ROA BASTOS |
Por J. Ernesto Ayala-Dip
Ya es casi un lugar común afirmar que el Boom latinoamericano
fue un hito en la historia de la literatura de ficción (poesía, cuento, ensayo)
pero que a la vez sepultó obras y nombres relevantes. En el boom confluyeron
circunstancias históricas, sociales, políticas y estéticas que no fueron poco
determinantes en la configuración de una generación de novelistas de distintos
países. De pronto, en menos de un decenio, entre el segundo lustro de los
sesenta y el primero de los setenta, cuajaron distintas poéticas, muy potentes
en fuerza creadora. Pero el Boom fue también esa generación que faltaba. Cuando
se oye mencionar una novela que se titula Cien años de soledad (1967),
con sólo conocerse a grandes rasgos su hilo argumental y someras referencias
sobre su diseño formal y estilístico, su inminente publicación ya produce en
sus futuros lectores una suerte de mágica expectación. Solo faltó que la
lectura de la novela confirmara rotundamente la sospecha de que se estaba ante
una obra maestra de difícil catalogación. A partir de aquí, se inicia uno de
los fenómenos literarios más importantes y prestigiosos, no solo en lengua
castellana, sino en la influencia que ejerció en todo el territorio de la
ficción mundial. Así nació un primer Boom compuesto por Julio Cortázar, Carlos
Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Luego le siguió lo que
estudiosos del fenómeno (literario y sociológico, vale decir) bautizaron con el
nombre de segundo Boom, formado por Juan Rulfo, Augusto Roa Bastos, José
Donoso, Lezama Lima y Guillermo Cabrera Infante. No creo que haya que insistir
mucho en los daños colaterales del boom, si lo comparamos con los grandes
beneficios que generó en la ficción latinoamericana toda, fuera del país que
fuera, los géneros o la cronología a la que perteneciera. El éxito estético, de
mercado y de crítica del boom es uno de los fenómenos sociológicos más
complejos de explicar. Pero a la vez descorrió, como por arte de magia, el
tupido velo que disimuló durante años y decenios el sinnúmero de pioneros del
boom. Y también abrió el camino para reconocer la impronta del Boom en los
grandes epígonos o rupturistas que le siguieron.
Tal vez sea la
hora de comenzar a darnos una oportunidad dándoselas a todos aquellos autores
que quedaron en la cuneta de la historia literaria del continente
latinoamericano. Darles una segunda oportunidad a los argentinosLeopoldo
Marechal, Eduardo Mallea y Ernesto Sábato. Tres
territorios, tres maneras de entender la tarea novelística. Todavía no está
dicha la última palabra sobre una novela como Adán Buenosayres (Marechal,
1948); todavía se sigue discutiendo la importancia capital de Sobre
héroes y tumbas (Sábato, 1955); y qué decir de la prosa demorada de un
Mallea a la búsqueda siempre de un sentido espiritual en medio del sinsentido
de la condición humana.
Soy un
apasionado de la literatura del uruguayo Felisberto Hernández(como
lo soy de novelas como La bahía del silencio, 1940, del mismo
Mallea): Hernández resume en sus cuentos la investigación de lo eternamente
inexplicable. También propongo volver al argentino Macedonio Fernández:
propongo sus novelas metafísicas, novelas absolutamente alejadas de las leyes
de verosimilitud convencionales: novela de momentos, de fogonazos espirituales.
Toda una manera de nadar contracorriente, contra las estructuras decimonónicas,
contra la trama y a favor del balbuceo del ser en soledad. Macedonio funda la
gran literatura del lenguaje puro, guante formal que recoge un maldito muy
posterior llamado Néstor Sánchez.
Creo que nos
debemos un retorno a Lezama Lima: un retorno al verbo entendido
como fuente de un conocimiento de la escritura desde dentro: un conocimiento
cuasi carnal de las palabras, de las frases. Propongo volver aParadiso (1966),
una novela de formación que es casi un lujo tenerla escrita en castellano.
