Héroes improbables
Leemos ciertas historias por la
curiosidad de saber cómo han actuado otros
Aunque
las exhibiciones glandulares de masculinidad siguen teniendo algún prestigio
entre nosotros, lo cierto es que a los héroes raramente se les distingue a
simple vista, y en modo alguno son sobre todo varones. John le Carré escribió
que hay que pensar como un héroe para portarse simplemente con decencia en la
vida cotidiana, y casi todos nosotros creemos que hace falta un impulso de
rebeldía y una vocación de disidencia para atreverse a no secundar la
injusticia. Pero lo mismo que muchas grandes canalladas las cometen personas
dedicadas con celo al cumplimiento del deber, también hay actos de heroísmo y
de resistencia que se llevan a cabo sin aspavientos y gente de orden que en un
momento dado elige decir no, llevar la contraria, aceptar el escarnio e incluso
la persecución.
En un
libro titulado Beautiful souls, del periodista neoyorquino
Eyal Press, he sabido de algunas de esas personas, ninguna de ellas en
principio dotada de rasgos épicos: un capitán de policía suizo, un serbio
aficionado a la cerveza y las retransmisiones deportivas, un soldado israelí,
una exbroker de origen salvadoreño que vive en Houston. Todos ellos eligieron
en algún momento de sus vidas negarse a obedecer ciertas órdenes o atreverse a
romper ciertas reglas con la plena seguridad de que se buscarían probablemente
la ruina y con toda seguridad el rechazo de la mayor parte de aquellos con los
que convivían y a quienes respetaban. Ninguno actuó forzado por las
circunstancias ni por un interés personal. Cada uno de ellos, a cambio de pagar
un precio muy alto, actuó con justicia y salvó o mejoró las vidas de otros.
Ninguno ha obtenido la menor recompensa.
El
capitán de policía suizo fue un funcionario modelo hasta finales de 1938.
Trabajaba en la ciudad de Saint Gallen, cerca de la frontera con Austria. Era un hombre
religioso sin exageración y cantaba en el coro de su iglesia. Llevaba el
uniforme impecable y unas gafas sujetas con una cadenita detrás de las orejas.
Era conservador, aunque carecía de fuertes inclinaciones políticas. En
noviembre de 1938, después de la Kristallnacht , la noche de cristales rotos y
sinagogas incendiadas, comercios asaltados, gente apaleada y humillada en las
ciudades de Alemania y de Austria, se acrecentaron las oleadas de judíos
fugitivos que intentaban cruzar la frontera. Suiza, como en mayor o menor grado
todos los países, se negaba a acogerlos. Ciertos crímenes se cometen mejor
revistiéndolos de una neutra mecánica administrativa. Suiza continuaba siendo
un gran país de acogida, pero los emigrantes “no arios” no serían aceptados si
su fecha de solicitud era posterior al 19 de agosto de 1938. En los alrededores
de Saint Gallen, la policía empezó a notar que un número inusual de emigrantes
tenían en sus pasaportes una fecha de entrada anterior a ese día. Cientos de
ellos habían encontrado refugio en Suiza cuando el capitán de policía Paul Grüninger
fue arrestado por sus superiores, expulsado del cuerpo y calumniado. No
encontró nunca más un trabajo aceptable. Siguió cantando en el coro de la
iglesia y dando paseos solitarios por las afueras de su pueblo. Murió en 1972 y
solo un poco antes alguien se acordó de él y le hizo una entrevista en la
televisión. Dijo que volvería de nuevo a hacer lo que hizo. Y que actuó por
compasión y por lealtad a los ideales de tolerancia y acogida de la Federación Suiza.
