Nació el 6 de enero de 1867
en Lota, ciudad minera del sur de Chile. Hijo de José Nazario Lillo Mendoza y
Mercedes Figueroa. En los primeros años de su vida, Baldomero tuvo la
influencia de su padre, quien se desempeñó en actividades de capataz o jefe de
cuadrilla en las minas de carbón. Bajo su influencia Baldomero Lillo pasó a ser
empleado subalterno en una de las pulperías de la Compañía minera. Allí,
debido a su trabajo, pudo disponer de tiempo para leer toda la literatura que
cayera en sus manos.
En Santiago, fue funcionario administrativo dela Universidad de Chile,
prosiguiendo sus lecturas, se vinculó con otros escritores en la Colonia Tolstoiana ,
como Fernando Santiván y, tras una fugaz incursión en la poesía, publicó los
libros de cuentos Sub Terra (1904) y Sub Sole (1907), de corte naturalista.
Los ocho cuentos que forman Sub Terra entregan un
panorama desolador. Hombres aniquilados por la servidumbre del trabajo, se
muestran empeñados en cumplir tareas que no les interesan, sólo les preocupa el
dinero para llevar a los hogares. Por sus páginas desfilan inválidos, huérfanos
y viudas, que forman parte del mundo brutal y agotador de las minas de carbón.
La publicación de Sub Terra trajo mayor preocupación por el tema social de los mineros
y de las industrias, donde correspondía realizar una urgente intervención del
Estado para mejorar las condiciones de trabajo de estos sectores. Baldomero Lillo falleció el 23 de septiembre de 1923
En Santiago, fue funcionario administrativo de
La compuerta número 12
Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su
padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía
una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya
negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban
con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa
rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del
agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían
prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la
penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable
de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los
pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de
hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la
entrada de la galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se
internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de
la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero
erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por
gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad
profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una
especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín,
colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia
la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado
delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones
en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro
surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una
mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con
voz llena de sumisión y de respeto:
-Señor, aquí traigo el
chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada
el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil
inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como
de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido
por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida
a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado,
como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes
galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se
suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel
examen fijaba en él una ansiosa mirada:
-¡Hombre! Este
muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues debías tener
lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por
algún tiempo.
-Señor -balbuceó la
voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos
seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe
ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus
mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en
un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el
capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de
él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyose un
rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la
puerta.
-Juan -exclamó el
hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado- lleva este chico a la compuerta
número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por
la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a
murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:
-He visto que en la
última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que
se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso
darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.
Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo
despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus
pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos
hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de
evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que
sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más
atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el
pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas
contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su
decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero
que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de
la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas
mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla
furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas
generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la
tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy
pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega
madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los
músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de
la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto
de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y
reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil
partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a
pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la
ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus
tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y
en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se
destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era
un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre
las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que
traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos
abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos
tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del
desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del
lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas
interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado
por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil
movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende
una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la
cobardía humanos.
Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo
por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya
techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y
lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura
del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no
acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa.
Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta
número doce.
-Aquí es -dijo el
guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de
madera incrustado en una roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de
las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban
entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino,
contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí
algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y
empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la
abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que
temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano
por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había
demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por
aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale
a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse
una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su
inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo
de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron
su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el
chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía
retumbar el suelo.
-¡Es la corrida!
-exclamaron a un tiempo los dos hombres.
-Pronto, Pablo -dijo
el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto
cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas
efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido
delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un
portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a
hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá
arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las
mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un
camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a
entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues
había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo;
que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la
faena regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda
respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se
había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que
tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por
un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus
hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las
afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!" quejumbroso y lleno
de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el "¡vamos,
padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo
minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes,
levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era
todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su
ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos
y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja
comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que
tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que
idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un
deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba
del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos
parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo
y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a
germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y
de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja
experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al
que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y
gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y
en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría
jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían
raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso
habían nacido.
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura
una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo
ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en
un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel
hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos
penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para
arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas
sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna
víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera
el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad
de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos
tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo
flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y
tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las
entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la
galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo
clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:
-¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el
doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la
vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el
mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como
espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en
aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban
entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la
vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza,
hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse
al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la
brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro
que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero:
hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de
libertad. ■
El capitalismo salvaje al desnudo, recordé la novela Germinal de Zola, muy bueno, Carlos Arturo Trinelli
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