Una cuestión de honor
Milton Fornaro
Milton Fornaro nació en Minas, en 1957. Se desempeñó como co-director del Diccionario de la LIteratura Uruguaya (Arca, 1986), participó de la novela colectiva La muerte hace buena letra (Trilce, 1993) y fue guionista de TV para el programa humorístico Plop (1991-1992). Es autor de una obra teatral, Coquita Superestar (1992) y de varios libros de cuentos: De cómo un niño salvó su honor con una honda (1967), Nueve en cuerpo 18 (1968), Lo demás son cuentos (1972), Los imprecisos límites del infierno
(1979), Ajuste de cuentos (1982), Puro Cuento (1986), Descuentos (1998) y Murmuraciones inútiles (Alfaguara, 2004) libro con el cual obtuvo el 1er Premio en la Categoría Narrativa del Concurso Literario Anual del M.E.C (Ministerio de Educación y Cultura).
Como novelista ha publicado: Hoy fue uno de esos días (1993), Si le digo le miento (2003) y Cadáver se necesita (Alfaguara, 2006)
Como novelista ha publicado: Hoy fue uno de esos días (1993), Si le digo le miento (2003) y Cadáver se necesita (Alfaguara, 2006)
A nadie que se hubiese cruzado con el hombre en bicicleta se le habría ocurrido pensar que aquel flaco sudoroso pedaleaba para matar a otro hombre.
No es común que alguien de por allí salga a desafiar el fuego de la carretera en un mediodía de verano, y mucho menos con el propósito que animaba a Florentino Casas.
Parece de cuento que un hombre se vista con sus mejores ropas, envaine un cuchillo de veintidós centímetros de hoja y se lo calce en la cintura. Y es igualmente fantástico que ese mismo hombre saque la bicicleta del galpón donde duerme la lechera, enfile cortando campo hacia la carretera para, recién al sentir bajo sus alpargatas el asfalto hirviendo, bolear la pierna izquierda sobre el asiento y aprontarse a recorrer veintiocho kilómetros. Sería de no creer que alguien se tomara todo ese trabajo para llegar hasta la casa donde la que había sido su mujer de toda la vida dormía la siesta junto al papero Pereira.
De cuento o no, la cuestión es que Florentino Casas, con sus setenta años encima y ataviado como para salir, iba al rayo del sol a encontrarse con su destino, cinco leguas y pico más allá.
Y para colmo era domingo.
Así como la hora, tampoco el día era apropiado para andar provocando quien sabe qué por esas cuestiones de lavar el honor, que para él era venganza lisa y llana. Pero Florentino desdeñaba esos detalles porque sólo podía pensar en llegar al final del camino para interrumpirle la siesta a Pereira, obligarlo a salir y abrirlo de arriba abajo.
Florentino Casas hizo el primer kilómetro sin dificultad. Iba tan ensimismado en sus pensamientos, y los deseos de verle la cara a su enemigo eran tales que sólo le importaba mover las piernas.
El sombrero de fibras de nailon entretejidas era insuficiente para protegerlo, y para colmo le resultaba caluroso. Unos molestos hilitos de agua empezaron a surcarle la cara y la nuca. Con movimientos reflejos, el hombre se secaba la transpiración con el dorso de la mano derecha, mientras con la izquierda se prendía al manubrio. Tal vez el pañuelo pudiese ser más efectivo, pero Florentino decidió prescindir de él para mantenerlo limpio, por las dudas de que Rosa lo necesitara para enjugar sus lágrimas.
Era cinco años más joven que él. Estuvieron juntos casi cincuenta, y en todo ese tiempo fueron contadas las veces que la vio llorar.
Rosa no era de llanto fácil. Florentino recordaba que cuando sucedía algo irremediable, la mujer endurecía el rostro, los ojos se vaciaban de cualquier brillo y comenzaban a inundarse de tristeza. Durante días miraba sin ver y hablaba lo necesario, hasta que de a poco el entristecimiento la abandonaba, como ocurre con la fiebre.
Trataba de acordarse cuántas veces la había visto llorar. En ese momento sintió el latigazo en el tobillo derecho e inmediatamente oyó el ruido de la cadena arrastrada. Puteó largo y tendido y frenó despacio.