Paul
Grüninger era un hombre conservador y ordenado, amante de la música y la
lectura: a Aleksander Jevtic le gusta vestir camisetas de grupos de rock,
conducir a mucha velocidad y beber cerveza. En 1991, cuando el ejército serbio
tomó la ciudad croata de Vukovar, Aleksander Jevtic recibió el encargo de
recorrer un campo en el que estaban encerrados los prisioneros croatas e
identificar a los serbios que hubiera entre ellos, a fin de liberarlos. Siendo
un serbio que había vivido siempre en Vukovar, no tendría dificultad en
reconocerlos. A lo que sucedió en Yugoslavia se le llama enfrentamiento étnico,
pero no existe la menor diferencia étnica que distinguiera a los que se mataban
entre sí o a los verdugos de sus víctimas. Jevtic caminaba entre los
prisioneros muertos de frío, heridos, torturados. Al fin y al cabo eran el
enemigo. Pero entonces hizo algo que no había premeditado: uno tras otro,
empezó a señalar como serbios a los que le parecían más en peligro, más
asustados, más vulnerables. Cuando los militares se dieron cuenta del engaño,
unos trescientos prisioneros croatas habían escapado.
La
solitaria rectitud no atrae ninguna recompensa. El que actúa con justicia
cuando casi todo el mundo secunda las consignas de la sinrazón pone en
evidencia la conformidad de los otros, los deja sin coartada. Después de la
guerra, para casi todos los croatas de su ciudad, Aleksander Jevtic no parecía
de fiar, porque al fin y al cabo era serbio; para los serbios era un traidor,
porque había ayudado a croatas. De los trescientos prisioneros a los que ayudó
a escapar, ni diez siquiera han ido a darle las gracias. A él, dice Eyal Press,
que lo visitó en su casa, no parece importarle. Ni siquiera piensa mucho en lo
que hizo.
Es mucho
más concienzudo el ex soldado Avner Wishnitzer. Pertenecía a una unidad de
élite del ejército israelí y un día vio cómo unos colonos ultraortodoxos
talaban y arrasaban un huerto de olivos jóvenes de una familia palestina. Casi
de un día para otro se convirtió en militante por la paz. Porque ama a su país
y cree en sus valores democráticos se rebeló contra los abusos que su propio
gobierno y su propio ejército estaban consintiendo. (subrayado por los editores) El precio es siempre el
ostracismo. Como en el caso de Leyla Wydler, que creía con la ingenuidad
apasionada del emigrante que las leyes de Estados Unidos protegían a las
personas que confiaban sus ahorros a los bancos de inversión, que trabajaba en
uno de ellos y sospechó poco a poco que toda su lujosa fachada encubría una
estafa formidable. Estaba sola, había sufrido un cáncer, tenía dos hijos y una
hipoteca, por fin había encontrado un empleo que le ofrecía seguridad, incluso
cierta opulencia. Pero los indicios de la estafa eran demasiado evidentes,
aunque solo ella parecía advertirlos. Confió sus sospechas a la autoridad
reguladora y no le hicieron ningún caso. Se quedó en la calle bajo la amenaza
no solo de la quiebra, sino de demandas agresivas por parte de sus antiguos
patronos. Nadie creía que en las operaciones de un banco con instalaciones tan
lujosas pudiera haber nada irregular. Nadie renunciaba a inversiones que
dejaban beneficios tan grandes. Al cabo de un tiempo se descubrió que todo era
una estafa piramidal, pero a Leyla Wydler nadie le dio las gracias, salvo
algunos jubilados a los que les había salvado las pensiones. No actuó así
porque odiara el capitalismo o quisiera denunciar la hipocresía de unas leyes
que desamparan a los pobres y sirven a los poderosos; lo hizo precisamente
porque creía en el juego limpio del mercado, en el imperio de la ley.
Leemos estas
historias no tanto por la curiosidad de saber cómo han actuado otros; lo que
nos intriga es imaginar cómo actuaríamos, como habríamos actuado nosotros. ■
En los dos renglones finales se encierran las dudas que acompañan a la condición humana, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarLos dichos tienen su lógica de hierro: no se pueden ocultar o difuminar las políticas represivas y racistas: todo se sabe!
ResponderEliminarandrés