cartas a mamá
Me cayó
la pena máxima, pasaría una larga temporada en prisión. Pero bueno, en realidad
esto no me importaba demasiado, ya que dentro o fuera, para mi, era casi lo
mismo. De hecho, incluso me resultaría más sencillo vivir entre rejas que en
violenta ciudad, siempre en tensión, buscando desesperadamente dinero para el
siguiente chute. Así, no tardaron mucho en arrestarme. Y es curioso, pero en
aquel momento me pareció una buena idea, casi una genialidad, lo del banco. Aunque
lo cierto es que nunca fui muy listo, todo sea dicho.
Como decía, no me costó mucho adaptarme a mi nueva vida. La peor parte se la llevó mamá. Mamá si que sufrió, aunque por otro lado, se alegró de saber donde estaba, de tener una “dirección fija” por decirlo de algún modo y aunque no podía venir a visitarme (sufría de reuma, o alguna de esas enfermedades que limitan la movilidad de los viejos, haciendo que se quejen constantemente), me escribió todas las semanas que estuve preso.
Aquellas cartas fueron mi redención. Mamá, a través de ellas y pese a todo, siempre me dio entereza, pese a las complicaciones que la vida le había deparado. No es sólo que su único hijo fuese un drogadicto presidiario, este era el menor de los males. Su marido fue un alcohólico hasta el último día de su vida, que en las noches de mayor delirio le golpeaba hasta la extenuación. Aún así, ella daba gracias al alcohol por una de las pocas alegrías que la vida le brindó; la muerte por cirrosis de aquel hijo de perra. Mamá se sintió los primeros años liberada, pero después empezó a echar en falta el contacto de otras personas. Es lo que tiene el tiempo, que hace todo tiempo pasado mejor. Y otra cosa que también sabemos es que Dios no da nada gratis; la muerte de su marido, además de un buen puñado de deudas, trajo una enfermedad y como si de una mórbida justicia poética, le envió un cáncer. Esa mierda en su sangre la hizo polvo físicamente, pero no pudo con su alegría vital y su esperanza. Era como si para ella, la felicidad estuviese a la vuelta de la esquina, siempre a la vuelta de la esquina... Y toda esta esperanza me la enviaba a través de sus cartas.
Estas cartas, según supe tiempo después, no sólo salvaron mi vida, sino también la de mi carcelero. En la cárcel, él era el encargado de revisar todo mi correo, que en realidad se limitaba a aquella carta semanal de mamá, y poco a poco llegó a vivir dos vidas; la suya y la mía.
Los primeros meses, mi carcelero me ayudó, enseñándome a leer y a escribir bien. Aquel hombre, de corazón sensible, también tenía su historia, aunque nunca supe tanto de él como él de mamá y de mí. Según me contó, se había criado dentro de una familia humilde y muy rígida. Su madre nunca le besó ni le mostró símbolos de afecto. Su padre, aún menos. De este modo no le fue difícil drenar el amor de aquellas palabras que si bien iban dirigidas a mí, el supo sentir suyas. Y al final, cuando me encontraron muerto por una sobredosis en el suelo de mi celda, aterrado por la perdida inminente de todo aquel amor materno que nunca hasta entonces había tenido, mi carcelero se encargó de responder a las cartas de mamá. Nunca le llegó a decir la verdad sobre mi muerte y realmente le agradezco que se hiciese pasar por mi todos aquellos años, ya que ahora sé lo feliz que fue mamá leyendo todas las cartas firmadas por su hijo.
Entre carta y carta, reglón a reglón, pasaron los días, los meses, los años y finalmente llegó el día en el que cumplía mi condena. Mi carcelero llevaba largo tiempo temiendo este día, pero sabiendo que no podía hacer nada más, optó por enfrentarse a la verdad e ir a conocer a mamá, la que había sido mi madre, y desde hacía mucho tiempo, también la suya. Y secretamente, más que una obligación era un deseo, pues aunque temía que aquella entrañable mujer sufriese y le rechazase al conocer la verdad, mucho más ardía en deseos de poder sentir el tacto, abrazarla, y contarle cómo aquellas cartas le habían dado esperanza para seguir viviendo durante aquellos grises días.
Era el día señalado y mi carcelero, en sus mejores galas, se presentó en la puerta de mamá. Con una mezcla de pavor y tensión en la boca del estómago, con ganas de salir corriendo, llamó al timbre y cuando en vez de encontrarse a una anciana, le abrió la puerta una mujer joven, se sintió confuso pero aliviado.
Nerviosamente le explicó a aquella mujer quien era y la historia de las cartas, nuestra vida. Ella le escuchó atenta, inmóvil, y cuando hubo acabado, rompió a llorar silenciosamente. Mi carcelero, sin saber muy bien que hacer y aturdido por la situación, también lloró.
Pasados unos minutos, quizá unas horas, ambos dejaron de llorar. Fue entonces cuando ella le contó la razón de aquellas lágrimas. Mamá había muerto hacía mucho tiempo, y ella, que se había encargado de cuidarla en los últimos años, se había enternecido viendo el amor que había en todas aquellas maravillosas cartas. De este modo, le fue imposible romper este lazo de unión entre mamá y yo, escribiéndolas ella misma, aún a sabiendas que tarde o temprano tendría que enfrentarse a aquel día.
