por José Antonio Sánchez
Mayolo vio por primera vez a Ita en las fiestas de Santiago Apóstol, cuando todavía no se le borraban las facciones de niña, ni sabía calzarse los huaraches, ni tejerse la trenza. Le llamaron la atención sus ojos grandes, , su cabello negro y el color canela de su piel imberbe.
Estaba sentada en las baldosas de la plaza con Josefa su madre, junto al tendido en donde se amontonaban las canastas tejidas de palma, guajes coloreados y figuras de madera para la venta en aquel domingo de cohetones de vara, batallas de moros y cristianos, y del tañer de esquilas escurriendo desde las torres de la iglesia de Temalacatzingo.
Justino su compadre, sonrió al ver la expresión en el rostro de Mayolo y le dejó caer las palabras con cierta complicidad —Ta’ chula la chamaquita, es hija de Casimiro Ramos y viven en El Huamal aquí nomás cerquita- supo entonces, que aquella tierna creatura de facciones pueriles, estaba destinada para él de manera inexorable.
Un sábado de ladridos de perros espantados por las centellas de las primeras lluvias de agosto, Mayolo se presentó en casa de Casimiro Ramos, lo acompañaban su compadre Justino Toledo y el comisario de El Huamal Tomás Barrientos, con la comisión de negociar el pedimento: dos cartones de cerveza y cuatro litros de trago significaron las primeras muestras de sus buenas intenciones.
El precio de la niña no era problema para él, sus dos años de mojado le daban la seguridad de poder cubrir las exigencias del padre. Ya estaba cansado de usar mujeres correosas y meseras de piquera y para casarse, necesitaba a una niña virgen y mansa.
Casimiro le pidió a Josefa que llevara a sus dos hijas para saber a cuál pretendía el recién llegado —Ella es María, tiene catorce años y es buena para el quehacer, y ella es Ita, tiene doce y es la xokoyotl... ¿cuál de las dos?- preguntó el hombre a sus visitantes.
Mayolo se acercó a Ita y la cargó para sentarla en una silla tejida, le agarró la barbilla, le acarició el pelo, le vio los pies descalzos y centró su mirada en Casimiro — ella es la que me interesa- dijo con seguridad.
En la segunda visita, Ita jugaba en el patio de tierra con los niños del vecindario, su madre la llamó y la llevó a la cocina: la bañó, la vistió; le atoró con pasadores y listones de colores la trenza azabache alrededor de la cabeza, y la paró en mitad del jacal en donde Casimiro cerraba la negociación frente a la autoridad del pueblo. La boda se acordó para el primer martes de septiembre, y la dote se concretó en dos vacas, tres chivos y cinco mil pesos, más el trago y la cerveza suficiente para el festejo.
Con los ojos muy abiertos, Ita jugueteaba con las cintas azules y amarillas que colgaban de su cabeza, sin entender el significado de la palabra casamiento y menos, el por que tenía que salir de la seguridad de su hogar para vivir con aquel señor al que nunca había visto ni cruzado palabra. Dirigió la mirada a sus padres, y en ninguno encontró el consuelo a sus inmensas ganas de llorar.
Cuando se fue la visita, Ita abrumó con preguntas a su hermana María —Te vas a casar con ese señor Mayolo- le explicó, -pero yo a ese señor no lo conozco- respondió Ita, -eso no importa, nuestros padres ya trataron la dote, te acuerdas cuando nuestro hermano se casó con Justina, también la fueron a pedir y pagaron con animales y dinero, debes sentirte contenta, son dos vacas y tres chivos y mucho dinero- fue la conclusión de María ante el desconcierto de su hermana menor.
Para Ita esos argumentos no le eran suficientes, su mente de niña se negaba a entender su realidad, la angustia le llenó la boca de saliva, se sintió como el día en que se perdió entre la gente en la plaza de Olinalá y un siglo después, su madre la rescató del curato a donde la llevaron gentes de buena voluntad.
En los días siguientes, Ita llegó a pensar que el Santo Señor Santiago haría el milagro de deshacer el trato, y ella, se quedaría como siempre, como todos los días, a darle de comer a los pollos, a tirarle piedras a las palomas con la resortera de su hermano Martín, a llevarle guajes tiernos a su padre a la hora de la comida o acompañar a su madre a la vendimia en el día de plaza.
