrado en resistir su propia tragedia. Un relato duro como la realidad, muy bueno, Carlos Arturo Trinelli
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