domingo, 23 de octubre de 2011

El acuarelista en el matadero


'Nadadora' (1934), de Aleksandr Deineka
Nadadora (1934), de Aleksandr Deineka, una de las obras que se exhibe en la Fundación Juan March.



ANTONIO MUÑOZ MOLINA 

Cuando las palabras mienten la estética dice la verdad. En los años veinte, en los treinta, el comunismo y el fascismo parecían cada uno la antítesis del otro, pero mucho antes de que algunas mentes lúcidas se fijaran en las similitudes profundas que los unían ya estaban declarándolas las opciones estéticas de cada uno. Las máquinas, las multitudes, los cuerpos desnudos, el deporte. El hombre nuevo soviético se parece extraordinariamente en su físico al hombre nuevo nazi o fascista, igual que se parecen las escalas arquitectónicas y la propensión a eliminar a millones de seres humanos. La misma demencia constructiva arrebataba casi simultáneamente a los matarifes de Moscú y a los de Roma o Berlín. Albert Speer proyectó para Hitler la cúpula más desaforada del mundo. En 1937, al pintor Aleksandr Deineka le encargaron unos murales gigantescos para el nuevo palacio de los soviets de Moscú, que iba a tener una altura de 415 metros, y que estaría coronado por una estatua de Lenin de 100 metros. Los deportistas desnudos a los que pintaba o dibujaba Deineka en sus momentos de más disciplinada imaginación habrían entusiasmado al doctor Goebbels. Y cuando un cuadro suyo de corredoras atléticas se expuso en 1934 en la Bienal de Venecia lo compró de inmediato el Ministerio de Educación de Mussolini. En la extraordinaria exposición dedicada a Deineka en la Juan March, junto a sus cuadros y sus dibujos de deportes, hay auriculares colgados en la pared en los que pueden oírse himnos políticos y deportivos soviéticos. No hay la menor diferencia entre los unos y los otros, y su contundencia marcial es idéntica a la de los himnos italianos o alemanes de entonces.
Aleksandr Deineka es ese artista desconocido que de un día para otro se le vuelve a uno imprescindible. No me sonaba de nada su nombre, pero al llegar a la exposición recordé que ya había visto algunos de sus cuadros, que me intrigaron mucho, hace unos años, cuando los vi en el Guggenheim de Nueva York, en una antológica de arte ruso del siglo XX. Reconocí uno, sobre todo. Una mujer en bicicleta, con el pelo recogido a la manera de los años treinta, con un vestido rojo y calcetines rojos y zapatos deportivos, su silueta con algo de Bonnard y de Matisse perfilándose contra un fondo de bosques y campos cultivados, con un tractor al fondo, con sombras azules de verano. La sensación de Arcadia la cancelaba de golpe la fecha: un koljós en 1935. En 1935 la colectivización forzosa de la agricultura soviética se había completado dejando tan solo en Ucrania más de tres millones de muertos por hambre. En 1935 Kirov ya había sido asesinado en Leningrado y Stalin preparaba su gran plan quinquenal de deportaciones y matanzas. Aleksandr Deineka era un artista soviético ejemplar, pero en esa época ni los más leales estaban a salvo y a él también le rozó la nuca la cuchilla del miedo. Su primera esposa fue detenida en el curso de las grandes purgas de 1938 y ejecutada al poco tiempo en la cárcel. De vez en cuando los burócratas del arte publicaban sermones condenatorios de lo que llamaban ellos Formalismo, vicio burgués que podía atraer irreparables consecuencias. Por la época en la que Shostakóvich temblaba de miedo después de aquella diatriba contra su música publicada de manera anónima en Pravda el nombre de Deineka aparecía de vez en cuando en las listas de sospechosos de formalismo.
