Qué gente más sucia, ¿no?
Mañana plena de sol. Es la hora taciturna de la fiaca dominical. Los laberintos de la villa, sumidos aún en sombras promiscuas, ceden espacios a los brotados reflejos del febo tornasolado y remolón. Los restos del frío de la noche sucumben.
El auto se desliza a la vera de la villa y la mina joven hace caritas y mohínes de disgusto mientras engulle con avidez de cortesana las papitas crocantes cuyas migajas le adornan el regazo, muslos descubiertos debajo de una mini imaginaria.
Los villeros se asoman y parpadean ante la fiereza de los rayos solares. Ella, entretenida y curiosa, los contempla con cierto gesto de aversión y algo de temor en su cara de muñequita de zarzuela. Como si se tratara de animales selváticos, chimpancés y orangutanes que pasean por los jardines del zoológico. ¡Sí! Son los primates antropoides, bípedos incorregibles que resaltan la fealdad del planeta de la bella Helena y apabullan la tersa y aseada aldea global en la que pasea su plácida frivolidad.
–Pero qué gente más sucia, qué bichos repelentes y feos, ¿no te parece? –relincha su vocecita de avenida Libertador.
El novio, Hernán, la escucha impávido mientras conduce el auto japonés rodeando la arquitectura perdularia del barrio de emergencia, sinónimo elegante y sociológico, taparrabos de la desesperanza y la marginación del enclave villero.
Su antigua bronca se abroquela en una mudez sospechosa y bonachona. Escucha a la mina y contiene el estallido en los bordes filosos de tantos recuerdos amargos. Niñez de fango y marginación. Le duele recordarlos: es como una mezcla de dolor por lo que la villa fue para él, y una extraña cólera enfilada a los que se quedaron.
–A veces me parece que vivís prisionera en una burbuja de aire insípido, Helenita –le dice.
–No sé por qué me decís eso, Hernán. ¿Vos sería capaz de aguantar una vida tan mugrienta, andar harapiento? Y convivir con esa gentuza fascinerosa, bolivianos, peruanos. ¿Eh? No me contestás.
–Dale, terminá la lista: tucumanos y santiagueños, chilenos y paraguayos como yo. Dale, decílo de una vez.
–No te enojés, vos sos distinto, ¿sabés mi Pichito?
Ella arruga la ñatita, como quien cierra abruptamente el fuelle del bandoneón. El cric crac de las fritas y las sobras trituradas que desenvaina la pequeña boca de Helenita estallan como granizo sobre los muslos salpicados de diminutos puntos color canela.
Él no le contesta. Está buscando un pasaje ubicado en dirección contraria a la villa. A pocos metros hay un grupo de muchachos villeros pateando una pelota sin aire. Caras redondas de ojos oblícuos y pelos de puerco espín. Detiene el auto, baja y les pregunta si conocen la cortada. Le indican cómo llegar. Uno de los pibes, ya mayor, le dice:
–A vo io te conozco. ¿No te llamás Hernán Asencio vo?
–Me confundiste, pibe. Vos no me podés conocer, no soy de acá.
El pibe se queda silencioso: Qué no va a ser vo, piensa meneando la cabeza con una mueca zorruna. Hernán se siente amortajado por el temor y el remordimiento y regresa al auto apurando el paso.
–Te atreviste a parar y hablarles: estás loco, Hernán, no sabés el susto que me pegué.
–Decime una cosa, Helena, ¿tenés idea de cómo viven estos chicos? Son personas, qué joder, ¿entendés?
–No sé de qué me estás hablando, Pichito. Pero me dan mucho miedo. Deben vivir robando y matando.
–Estás muy equivocada, nena. Hay más criminales y ladrones fuera de las villas –le gritó fuera de sí. Vivir en las villas no los convierte en malvivientes. Yo te puedo dar una conferencia académica, porque yo soy paraguayo, ¿te acordás? Y mis padres vivieron y me criaron en una villa. No me olvido que tu papaíto tantas veces te preguntó en voz baja sobre mi origen. Y vos farfullándole, ruborizada y a la defensiva, que me conociste en la facultad, que yo era un paraguayo culto.¡¡Pero fui villero, un villero que tuvo más suerte que muchos otros. Y acabála con esa ristra de pavadas de niña bien.
Algunos hombres –el pantalón ajustado con piolín – merodean por los angostos laberintos chupando el mate con fruición. Los ojos achinados dejan ver lagañas de siglos. Los pibes patean una lata destripada mientras los mocos se voltean sobre las tricotas sucias. Las mujeres, mientras tanto, van con los baldes a cargar la ración de agua en ese canillón enflaquecido del cual gotea, incesante, un líquido medio verde y herrumbrado.
El humo de las primeras parrillas se eleva, casi majestuoso, y los olores sensuales de la choriceada causan estragos entre los más necesitados. El hedor de las aguas estancas se relega postrado ante la vida que retoma la faena cotidiana. Hernán se siente un apóstata, un ruin. Pone en marcha el auto con rabia, mientras recobra antiguos recuerdos que creyó sepultos en el panteón de una vieja época.