La camioneta de redilas con los animales llegó al Huamal una semana antes del casamiento. Casimiro presumió a sus vecinos las dos hermosas vacas criollas y los chivos de buen peso que su futuro yerno le había enviado. Estaba satisfecho, los cinco mil pesos ya los tenía en sus manos y se dijo para sus adentros - por lo menos ya recobré los animales invertidos en la boda de Martín, espero que con María el asunto resulte mejor-.
La llegada del ganado aceleró los preparativos en el Húamal. Josefa ignoró las angustias de su hija para no conmoverse, y esquivó sus preguntas con los consejos de cómo cumplir con sus deberes para con su esposo y su nueva familia. Le enseñó a cortarse las uñas, le aplicó polvos en la cabeza para despiojarla y enjundia de gallina en el bajo vientre para quitarle la costumbre de orinarse en el camastro.
Para la niña, los sucesos se desbarrancaron en sentido contrario al milagro que esperaba con tanta intensidad, y el día fatal de su destino, bañada de perplejidad, se dejó llevar. Le pusieron agregados en el pelo para poder colocar los tejidos multicolores, le adornaron la cabeza con la florida corona del sacrificio, y la vistieron con el atuendo igual al que utilizaron su abuela, su madre y todas las mujeres del Huamal. Vestido de novia púber incapaz de esconder lo infantil de su armazón.
Vomitó durante la fiesta y cuando caminó a la casa de su nueva familia, lo hizo aturdida por el dolor de sus pies enfundados en lo que nunca había usado, zapatos. Conoció al hombre que la había comprado, cuando lo sintió desmadejarla en el camastro del sacrificio con sus manos hábidas y su aliento a mezcal. Sin misericordia y sin escuchar sus chillidos de animal herido, le desarmó todos los huesos del cuerpo, para finalmente, abandonarla entre los trapos sórdidos de su desamparo.
Cuando abrió los ojos por la mañana, descubrió que los gallos cantaban diferente, el ladrido de los perros no era el que ella conocía, aspiró el aire y olfateó olores totalmente desconocidos. Se incorporó obligada por el tropel desordenado de su corazón y la sensación estragada de su estómago, un dolor punzante entre sus piernas le trajo a la mente el martirio sufrido horas antes, y volvió al camastro, y lloró otra vez, acurrucada en la zozobra de sus recelos.
Mezti, la esposa de su cuñado Ramón, una indígena de caderas amplias y mirada de lechuza, fue la encargada de adiestrarla en sus responsabilidades: Había que servir los alimentos a todos los hombres de la casa; cocer el nixtamal, sacar el testal de masa en el metate, juntar la leña, ir al río por el agua, lavar la ropa y durante el descanso, tejer artículos de palma para venderlos en el mercado.
Para quitarle lo niña, Mezti la enseñó a bañarse con secretos de mujer, a peinarse la agreste cabellera y trenzarla con primores de filigrana; a utilizar destrezas de adivinadora para conocer sin preguntar, los deseos más ocultos de su hombre, y lo más importante, responder con sumisión embebida de veneración a los maltratos, vejación y golpes.
Una tarde de ascos sin explicación, supo que iba a ser madre. Su cuñada Mezti le explicó el significado de sus malestares producto de las primeras semanas de embarazo, y le informó que Mayolo había estado a punto de devolverla a sus padres y reclamar la dote por no servir para tener hijos.
Nada cambió, el trabajo siguió siendo el mismo. Su escuálida humanidad y su abultado abdomen, provocaban las críticas agrias de las mujeres de la casa y las advertencias de Mayolo —Tienes que darme una mujercita para recuperar lo gastado- le advirtió.
Una noche de vientos helados, la niña se incorporó del camastro dando gritos de dolor empapada en la sanguaza del trabajo de parto. Las mujeres supieron que había llegado la hora del alumbramiento y enviaron a un mensajero a la casa de doña Isidra la partera del Huamal. Las mujeres prepararon lo que siempre preparaban para estos casos.
La hemorragia se hizo incontrolable, la palidez de la niña aumentó, sin que los apósitos de agua caliente y las yerbas del buen parto, reforzadas con velas encendidas a San Ramón Nonato hicieran efecto.
Isidra aconsejó llevarla de urgencia al centro de salud, sólo para enterarse, que dos meses atrás, el médico había abandonado el lugar. Mayolo se obligó entonces, a sacrificar otras dos vacas otros dos chivos, para darle de comer a la gente durante los dos días de funeral. ■
Gracias por traer este periodista , escritor ,poeta. Es extraordinario.
ResponderEliminaramelia
Un relato crudo, un dolor que no es ficción expresado con las palabras justas y neutrales de un gran narrador, Carlos Arturo Trinelli
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