Utilidad
Como en un mecedor el gesto oscila. Se acerca y aleja de
la ventana hasta quedar detenido en la blandura de la tarde. Los pies acompañan
en el mismo sentido y secuencia las variantes de un ángulo que lentamente va
perdiendo su abertura. Sin voluntad los ojos del hombre parecen seguir con
asombro, por sobre la boca rebosada de espuma, esa suerte de coreografía
conferida a la penumbra de la sala por la sombra pendular. Péndola que a medida
que aminora su vaivén avanza hacia la oscuridad total. El gesto en cuestión
entraña una mezcla de sonrisa encurtida y de grito que nunca sabrá de su eco.
Como si algo, superior a su ser, se le hubiera atascado entre el paladar y la
desinhibida lengua.
Amparo, sucintamente y evitando esos ojos, recorrió entre
el pesar y el vértigo secuencias de su vida. Unas, dulces secuencias; las más,
pasajes amargos. Hacía una semana la vida le había regalado su año número
setenta y cinco. Los cuales se resumían en ocho de viudez, cuarenta y siete de
un matrimonio en cierta forma feliz, y veinte años repartidos entre una niñez
muy pobre y una juventud desojando privaciones. Crió dos hijos. A Isabel, la
primogénita, se la desvaneció la dictadura y Lucas, llevaba décadas zozobrando
en ese cuerpo adulto jugando entre el psiquiátrico y el hogar. Desde que tiene
memoria es ama de casa y costurera, en los inicios en grado de ayudante. Hacía
pequeños arreglos en ropas que no ajustaban del todo al cuerpo de quienes las
compraban o recibían: un dobladillo por acá, una sisa por allá; un zurcido
otrora casi invisible, pegar botones, abrir ojales. Muy de tanto en tanto le
encargaban confeccionar una prenda.
Donato trabajó hasta jubilarse en la compañía del agua.
Pero debió seguir con las changas de jardinería hasta su último día. La
jubilación era una miseria, más de lo que fue el salario durante esos largos
años. Nunca lograron alcanzar la utopía de los que viven con lo mínimo. Por lo
que siempre alquilaron. Llevaban treinta años arrendando la misma casita
modesta en ese barrio cercano al centro de la ciudad. La antigüedad y el pago
puntual conseguían mantener un precio relativamente bajo. Y a pesar de la
muerte del marido ella lograba, administrando con austeridad el dinero, pagar
el alquiler y sustentar lo que quedaba de la familia. Pero los tiempos cambian.
Las ciudades crecen en vertical y la ambición y las torres compiten en altura.
Y un edificio de propiedad horizontal es mucho más rentable que esa humilde y
molesta vivienda.
Por eso no pudo mirar a los ojos desmesurados de Lucas
que ya no entendería por qué ese día el médico mandó decir se tomara todo el
frasco de pastillas. Por eso seguidamente Amparo optó por ese balanceo
parsimonioso que, como un péndulo quedo, marca la hora de la renovación para
dar paso a la utilidad. En tanto asoma de su delantal el telegrama del juzgado
intimándola en un plazo de treinta días…
Ernesto Ramírez 05/02
Doloroso , para despertar conciencias...para despertar la muerte.Cariños.
ResponderEliminarY , don Ramirez escribe así, dice las cosas como un cachetazo o varios pero claro, no pasa desapercibido, queda dando vueltas todo lo que dice...
ResponderEliminarY esa foto? vaya, vaya, que pintón!!
Lily Chavez
Un fresco costumbrista narrado con agilidad y un desenlace sin golpe bajo, saludos, Carlos Arturo Trinelli
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