Reinicia la marcha. El sol cubre las corcovadas techumbres de la villa en tanto el lugar, agreste y desventrado, se esfuma en la distancia. El hombre maneja en silencio mientras su rostro es una mezcla de dulzura y resquemor. Deja atrás la avenida que separa los dos planetas y se interna en la urbe civilizada. Y allí quedan la vida promiscua, la desazón de un mañana impredecible y las remembranzas del antiguo villero..
–Nunca me dijiste una palabra sobre tu origen –murmura Helena con voz aniñada.
–Tampoco preguntaste. Yo no veo motivo para gritarlo a los cuatro vientos. Te aseguro que al ver a esos chicos me ví como uno más. Así fue mi infancia, ¿lo entendés ahora? Me crié en esos basurales húmedos. Ahí tuve los primeros amigos; y la policía entrando a caballo a rebencazo limpio. ¿O vos te creés que nos dejaban en paz? Casi todas las madrugadas nos arrancaban del sueño a patadas tirándonos las cosas afuera y rompiendo los pocos muebles que teníamos, robándonos los escasos bienes que nos pertenecían
–Te juro que no sabía nada, Hernán.
–Esto y muchas cosas más no sabés. Y tu querida familia es gente que anda con la nariz apuntando al techo. Pensé que eras distinta, más sensible y considerada: ya ves.
A la mina le resbalan unas lentas y módicas lágrimas infantiles sobre las mejillas, todas palidez y sorpresa. Como si un par de segundos antes hubiese enviudado.
A Hernán le cuesta implicarse en el flamante universo que le han diagramado los futuros suegros. Es que yo me rompí el culo, se justifica pensando en los villeros. Que hagan lo mismo que hice yo, ¡¡qué joder! Aunque no está convencido. Siente remordimientos. Incluso le vienen ganas de tirarse un lagrimón. Pero asume, aún contrito, cuán cómoda es la vida sin paredes de latas, sin pasillos lúgubres, sin miserias retratadas en las caras y sin estómagos hinchados de pan.
El auto llega a destino. Los amigos están esperando en la puerta. En el cercano entorno fulguran el jardín y los frutales restallados de verdes y flores, los vasos con aperitivos. Los problemas de la miseria cotidiana se sepultan entre las risas vocingleras y estúpidas. Helena se está recuperando. La pesadilla del barrio de emergencia se desvanece entre los vahos dulzones de los cócteles, el relato de la gran aventura y la temeridad de Hernán, la charla ramplona, y las cabecitas vacías contorsionándose con la música de cumbia.
No debí tomar por esa avenida, piensa Hernán mientras prepara el fuego. Aunque es un flojo, un sentimental enfangado en fantasías de pecado y culpa: Es este humo de la parrilla que me irrita los ojos, le pretexta a los amigotes ·
Y bueh Pichito , quien te manda a meterte en la villa de los negros : perucas, bolitas y provincianos ! Puaaj!!!!!
ResponderEliminaramelia
Hernán, es esa lucecita como un pestañar de ensueño del "se puede salir". Y sin embargo, se sale, quedando. Algunos orígenes vienen quemando los talones y en algún punto de la sombra, se revelan. Podría haber evitado la ruta, el detener el auto...Eligió acercarse y preguntar, recordar, sentir ese aire del origen. Y bueno, la vida sigue, ahora sin secretos. Y los secretos revelados duelen, pibe, y el humo del asado ayuda a liberarlos pero no termina con ellos. Muy bueno, Andres. Elsale.
ResponderEliminarEl protagonista (Hernán) es el clásico personaje contra la trama que sumado a una impecable escritura y tratamiento del tema componen un excelente relato, saludos, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarEn este excelente relato el protagonista revela que, la peor discriminación puede llegar a ser la que se ejerce sobre uno mismo.
ResponderEliminarBravo Andrés
Ofelia
No quiero hablar de Hernán ni de la mina, a pesar que nadie borra su pasado, pero sí quiero hablar del hacedor del relato que en sus descripciones exactas parece haber sido parte del escenario y donde el rico vocabulario hace gala de buena literatura.
ResponderEliminarCelmiro Koryto
Historias de vida que hablan, impecablemente, de la sesibilidad social del escritor. Me gusto mucho.
ResponderEliminarG.U.
No fue casual el pasar por la vera de la villa, sino causal, aunque inconscientemente, recurso que utiliza el autor para que en forma de diálogo se susciten las distintas posiciones, las cuales llegan con más fuerza al lector que un discurso social sobre la identidad, la pertenencia y la desigualdad.
ResponderEliminarFelicitaciones, Andrés, y cariños.
Vuelvo Andrés . Vuelvo . Ahora seria. Me hizo pensar el comentario de Celmiro. Yo me enganché con el título y ...la seguí . No es la primera vez que me pasa , o que suele pasar , que cuando la realidad es tan abrumadora , te defiendes con el humor, la ironía.
ResponderEliminarQuiero hablar de vos , no solo como comprometido escritor , sino como amigo fiel ,muchos que comparten este espacio ,lo saben . También de un hombre que no solo trabaja y trabaja como una hormiguita , sino que se da tiempo para escribir.
Gracias Andrés por tu esfuerzo , he aprendido mucho en esta casa. Un abrazo .
amelia
Agradezco a los lectores los comentarios recibidos a este relato que ha pretendido trazar un croquis de parte de la sociedad argentina aunque la acción transcurre en Bs.As.
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