Mientras colocaba los eslabones sobre el plato dentado y hacía girar, apenas levantada, la rueda trasera para lograr el calce perfecto, Florentino sintió por primera vez el agobio del calor y del cansancio que comenzaba a ganarle las piernas y la cintura. Ya no estaba para aquellos trotes, se dijo Pero no se dio un respiro. Apenas si se limpió la grasa de los dedos en el pasto y levantó, tirando con la punta del índice y el pulgar, la pierna del pantalón, para dejar al aire el tobillo sangrante.
Reanudó la marcha torpemente y anduvo unos metros bordeando la banquina. Enseguida retomó el ritmo del pedaleo y el hilo de sus pensamientos.
Avanzaba lentamente. A la derecha por momentos veía el mar y una franja de costa. A la izquierda adivinaba los campos donde pinos y eucaliptos, papas y terrones, se prodigaban sin animales a la vista.
Adelante, el alquitrán reverberante era una interminable yarará que se aplastaba al paso de su marcha triunfal.
Ganaba metros y se le iba la vida, pero, empecinadamente, no separaba la suela de las alpargatas de los pedales mortificantes. Rosa, como en sueños, estaba delante y atrás.
A veces pasaba algún coche que lo sacaba de su modorra con sacudimiento de ráfaga ruidosa y polvorienta. Sin levantar la cabeza mascullaba «Putos», y se aferraba al manubrio con una tensión que aumentaba el dolor de los músculos de sus brazos sarmentosos.
Detrás del próximo curvón estaba la escuela y una legua más adelante el almacén de Tabeira. Allí se detendría, más que para juntar fuerzas para anunciar el propósito de su viaje. Se tomaría una cerveza y, sin saludar demasiado, volvería al camino. Al irse diría como al pasar: «Voy a matar a Pereira», y tal vez agregara: «y a quien se me cruce». O quizá fuera mejor tomarse la cerveza y esperar a que alguien preguntara qué andaba haciendo.
Iba rumiando las palabras cuando volvió a zafarse la cadena. El puntazo en el tobillo lastimado le hizo perder el dominio de la bicicleta, que zigzagueó hasta que un montón de pedregullo la detuvo. Fue todo tan rápido que Florentino se dio cuenta de lo sucedido cuando estaba levantándose.
Ya de pie pateó la bicicleta caída. No tuvo ganas de maldecir porque el sol era más fuerte que cualquier otra cosa. Sin apuro arremangó la pierna derecha del pantalón, pues no deseaba mancharla ni con la sangre del tobillo, que ya estaba en carne viva, ni con la grasa que le quedaría en los dedos después de colocar la cadena. Quería estar presentable cuando despenara a su rival.
No es común que alguien de por allí salga a desafiar el fuego de la carretera en un mediodía de verano, y mucho menos con el propósito que animaba a Florentino Casas.
Parece de cuento que un hombre se vista con sus mejores ropas, envaine un cuchillo de veintidós centímetros de hoja y se lo calce en la cintura. Y es igualmente fantástico que ese mismo hombre saque la bicicleta del galpón donde duerme la lechera, enfile cortando campo hacia la carretera para, recién al sentir bajo sus alpargatas el asfalto hirviendo, bolear la pierna izquierda sobre el asiento y aprontarse a recorrer veintiocho kilómetros. Sería de no creer que alguien se tomara todo ese trabajo para llegar hasta la casa donde la que había sido su mujer de toda la vida dormía la siesta junto al papero Pereira.
De cuento o no, la cuestión es que Florentino Casas, con sus setenta años encima y ataviado como para salir, iba al rayo del sol a encontrarse con su destino, cinco leguas y pico más allá.
Y para colmo era domingo.
Así como la hora, tampoco el día era apropiado para andar provocando quien sabe qué por esas cuestiones de lavar el honor, que para él era venganza lisa y llana. Pero Florentino desdeñaba esos detalles porque sólo podía pensar en llegar al final del camino para interrumpirle la siesta a Pereira, obligarlo a salir y abrirlo de arriba abajo.
Florentino Casas hizo el primer kilómetro sin dificultad. Iba tan ensimismado en sus pensamientos, y los deseos de verle la cara a su enemigo eran tales que sólo le importaba mover las piernas.