En las fotos de aquellos años, y en las que le tomaron durante el resto de su vida, Shostakóvich es un hombre encogido, de mirada huidiza detrás de las gafas, de gesto entre cauteloso y servil. En algún momento Deineka pudo haber tenido tanto miedo como él, pero al menos no lo manifestaba. Era fornido, de cabeza grande y quijada sólida, aficionado a la gimnasia, al fútbol, a los automóviles y los aviones, al espectáculo de la tecnología y de la vida moderna. El hombre de las fotos y el de ese autorretrato en el que parece un boxeador es el de los grandes murales, el de los cuadros de militares o de obreros estajanovistas, el del portero de fútbol que se tira horizontalmente para recoger una pelota. Pero dentro de él había otro artista más secreto, y también más delicado, que trabajaba no con las grandes extensiones murales de óleo o de mosaico sino con el lápiz y el papel, la tinta, los colores rápidamente desleídos de la acuarela.
Inevitablemente se fue haciendo más pomposo con los años. La continua sumisión a una ortodoxia sin fisuras debió de aliarse a las rutinas de la edad para hacer de él una especie de Norman Rockwell de la felicidad estalinista. Pero en su juventud, en su primera madurez, hay un talento de rápidos trazos fulminantes, una inventiva visual que está lo mismo en la inmediatez de un boceto que en los saberes tipográficos de la ilustración de un libro. En medio de la cacofonía abrumadora de la propaganda, Deineka tiene de pronto una simpleza poética de cuento infantil o de viñeta callejera, como de un Beckmann o un Grosz no exasperados. Su trabajo exige escalas gigantes, musculaturas, armazones metálicas, interjecciones agresivas. Él parece abstraerse de todo dibujando mundos en miniatura: la nube alargada de una avioneta de fumigación se cruza diagonalmente con los surcos de un campo cultivado; un dirigible surca el cielo mientras una locomotora suelta humo en el horizonte, y los vagones no parecen los de un belicoso tren soviético sino los de un tren de juguete; la utopía cuartelaria de la revolución se resume en unas cuantas formas invocadas por la acuarela sobre una hoja de papel: un campo, una granja, una vaca, un tendido eléctrico en el que se posan los pájaros igual que notas en un pentagrama.
Y algunas veces, como si bajara la guardia, también la pintura al óleo adquiere una ligereza de acuarela o de dibujo al pastel: una mujer desnuda, joven, a contraluz, delgada pero no gimnástica, en un balcón ante unos azules marítimos que podrían ser los que se veían desde las ventanas de Matisse.
Fue viendo ese balcón cuando confirmé una hipótesis que había intuido delante del cuadro de la ciclista vestida de rojo. Deineka, en los primeros años treinta, había viajado por Estados Unidos, y luego por Francia e Italia. Sutilmente, cuando la atmósfera en la Unión Soviética se estaba volviendo más claustrofóbica, buscó refugio en esos paraísos a pequeña escala de sus ilustraciones casi infantiles, o en el recuerdo de los paisajes abiertos de América y del sur de Europa que no tenía ninguna seguridad de volver a ver. El balcón ante el cual posaba la mujer desnuda se abría en su estudio pero daba de par en par sobre el Mediterráneo. Y esos campos recién arados en una mañana de finales de verano, esos bosques que se ondulan hacia la lejanía no pertenecen al koljós que da título al cuadro de 1935, el de la propaganda obligatoria, sino a un paisaje secretamente recordado de Nueva Inglaterra.  

3 comentarios:

  1. La lectura de esta nota de Muñoz Molina me retrotajo a las purgas estalinistas y los años del terror. El estalinismo fue una enorme tragedia para el pueblo ruso: El enigma del poder zarista que se ha ido transmitiendo de régimen a régimen. Los Romanov y su corte de parásitos, el estalinismo y la lucha cruel por el poder; Yeltsin, Putin. Y como fondo un gran plantel de hacedores de arte aherrojado por crueles sistemas de persecución.

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  2. Muy, muy interesante el artículo, porque además de destacar a Deineka, el periodista elabora excelentes reflexiones sobre arte y estética, en tiempos históricos puntuales, donde expresa también las falsas antítesis.
    De gran riqueza didáctica.
    MARITA RAGOZZA

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  3. Enriquecedor artículo de un inagotable Muñoz Molina rescato que la sumisión del artista puede escapar en un balcón abierto a su íntima imaginación, Carlos Arturo Trinelli

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