EL MISTERIO DEL «MILLONARIO DESCALZO»
Lo vislumbré desde lejos. Vi el largo bulto de su cuerpo enfundado en ropas oscuras. Supuse que era lo de siempre: un borracho con plata que dormía la juerga del sábado a la noche....
A medida que me acercaba apreciaba otros detalles, el sombrero negro tirado a unos metros del cuerpo, la ropa mojada, aunque parecía limpia, los pies sin medias ni zapatos.
Ya a su lado, se confirmó mi primera impresión: el hombre vestía ropas de calidad, tenía buena presencia y debía andar alrededor de los treinta años. Respiraba irregularmente, estaba muy pálido y empapado. Era primavera y nada bueno podía resultar de estar en la playa, calado y a merced de esa fría brisa matinal.. Por las dudas le revisé los bolsillos –no se movió-: nada, ni cartera, ni documentos. Dudé entre la ambulancia y la policía. Llamé a ambas y me retiré a esperar a suficiente distancia. No tenía ganas de dar explicaciones. Cuando ví que se acercaba un patrullero me fui a casa. El ricachón ya tenía quien lo atienda...
Pero mi curiosidad no me daba tregua, no en vano soy investigadora. No puedo dejar un misterio sin resolver, y si no lo hay, lo invento... ¿Quién sería el joven descalzo? ¿por qué estaba tirado en ese lugar solitario?
El martes no aguanté mas y me fui al hospital de la zona. Recorrí todas las salas y no lo encontré, me asomé a las pocas habitaciones dobles de terapia post operatoria y no estaba. Desconcertada, salí del hospital reflexionando sobre mis próximos pasos.
Siempre podía recurrir a mis contactos en la seccional, pero cada favor se paga y no sabía si me convenía dilapidar uno por un desconocido que ni siquiera era un posible cliente. Mas no solo de pan vive el hombre, mi curiosidad era más ávida que mi estómago y, además, no tenía ningún asunto entre manos.
Fui a la seccional, y antes de que pudiera abrir la boca lo ví sentado, tomando una coca-cola. Seguía descalzo, le habían dado otra ropa, muy usada pero limpia y aun así conservaba el aire de ricachón aristocrático. Como al descuido, le pregunté al sargento de turno quién era ese hombre. Suárez se encogió de hombros, no sabemos, no habla... Y me contó dónde y cuándo lo habían recogido.
El desconocido no parecía inquieto ni asustado, como si estuviera en su casa. Sugerí que le dieran papel y lápiz, quizá pudiera escribir, tal vez estaba en estado de shock. Suárez se entusiasmó con la idea y le alcanzó de inmediato una hoja en blanco y una lapicera. Para justificar mi presencia, pregunté por González que, según sabía, estaba en ese momento de vacaciones, y me quedé mirando.
El tipo estaba dibujando como un descosido. Esbozaba un piano con todos los detalles; usando la lapicera, como si fuera carbonilla, le daba blancos, sombras, trazos gruesos y finos. ¡Tenía talento para el diseño! Cuando terminó, puso la hoja y la lapicera a un lado como si no tuvieran nada que ver con él. Suárez sacó otra hoja y le volvió a tender la lapicera. Y otra vez la misma historia: otro piano del mismo tamaño e idénticas características. Al cuarto piano nos dimos por vencidos. ¿Quería decirnos algo? ¿Qué...?
Suárez me comentó que lo había revisado el médico de la seccional y le habían sacado sangre, todo en orden: nada de drogas o alcohol, limpito y sano. Ya lo habían fotografiado y ese día saldría su retrato en todos los diarios y en los informativos de la TV. Esperaban prontos resultados, no lo podían mantener en la comisaría y él no se quería ir.
A la mañana siguiente revisé la sección policial del diario, a veces encontraba allí trabajo. Sospechosos de crimen, chicos desaparecidos, violencia familiar. Siempre que hubiera dinero para pagarme no me importaba cuál era la parte que me contrataba. Repasé las noticias rápidamente: no había nada para mí, pero algo me llamó la atención: a unos 50 Km. de la ciudad, en un pueblo balneario, había aparecido destrozado el piano de la confitería principal. No decía cuándo había ocurrido, pero la noticia mencionaba “turistas indeseables”.
Me vestí y fui otra vez a la estación policial. Esta vez González estaba. Viejo amigo de mis épocas de escuela secundaria y novio de entonces, nos ayudábamos cuando era posible.