El sombrero de fibras de nailon entretejidas era insuficiente para protegerlo, y para colmo le resultaba caluroso. Unos molestos hilitos de agua empezaron a surcarle la cara y la nuca. Con movimientos reflejos, el hombre se secaba la transpiración con el dorso de la mano derecha, mientras con la izquierda se prendía al manubrio. Tal vez el pañuelo pudiese ser más efectivo, pero Florentino decidió prescindir de él para mantenerlo limpio, por las dudas de que Rosa lo necesitara para enjugar sus lágrimas.
Era cinco años más joven que él. Estuvieron juntos casi cincuenta, y en todo ese tiempo fueron contadas las veces que la vio llorar.
Rosa no era de llanto fácil. Florentino recordaba que cuando sucedía algo irremediable, la mujer endurecía el rostro, los ojos se vaciaban de cualquier brillo y comenzaban a inundarse de tristeza. Durante días miraba sin ver y hablaba lo necesario, hasta que de a poco el entristecimiento la abandonaba, como ocurre con la fiebre.
Trataba de acordarse cuántas veces la había visto llorar. En ese momento sintió el latigazo en el tobillo derecho e inmediatamente oyó el ruido de la cadena arrastrada. Puteó largo y tendido y frenó despacio.
Mientras colocaba los eslabones sobre el plato dentado y hacía girar, apenas levantada, la rueda trasera para lograr el calce perfecto, Florentino sintió por primera vez el agobio del calor y del cansancio que comenzaba a ganarle las piernas y la cintura. Ya no estaba para aquellos trotes, se dijo Pero no se dio un respiro. Apenas si se limpió la grasa de los dedos en el pasto y levantó, tirando con la punta del índice y el pulgar, la pierna del pantalón, para dejar al aire el tobillo sangrante.
Reanudó la marcha torpemente y anduvo unos metros bordeando la banquina. Enseguida retomó el ritmo del pedaleo y el hilo de sus pensamientos.
Avanzaba lentamente. A la derecha por momentos veía el mar y una franja de costa. A la izquierda adivinaba los campos donde pinos y eucaliptos, papas y terrones, se prodigaban sin animales a la vista.
Adelante, el alquitrán reverberante era una interminable yarará que se aplastaba al paso de su marcha triunfal.
Ganaba metros y se le iba la vida, pero, empecinadamente, no separaba la suela de las alpargatas de los pedales mortificantes. Rosa, como en sueños, estaba delante y atrás.
A veces pasaba algún coche que lo sacaba de su modorra con sacudimiento de ráfaga ruidosa y polvorienta. Sin levantar la cabeza mascullaba «Putos», y se aferraba al manubrio con una tensión que aumentaba el dolor de los músculos de sus brazos sarmentosos.
Detrás del próximo curvón estaba la escuela y una legua más adelante el almacén de Tabeira. Allí se detendría, más que para juntar fuerzas para anunciar el propósito de su viaje. Se tomaría una cerveza y, sin saludar demasiado, volvería al camino. Al irse diría como al pasar: «Voy a matar a Pereira», y tal vez agregara: «y a quien se me cruce». O quizá fuera mejor tomarse la cerveza y esperar a que alguien preguntara qué andaba haciendo.
Iba rumiando las palabras cuando volvió a zafarse la cadena. El puntazo en el tobillo lastimado le hizo perder el dominio de la bicicleta, que zigzagueó hasta que un montón de pedregullo la detuvo. Fue todo tan rápido que Florentino se dio cuenta de lo sucedido cuando estaba levantándose.
Ya de pie pateó la bicicleta caída. No tuvo ganas de maldecir porque el sol era más fuerte que cualquier otra cosa. Sin apuro arremangó la pierna derecha del pantalón, pues no deseaba mancharla ni con la sangre del tobillo, que ya estaba en carne viva, ni con la grasa que le quedaría en los dedos después de colocar la cadena. Quería estar presentable cuando despenara a su rival.
«Que sepa que lo mata un hombre de bien y no cualquier facineroso», se había dicho en el rancho, mientras se peinaba con unto frente al espejo que parecía un cuadrito sobrado de marco. ■
Este relato nos permite ingresar en sentimientos y final enigmático.
ResponderEliminarCambiando el caballo por la bicicleta el ser humano se convierte en el mismo asesino a través del tiempo.
ResponderEliminarPero el relato es movido y el autor simpáticamente nos lleva a acoger al personaje casi a aprobarlo.
Celmiro Koryto
Las dificultades en el trayecto del protagonista permiten la esperanza de la reflexión y el final abierto colabora para ello. Carlos Arturo Trinelli
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