Pero mamá siempre supo que la felicidad estaba allí, a la vuelta de la esquina... ■
Como decía, no me costó mucho adaptarme a mi nueva vida. La peor parte se la llevó mamá. Mamá si que sufrió, aunque por otro lado, se alegró de saber donde estaba, de tener una “dirección fija” por decirlo de algún modo y aunque no podía venir a visitarme (sufría de reuma, o alguna de esas enfermedades que limitan la movilidad de los viejos, haciendo que se quejen constantemente), me escribió todas las semanas que estuve preso.
Aquellas cartas fueron mi redención. Mamá, a través de ellas y pese a todo, siempre me dio entereza, pese a las complicaciones que la vida le había deparado. No es sólo que su único hijo fuese un drogadicto presidiario, este era el menor de los males. Su marido fue un alcohólico hasta el último día de su vida, que en las noches de mayor delirio le golpeaba hasta la extenuación. Aún así, ella daba gracias al alcohol por una de las pocas alegrías que la vida le brindó; la muerte por cirrosis de aquel hijo de perra. Mamá se sintió los primeros años liberada, pero después empezó a echar en falta el contacto de otras personas. Es lo que tiene el tiempo, que hace todo tiempo pasado mejor. Y otra cosa que también sabemos es que Dios no da nada gratis; la muerte de su marido, además de un buen puñado de deudas, trajo una enfermedad y como si de una mórbida justicia poética, le envió un cáncer. Esa mierda en su sangre la hizo polvo físicamente, pero no pudo con su alegría vital y su esperanza. Era como si para ella, la felicidad estuviese a la vuelta de la esquina, siempre a la vuelta de la esquina... Y toda esta esperanza me la enviaba a través de sus cartas.
Estas cartas, según supe tiempo después, no sólo salvaron mi vida, sino también la de mi carcelero. En la cárcel, él era el encargado de revisar todo mi correo, que en realidad se limitaba a aquella carta semanal de mamá, y poco a poco llegó a vivir dos vidas; la suya y la mía.
Los primeros meses, mi carcelero me ayudó, enseñándome a leer y a escribir bien. Aquel hombre, de corazón sensible, también tenía su historia, aunque nunca supe tanto de él como él de mamá y de mí. Según me contó, se había criado dentro de una familia humilde y muy rígida. Su madre nunca le besó ni le mostró símbolos de afecto. Su padre, aún menos. De este modo no le fue difícil drenar el amor de aquellas palabras que si bien iban dirigidas a mí, el supo sentir suyas. Y al final, cuando me encontraron muerto por una sobredosis en el suelo de mi celda, aterrado por la perdida inminente de todo aquel amor materno que nunca hasta entonces había tenido, mi carcelero se encargó de responder a las cartas de mamá. Nunca le llegó a decir la verdad sobre mi muerte y realmente le agradezco que se hiciese pasar por mi todos aquellos años, ya que ahora sé lo feliz que fue mamá leyendo todas las cartas firmadas por su hijo.
Entre carta y carta, reglón a reglón, pasaron los días, los meses, los años y finalmente llegó el día en el que cumplía mi condena. Mi carcelero llevaba largo tiempo temiendo este día, pero sabiendo que no podía hacer nada más, optó por enfrentarse a la verdad e ir a conocer a mamá, la que había sido mi madre, y desde hacía mucho tiempo, también la suya. Y secretamente, más que una obligación era un deseo, pues aunque temía que aquella entrañable mujer sufriese y le rechazase al conocer la verdad, mucho más ardía en deseos de poder sentir el tacto, abrazarla, y contarle cómo aquellas cartas le habían dado esperanza para seguir viviendo durante aquellos grises días.
Era el día señalado y mi carcelero, en sus mejores galas, se presentó en la puerta de mamá. Con una mezcla de pavor y tensión en la boca del estómago, con ganas de salir corriendo, llamó al timbre y cuando en vez de encontrarse a una anciana, le abrió la puerta una mujer joven, se sintió confuso pero aliviado.
Nerviosamente le explicó a aquella mujer quien era y la historia de las cartas, nuestra vida. Ella le escuchó atenta, inmóvil, y cuando hubo acabado, rompió a llorar silenciosamente. Mi carcelero, sin saber muy bien que hacer y aturdido por la situación, también lloró.
Pasados unos minutos, quizá unas horas, ambos dejaron de llorar. Fue entonces cuando ella le contó la razón de aquellas lágrimas. Mamá había muerto hacía mucho tiempo, y ella, que se había encargado de cuidarla en los últimos años, se había enternecido viendo el amor que había en todas aquellas maravillosas cartas. De este modo, le fue imposible romper este lazo de unión entre mamá y yo, escribiéndolas ella misma, aún a sabiendas que tarde o temprano tendría que enfrentarse a aquel día.
Pero mamá siempre supo que la felicidad estaba allí, a la vuelta de la esquina... ■
En un punto del relato el final se hace previsible pero no por ello menos conmovedor, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarHermoso relato , conmovedor . y quizás así sea la cosa: la felicidad estará donde no la buscamos.
ResponderEliminarGracias.
amelia