El mudo se había ido con su propia ropa, ya seca y planchada, y con un par de zapatillas que los “muchachos” le habían conseguido. González no tenía ningún dato: él no estaba de turno cuando el muchacho se fue. Sin perder tiempo me dirigí al pueblito, llevando un diario del día anterior con la foto del muchacho descalzo.
Era un lugar bastante chico, muchas casas vacías, un departotel ídem y profusos locales de comida rápida, también desiertos, todos esperando el verano. Eso era una ventaja: seguramente recordarían a un turista solitario fuera de temporada.
Me metí en la confitería que me pareció más importante: poca gente, de seguro del lugar, tomando el café y leyendo el diario. Me senté, pedí un desayuno “de la casa” y cuando me lo sirvieron empecé a charlar con el mozo. No fue difícil llegar al piano destrozado y al desconocido descalzo. El destrozo había ocurrido el viernes de madrugada, mejor dicho entre el viernes y el sábado. El muchacho había cenado con otras personas, todos hombres y mayores que él. De pronto habían empezado a discutir, llegaron a las manos y en la trifulca destrozaron el piano. El dueño del bar prefirió no dar detalles e informó a la policía sólo para cobrar el seguro.
Los hombres que estaban con el muchacho parecían de mucho dinero, iban muy elegantes aunque con alguna exageración... llamaban la atención Sí, parecían nuevos ricos. Varios de ellos eran orientales, como chinos o coreanos. Después que rompieron el piano se fueron con tanta prisa que parecía que se hubieran esfumado.
Terminé mi desayuno y comencé a deambular por el pueblo. Llegué a la playa, muy mona, limpia, con abundancia de árboles y plantas: un gusto. La costa con su franja de arena continuaba a ambos lados del balneario. Me decidí por la derecha, me saqué los zapatos y las medias y empecé a caminar.
La playa era angosta y se extendía por kilómetros y kilómetros hacia ambos lados. Probablemente se podía llegar hasta la Capital transitando por la costa. ¡Eso era...! El muchacho debía haber llegado caminando y descalzo porque, como yo, se había sacado los zapatos para andar por la arena. Bueno, ya tenía algunos datos: había participado en la trifulca de la confitería, había llegado a la Capital caminando casi cincuenta kilómetros y se había desplomado por agotamiento. Los zapatos los debió perder por el camino. El piano que dibujaba tenía relación con su última vivencia... ¿Por qué no hablaba? Eso todavía era un misterio. ¡Tenía que encontrar al muchacho!
Mi experiencia, y mi intuición, me decían que en esta incógnita había algo más serio, algo que tal vez yo podría descubrir. Pero ante todo tenía que encontrar a mi cliente, el misterioso joven descalzo.
Volví a mi auto y enfilé para la ciudad en la que, entre siete millones de habitantes, deambulaba mi futuro cliente. Me otorgué 48 horas para encontrarlo: si después de dos días no lo ubicaba me olvidaría del asunto y buscaría trabajo seriamente.
Me encaminé a la playa a la hora habitual para mi marcha diaria, vestida con el equipo de deporte. Aunque estaba tranquila, el hueco en la boca del estómago no me dejaba en paz. Sabía que no era probable, pero esperaba ver al muchacho en el mismo lugar en que lo había encontrado la primera vez... ¿Presentimiento o anhelo?
Al cuarto día -no, no cumplí mi promesa- lo vi. Sentado en una roca, con las zapatillas que seguramente había recibido de los “muchachos” de la comisaría, las manos en los bolsillos de su costoso pantalón — que ya no parecía tan caro —, miraba el horizonte.
Seguí mi caminata sin cambiar el ritmo. Me senté a descansar en una roca a unos dos metros de la suya. Tomé agua, hice mi serie de ejercicios respiratorios y también yo me puse a mirar el horizonte. Los amaneceres son públicos, ¿no?
El espectáculo era lo bastante hermoso como para lanzarle un comentario, un pequeño anzuelo para pescar mojarritas. El pescadito picó y me largó otra frase hecha. No me importó, lo principal era que habló: habló normalmente, sin vacilar ni tartamudear, sin acento extranjero ni balbuceos. El tipo no era mudo, ni estaba en shock. Era completamente normal... Seguimos intercambiando lugares comunes durante unos diez minutos y luego le espeté:
-Yo soy la que te encontró y avisó a la policía.
-Si, me lo pareció... Usted fue a la Seccional y me dio el papel y la lapicera, me estuvo mirando ¿Es así? ¿Quién es usted? Observé que tiene buenas relaciones con los botones.
