El tigre
Un ribete color llama bordeaba los altos edificios urbanos cuando despertó esa mañana, antes de la hora en que sol el sol irrumpiera con todas sus fuerzas.
Los ruidos del movimiento urbano semanal estaban atosigados y disfrutó de sus disquisiciones, cerrados los párpados, mientras percibía como fondo el despertar de la orquesta de colores en que buenos aires inauguraba esa mañana de día domingo.
Comenzó su rutina matinal y luego los preparativos de la visita al jardín zoológico planeada desde hacía tiempo con su hija alicia. El hecho de compartir ambos un paseo le hacía experimentar una cálida brisa de sentimientos y emociones. Placidez, alegría, expectativa. Todo se conjugaba para un día inolvidable.
Guardaron silencio durante el viaje disfrutando de setiembre y su cielo equinoccial que sembraba terrones de azúcar en la sangre.
Entraron por la puerta principal ubicada en esquina sarmiento y las heras, uno de los pulmones de la ciudad, y comenzaron a recorrer los sitios de los animales de la selva, de la llanura, los pequeños y grandes, los del cielo, la tierra y el agua, los de clima tropical y los de clima frío… aunque también era digno de observar las curiosas edificaciones del siglo xix diseñadas según el concepto arquitectónico de las costumbres de los animales y sus países de origen.
Pero lo más sorprendente fue cuando llegaron al lugar donde se encontraban los tigres. Uno de ellos estaba sentado y, al verlos, se levantó con su andar ondulante y sinuoso, ni siquiera perdido en el cautiverio, y empezó a mirar a alicia.
Ambos se concentraron en una larga y fija mirada como extasiados en un encuentro que iba más allá del momento.
No quiso interrumpir e imaginó el magnetismo del tigre que en sus pupilas debía estar reflejando la selva, los árboles y los soles que ahora le estaban vedados, y que sólo una mirada inocente podía descubrir.
Aún así, experimentó una inquieta extrañeza, como si en los intersticios de la conexión entre el tigre y alicia, se colara otro elemento tangencial.
Reaccionó. Tomó a alicia de la mano y logró sacarla de allí, pero su hija ya no quiso continuar caminando y, para terminar el paseo, le compró un paquete de pochoclos. La notaba seria y callada, pero lo atribuyó al cansancio y a la intensa experiencia que había vivido para sus seis años.
Al día siguiente, alicia dijo:
- pa, quiero un tigre.
- ¿cómo el que viste en el zoológico?
- si, pa.
Comenzó a darle la explicación sobre la imposibilidad de su pedido. Era un animal salvaje, no podía vivir en un departamento y hasta apeló a la cuestión reglamentaria que prohibe tener estos animales en los edificios.
Pero alicia siguió diciendo:
- Pa, quiero un tigre.
La dejó en el colegio, apuró su trabajo y anuló compromisos en la agenda, para salir más temprano con el fin de comprarle un tigre de peluche y conformarla.
Parece que los fabricantes de estos animalitos son afectos a los ositos, conejos o monos y le resultó difícil encontrar lo que buscaba, pues los pocos que había en los comercios no estaban bien diseñados.
Al fin halló uno más real y, a la salida del colegio, se lo entregó triunfante. Alicia lo recibió, lo miró y se lo acercó a su corazón. Dijo:
- está triste
- ¿cómo te das cuenta?
- por la mirada.
- el del zoológico también estaba triste.
- distinto, distinto.
- ¿le querés poner un nombre?
- si, lo voy a llamar tristán.
- me parece bien
No quiso explicarle que el nombre elegido pertenecía a una célebre historia de amor junto a isolda pues seguro que alicia lo había elegido por la semejanza en su pronunciación respecto a la cualidad de “triste”.
No se habló más del tema y el día finalizó.
A las tres de la mañana se despertó sobresaltado porque había soñado con un tigre. No se acordaba los detalles, pero conservaba la impresión onírica de desasosiego. Se dirigió a la habitación de alicia para mirarla dormir, se acercó y vió que estaba ardiendo de fiebre, balbuceaba despacio y lloriqueaba.
Llamó a emergencias y mientras esperaba empezó a buscar a tristán para alcanzárselo y consolarla de alguna manera.
No lo encontraba en su habitación, ni siquiera caído, ni en su cama ni debajo de ella. Le preguntó:
- ¿dónde dejaste a tristán?
Y alicia solo respondía breves sílabas sin coherencia. La vió que se estaba poniendo de color amarrillo, primero un poco claro y luego más acentuado. La tomó de las manos y en sus palmas tenía unas líneas oscuras que se movían y cambiaban de grosor. La destapó y, desde los pies hacia arriba de su cuerpo, se marcaban también esas escalofriantes rayas negras.
Por la ventana abierta de par en par, el fuerte viento se escuchaba como un rugido. . .
“que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres.” Jorge Luis borges
Muy buen remate , Marita , inesperado , por lo menos para mi.
ResponderEliminarDecía Borges que amaba el color amarillo y paradójicamente fue uno de los primeros en serle quitado y agregaba , la gente cree que los ciegos no ven , pero yo veo una suave penumbra rosada ( Fuente Canal Arte )
Un abrazo Marita, muy buen relato.
amelia
Muy bueno Marita, Muy bueno y al hablar de tigres, al menos a mí me lleva a Borges y terminás con esa frase maravillosa. Un placer leerte.
ResponderEliminarLily Chavez
El poder de la mirada, la sensibilidad y la inocencia desembocan en un final para nada previsible, muy bueno, saludos, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarTambien destaco ese remate inesperado, Marita. Hace poco, nun video me mostraba a una niñita ante la jaula del felino que aprecía atacarla del otro lado del vidrio. La niña inmutable y besandolo contra el vidrio le decía palabras tiernas hasta calmar a la fiera. No supe con que color de piel despertó afiebrada por la noche. Pero se lo que es el cuero de un amigo cuando se hace propio porque lo amamos de verdad. ElsaJaná.
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