EL CRÉDITO
Extendió su
brazo sobre la mesa y le alcanzó un mate. El joven apenas se movió y comenzó a
chupar de la bombilla sin levantar la cabeza.
Le notó el
ceño fruncido y algo de rencor en sus labios.
—Bueno, vas a
tener que decirme qué te pasa. No me fue bien con el curso de adivino. —Dijo
risueño el padre, inclinando el cuerpo hacia su hijo.
Años de
distancia, hacían difícil la comunicación.
El sol de la mañana penetraba por la ventana de la
cocina, agregando un calor que los dos necesitaban.
—Quiero
comprar una moto —expresó el muchacho con voz
frenada por los dientes.
El padre
sintió un temblor en su estómago, pero se cuidó de no expresar el peligro que
conlleva esa movilidad.
—Y cómo viene
la mano ¿si me podés explicar? —agregó el hombre, luego de hacer chirriar la
bombilla.
El silencio
contestó la pregunta. Sabiendo que su hijo no encontraba la respuesta, se
levantó a poner la pava nuevamente al fuego.
Habían pasado
más de diez años de aquella separación. La pareja se fue quebrando de a poco.
Nunca tuvo en claro porqué no defendió la pareja. Lo cierto es que la madre se
lo llevó a otra provincia, creyendo en un nuevo hombre, que resultó solo un
espejismo.
Supo mandarle
plata cada vez que se lo pidieran. Su adolescencia no fue fácil. Algunas
historias fueron traumáticas. Y esas cosas se notaban en la curvatura de su
espalda.
Cambió la
yerba y se acercó a la mesa decidido a que su hijo le explicara el proyecto.
—Joven, con
moto, para trámites, decía el aviso del diario —comentó el joven mirándolo a
los ojos.
Ah, es eso. Se
dijo el padre. “Quiere trabajar”
—Me alegra
saber que tengas el deseo de ganarte la vida. ¿Y tenés la plata necesaria? —requirió, tratando de animar el diálogo.
—No. Es por
eso que vengo a verlo. Usted: ¿no me la podría comprar?
A esta altura de la conversación, se notaba
que el joven estaba desembuchando lo que traía en su cabeza.
—Y de qué
dinero estaríamos hablando —agregó el progenitor, medio contrariado.
—La que yo
quiero, sale diez mil ochocientos pesos
—y ratificó la cifra con un papel, que sacó del bolsillo de la camisa.
—Mirá Andrés,
yo no tengo esa plata y tardaría por lo menos seis meses para juntarla.
—Pero usted
trabaja y podría sacar un préstamo. —Esto lo dijo de un tirón.
¿Cuántas veces
deseó abrigarlo en las noches de invierno?
¿Cuántos cumpleaños pasaron sin que ni siquiera pudiese enviarle un
regalo? Ahora estaba ahí, viendo un
futuro, con el pelo revuelto y esa carga de frustraciones de la cual, él no se
sentía ajeno.
Días después
se encontraron en un bar frente a la estación de Moreno. El padre traía los
documentos necesarios. Tampoco se olvidó de las fotocopias requeridas por la
financiera.
Una vez
aprobado los papeles, le extendieron un cheque para que lo hiciera efectivo en
un Banco de la zona. Con el dinero en un sobre, se tomaron un taxi hasta un
comercio muy conocido. Sobre la avenida Rivadavia, del lado de la capital.
El vendedor,
con la moto en marcha, le explicaba al muchacho el sistema de uso y
velocidades. El padre expandía el pecho con orgullo. Miraba el rostro del hijo. Lo veía estirar
los labios, dibujando una sonrisa que, seguramente, no estaba acostumbrado a
mostrar. La felicidad, tanto tiempo ausente, al fin se asomaba entre los dos.
Los días
fueron pasando y del hijo solo recibió, cada tanto, un breve llamado de
teléfono. Jamás tuvo dudas de que se tendría que hacer cargo de la deuda que
firmó. Era su crédito y él, quería tener el gusto de pagar.
La cocina
recibía el sol agradable de la primavera. La pava comenzaba a hacer el ruido
acostumbrado, anunciando la temperatura ideal para el mate. Con todo dispuesto
se sentó a la mesa y, chupando la primera cebada abrió el diario. Ese, que
compraba, porque traía más informaciones sobre deportes, quinielas y otros juegos
de azar.
Rompió los
papeles con los números de la jugada de ayer y pasó a las noticias de fútbol.
Al no encontrar nada en referencia a su equipo, siguió con las noticias
policiales.
La foto era
borrosa. Lo que estaba claro era el nombre y el apellido. Se llamaban igual. Lo
que no entendió era el título: “Motochorro abatido”.
Roberto Paniagua
Tu cuento, Roberto, me llevó a pensar en todos los hijos cuyos padres viven ocupados en sus propios asuntos y creen que comprando los mejores juguetes los compensan. La lucha por la vida de los que trabajan 12 horas para comprar un nuevo TV u otro auto deja otras víctimas en el camino, esos hijos de la clase media "acomodada" que crecen sin padres.
ResponderEliminarEl padre procede con toda la buena intención de un padre sin ignorar los riesgos, el giro del final convierte al relato en un cuento cruel que conmueve al lector, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarPrimero , hace mucho que quería decir que me encanta tu apellido.
ResponderEliminarY creo que el tiempo pasa por clases sociales, las altas , porque quieren tener más y los pobres porque quieren comer.
Saludos. Amelia
Gracias Amelia. La separación de los padres, en buenos o malos términos, siempre acarréa algo pesado sobre los hijos. Este cuento tiene un final cruel, quizás, para pensar qué cosa no pagamos en su momento...
EliminarRoberto
El cuento me parece extraordinario. La sociedad nos pone en bretes muy difíciles a padres y a hijos.Me hizo acordar a una frase que leí hace poco sobre cuando logras algo, ponte a pensar en lo que pierdes.
ResponderEliminarMuy buena la trama, con un final espectacular.
Felicitaciones al autor.
MARITA RAGOZZA