La lectura
reciente de una novela de Carmen Martín Gaite me recordó al argentino Manuel
Puig. Me recordó su facilidad para los registros formales y lingüísticos
fronterizos. La lengua de las tías, madres y vecinas, ese cosmos deslumbrantes
de palabras vivas, casi documentales que van descubriendo una trama existencial
de provincias. Boquitas pintadas (1969). Puig opera una vuelta
de tuerca al realismo y a lo que quedaba del costumbrismo. Las convenciones
sociales y sexuales explotan en esa parodia de vida que Puig le inflige a la
clase media argentina.
También
releyendo a Cortázar y haciendo mención de Lezama Lima, me viene a la memoria
una novela soberbia y sabía: me refiero a Palinuro de México(1975),
de Fernando del Paso. Nadie puede negar la marca rabelesiana de sus
páginas, su plasmación de la parodia más exacta y su humor implacable.
Perdone el
lector cierto desorden en las oportunidades que decido conceder: quiero darle
otra y las que haga falta a Cuentos de amor, locura y muerte(1917)
de ese extraño ser perdido en la selva del norte argentino que fueHoracio
Quiroga (siempre llevo conmigo la viscosa impresión de ese tenebroso
almohadón de plumas, que ya hubiera describir el mismísimo Poe). No dejaría
nunca de releer El jorobadito y otros cuentos (1933) del granRoberto
Arlt. Ni tampoco dejaría nunca de aconsejar leer los cuentos del
cubano Virgilio Piñera y sobre todo su hermosa novela La
carne de René(1952).
Dos mujeres: la
argentina Alejandra Pizarnik (toda su desesperada poesía) y la
misteriosa escritora uruguaya Armonía Sommers (1914-1994): en
1950 se publica su nouvelle La mujer desnuda, relato cuajado de
hallazgos en el panorama latinoamericano, una manera distinta que ratifica años
después definitivamente con El derrumbamiento, conjunto de cinco
relatos de gran envergadura literaria.
Sé que me dejo
autores: no cité casi a ningún poeta, aunque ahora que lo escribo aprovecharé
para recomendar a Roberto Juarroz y esa profunda y llena
de religiosidad que es su enigmática poesía (Poesía vertical, 1970)
y ese libro mayúsculo del surrealismo latinoamericano que se titula Los
amantes antípodas (1961) de Enrique Molina.
Y para terminar:
sé que no tiene sentido decir que le vamos a dar una segunda oportunidad a un
escritor de la talla de Adolfo Bioy Casares. Puede, pero permítame
el lector que insista en volver las veces que haga falta a dos novelas
suyas: El sueño de los héroes (1954) y La
aventura de un fotógrafo en La plata (1985). Cada tanto las
releo. Todavía les sigo sacando punta y no alcanzo a vislumbrar todos
significados que esconden y se me multiplican. La segunda es una joyita de las
atmósferas inciertas, de la creación de los peligros, físicos y morales, en
ciernes.
Y ahora sí me
despido hasta la semana que viene, pero déjeme el amable lector que le dicte mi
última oportunidad por hoy: El niño que enloqueció de amor (1915),
del chileno Eduardo Barrios, una novelita, que como dijo alguna vez
César Aira, convierte en auténtica literatura un tema cursi y patológico. ■
"Perdone el lector tanto desorden"dice por ahí el autor. Yo no lo perdono; le agradezco este momento de recordación y detenernos, no seguir corriendo sin darnos vuelta para mirar el camino por el que venimos avanzando. Algunos escritores nos podrán gustar más que otros, pero lo cierto es que a cada uno de los nombrados le debemos nuestra identidad en la lectura, en la escritura, en nuestra forma de estar en el mundo con placeres y reflexiones
ResponderEliminarCristina Pailos
Me encantó el artículo y precisamente por su desorden con el que me identifico en temas de lectura, apunto aquí autores que no he leído y podría apuntar otros que no han sido mencionados y es que el mundo de los libros es tan ancho como largo, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarExcelente reflexión sobre un movimiento que reunió a grandes escritores, con la ilustración de nombres imborrables que el autor del artículo menciona para deleite nuestro.
ResponderEliminarFelicitaciones a Artesanías por esta publicación.
MARITA RAGOZZA