-¡Eh, pibe! ¡No hablabas pero observabas todos los detalles! Soy detective privado, la Piba Antúnez. Tengo el pálpito que estás en un buen lío. Y en este momento no tengo ningún caso. ¿Tenés unos pesos para contratarme?
-¡Sí! Estoy metido en un problemita: tengo una cuenta bastante abultada en el banco pero no puedo sacar un peso... No tengo dónde dormir y lo poco que tenía en mis bolsillos ya me lo gasté en comer. Así que no sé que haré.
Mi alma caritativa sometió a la de detective necesitada de dinero. Le ofrecí mi casa y nos fuimos para allí. Mientras se bañaba y afeitaba preparé un suculento desayuno y una jarra de café. También le revisé los bolsillos, ¡no hay que exagerar la solidaridad! Después de todo, pensé, tal vez la detective se vea beneficiada, pero no encontré ni una miguita. El estómago lleno y el descanso pueden hacer hablar a una piedra, se consoló mi espíritu investigador.
Después de comer, se sentó en el sillón frente al televisor y a los cinco minutos roncaba.
Me dediqué a mis asuntos hasta la hora del almuerzo. Preparé unos tallarines y lo desperté. No cambiamos palabra mientras comíamos –él más bien devoraba- y con el café empezó a hablar.
Siguiendo sus indicaciones, saqué el auto y me fui otra vez a Playa Serena, el famoso pueblito. Estacioné el coche antes de llegar al centro, fui caminando hasta la playa y busqué el conjunto de rocas que parecía una mesa redonda. Aunque el parecido era muy remoto, la encontré y busqué debajo de lo que parecían las patas. En la segunda “pata” encontré el paquetito, envuelto en un pañuelo, como él me había dicho. Adentro estaban el pasaporte, el documento de identidad, la chequera, la tarjeta de crédito y un celular apagado. A un costado los zapatos y las medias prolijamente dobladas.
Roberto Mosconi –ya tenía nombre— debía salir urgentemente del país. Los medios corrientes debían descartarse: siendo el único testigo vivo de la matanza en la playa lo estarían esperando en todos los puestos fronterizos.
La policía, siempre tan eficiente, lo había tenido dos días en la comisaría mientras a 50km. la otra seccional –que por alguna razón había mantenido en secreto los crímenes- lo buscaba desesperada. Cuando los de la ciudad publicaron su foto, y los de Playa Serena cayeron en la cuenta, Roberto ya se había retirado decorosamente con las zapatillas que le regalaron.
De los chinos no había noticias. Seguramente habían viajado la misma madrugada de los hechos. No se iban a quedar para explicar porqué habían liquidado a cinco personas.
La urgencia por escapar embotaba el dolor de la pérdida: el padre y dos hermanos muertos. Los estudios universitarios casi concluidos habían terminado esa noche. Roberto no habló del pasado o del futuro. Sólo intentaba esbozar planes diversos para escapar. Si la policía lo encontraba era carne muerta. La mafia china tenía sus chivatos bien pagados en todos los niveles y no terminaría vivo un interrogatorio. Lo acusarían post-mortem de los crímenes y nadie tendría interés en remover la basura: ¿fueron asesinados cinco mafiosos italianos? ¡Mejor que mejor!
Aunque él no participaba en los negocios de la familia y se consagraba a los estudios de arquitectura con toda su alma, sabía a qué se dedicaban y había advertido a uno de sus hermanos que con los chinos no se jugaba. Pero los dos hermanos mayores no se atrevían a enfrentar al padre. Además, creían en él, confiaban en que sabría salir del paso, convencer a los chinos de compartir el mercado... Pero los orientales no tenían interés en dividir ganancias. Liquidando a la familia Mosconi se quedaban con todo: casinos legales y de los otros, “protecciones” y contrabando de bebidas. Sumando a estos la droga y la prostitución de todo sexo y edad, que ya poseían, su emporio sería inexpugnable.
Mi instinto maternal no me dejaba en paz. Ayudarlo, comprarle un pasaje a las antípodas, conseguirle dinero y pasaporte, todo financiado con mis ahorros, o echarlo a la calle y que se arregle como pueda. ¿Y si después resulta que la cuenta bancaria es flaquita, raquítica? ¿Y si la chequera y la tarjeta de crédito son falsificadas? Pero el muchacho me caía bien; si hubiera sido diez años más viejo, hasta podría enamorarme... –¡Piba, no seas sonsa, no te rifés!- decía la razón.
-¡Pero, ché!¡Hay que hacer el bien sin mirar a quién!- contestaba la compasión. Mientras la razón y la compasión discutían, yo me fui a buscar a mis contactos y encargué un pasaporte de joven castaño, piel blanca, ojos claros, y si era posible con barba.
Durante la semana de espera, que transcurrió con mucha lentitud, Roberto se dedicó a comer, dormir, mirar TV, leer y dejarse crecer la barba. Yo aproveché para liquidar algunos viejos asuntos y cobrar plata que me debían, más para matar el tiempo que por otra cosa.
Llegó el documento. El dueño del pasaporte no era muy parecido a Roberto y tenía anteojos. Ni rastros de barba, lo que en definitiva era una ventaja: la barba desdibujaba los rasgos faciales. Compré unos anteojos parecidos a los de la foto para completar el disfraz e inmediatamente encargué un pasaje por teléfono para ese mismo día. Lo llevé al aeropuerto, lo acompañe en los trámites y nos despedimos en la escalera de la sala de embarques. Me agradeció y me dió un beso fraternal.
Volví al departamento vacío, como siempre. Pero esta vez parecía más grande, más frío, más desocupado...Yo había elegido mi vida, no era la primera vez que el gran signo de interrogación me obligaba a recordar que casi ningún compañero había soportado mi vida irregular y desordenada; y a los que habían pretendido quedarse yo los había echado ante el primer intento de aconsejarme o manejarme...
A los tres días, de acuerdo a lo convenido, saqué el dinero de un cajero automático alejado de mi casa. Mi razón se quedó muda: había plata, gastos más honorarios. Rompí la tarjeta en pedacitos y la tiré en el primer tacho de desperdicios que encontré. Mi compasión, satisfecha de sí misma, me llevó a una confitería y me convidó con un chocolate con churros.
Nunca volví a ver a Roberto, pero hace unos días recibí por correo un sobre sin remitente: adentro encontré el hermoso dibujo de un piano... ·
Mina como la Piba Antúnez- astuta, compasiva, se juega - necesita el mundo para los locos del corazón, para que no ganen los mafiosos de siempre y los aprovechadores. Se me enfrió el agua del mate leyendo y luego se me hizo un nudo en la garganta con el final.
ResponderEliminarEster, un cuento donde uno se involucra, especula, quiere saber más que la narradora. . y el final asombra y emociona.
Me encantó.
Felicitaciones, Ester, y cariños.
MARITA RAGOZZA
Muy bello !!!!
ResponderEliminarTe saluda, Liliana
Nurit! Me fuí a la Playa , a la cana , comí tallarines . Por un momento pense que la Piba Antúnes tenía algún parentezco con la bruja de Trinelli . Pero me convencí al final, que pibas como esas hay pocas. También pocos narradores llevan al lector a tal punto de desconexión con lo real que se enfría el agua para el mate. Lo disfruté mucho.
ResponderEliminaramelia
Entretenido y bien llevado el relato de la Piba Antunez desfila como una película que uno desea que no acabe, saludos, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarUn relato para disfrutar que te tiene arrinconado sin levantar la vista de las letras hasta el final.
ResponderEliminarA veces el instinto nos dice jugate y nos sale bien...
Celmiro
HOLA ESTER, GENERALMENTE NO LEO SOBRE LA PANTALLA DE LA COMPUTADORA, ME CANSA, ESTA VEZ Y DE UN TIRÓN, SIN MATES DE POR MEDIO, LLEGUÉ HASTA EL FINAL PENSANDO QUE LA INVESTIGADORA SERÍA UNA MÁS DE LAS ESTAFADAS DE RUTINA. ME GUSTÓ LA FUERZA DEL RELATO QUE NO DEJA QUE UNO SE DESPRENDA DE ÉL, Y EL FINAL FELIZ. ¿PORQUÉ NO? FELICITACIONES. MARTA COMELLI
ResponderEliminarEster Mann es, cuanto menos, una escritora terca. Ha creado un personaje que despierta simpatía y lo tiene prisionero en su mente, donde duerme una larga siesta. Esperamos los próximos relatos sobre la Piba Antunes. ¿Vendrán?
ResponderEliminarEsta tal Antunes distorsiona, embauca con su personalidad y me obligó a leerla sin prisa porque "embaucadora ella", me llevó por uno y mil desenlaces. ¿Era la que se mostraba? ¿Una aventurera? ¿Era la profesional que se involucra? ¿Era la curiosa indagadora? Ella sí, que en este hermoso cuento "es mil y una".Sonia Figueras
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