Residuos
El gesto de ternura en medio de la basura
Residuo -en una de sus acepciones- es aquello que resulta de la descomposición o destrucción de algo. En una sociedad claramente descompuesta como la nuestra, en la cual las relaciones se mueven por pulsos hostiles más que por aquellos latidos que nos llevan al entendimiento y al encuentro, un simple gesto de ternura puede ser importante y destacado como una actitud valiente. De eso nos habla este cuento de Aloisio: de lo que nos queda, de la simpleza del detalle, del gesto que estimula lo agradable aunque no vaya a cambiar al mundo.
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Un martes frío. El día franco terminaba en una noche alquitranada, negra por donde se la mirase. Los muchachos del camión estarían cubriendo el recorrido de siempre. Mañana era su turno -pensó Octavio-, pero enseguida alejó la idea con un cabeceo. Se acomodó sobre la bicicleta y apoyó la mano libre en el árbol que le servía de resguardo. Enfrente estaba la casa, y ella adentro, supuso. Le dio una pitada al armado, se quedó mirando cómo el humo desaparecía entre las sombras. Después bostezó, y jugó un rato con los pedales para calentar las piernas. Repasó la historia:
Aquel viernes Lucho y él, parados sobre la cola del camión amarillo. Saltaban y hacían un trote corto. Una bolsa de basura en cada mano, el revoleo certero, y al subir el grito: ¡Dele! ¡Dele! para que el viejo Álvarez avanzara un trecho y volviera a detenerse.
La casa estaba sobre la vereda que le correspondía a Lucho, pero ella, apurada, cruzó la calle con una caja a medio cerrar y, disculpándose, se la dio a él en las manos. Fue un gesto simple, inocente, pero a Octavio le impresionó esa mirada marrón. La siguió con la vista hasta que ella cerró la puerta, y debió apurar el paso porque el camión se alejaba.
Al terminar el turno quiso contarles a los muchachos, pero lo acobardaron sus caras burlonas. Así que guardó silencio,
se propuso que cada noche, cuando pasaran frente al chalcito de tejas rojas, como al descuido buscaría la figura de ella.
Y la encontró algunas veces: dejando una bolsa en el canasto, cerrando la puerta, regando las plantas del jardín. Se convirtió en un experto de sus hábitos y horarios. Hasta le inventó un nombre para sentirla cerca: Marta.
Un día decidió que usaría sus noches libres para observarla. La casa abandonada de enfrente sería un lugar propicio para guarecerse. La vio entrar y salir. Reconoció su voz, su risa chillona, su taconeo rápido. Supo que vivía sola. Se enteró de sus salidas, del taxi que la buscaba cada viernes a la diez y la traía a las doce, de sus amigas gordas con las que hablaba a los gritos. A ellas les debía la revelación de su nombre: Felisa, pero para él siguió siendo Marta, porque así era más suya.
Una noche estuvo a punto de llamarla, pero la voz se le apagó antes de que pudiera hablar. La vio subirse al taxi y se quedó parado ahí, inmóvil, silencioso.
Entonces decidió lo que haría.
Un viento fresco lo arrancó del recuerdo. Observó la casa: la luz del porche encendida, la puerta cerrada. Marta está, el problema es el tipo -pensó. La había visto varias veces con un petizo que entraba sin golpear y se iba a cualquier hora. Ella siempre le acomodaba el cuello de la camisa, le levantaba la solapa del saco, pidiéndole que se cuidara.
Octavio fumó el segundo y el tercer armado sin que hubiera novedades. Del canasto de la bici se asomaba un bulto oblongo, envuelto en diarios. Lo miró con desconfianza y se pasó la mano por el pelo, tratando de decidirse. Cansado, se apeó y cruzó la calle desierta. La noche olía a querosén, a guiso barato. Se detuvo a mitad de camino: el paquete le pesaba como una bala de cañón. Lo sostuvo firme entre las manos y siguió hacia la casa. Entonces oyó la voz del tipo, y el tintineo de unas llaves. Llegó cuando la puerta comenzaba a abrirse. Ella tenía un vestido verde, el petizo un gabán oscuro. Hablaban por lo bajo, y se reían de alguna ocurrencia compartida. Octavio: estrujaba el envoltorio. Ellos lo miraron, sorprendidos. Él avanzó en silencio.
-¿Así que no tenías novio, hermanita? -carcajeó el petizo al verlo-. La vieja se va a enterar...
Ella negó con la cabeza. Octavio se acercó y le puso el presente en las manos: un ramo de margaritas aplastadas.
Marta (Felisa) sonrió sin entender, se sonrojó. El petizo lanzó un chillido y comenzó a aplaudir. Octavio respiró hondo, cerró los ojos. Pensó en el camión, en Lucho, en el viejo Álvarez. En cómo contarles semejante historia para que quisieran creerle.
Daniel Aloisio
Un relator de pluma joven pero consiso con un deje poético que se derrama sin buscarlo.
ResponderEliminarInteresante y ameno que da ganas de remover otros residuos para encontrar nuevos cuentos.
Celmiro Koryto
Un cuento con buen ritmo narrativo, sin tropiezos atrapa y se lee con ganas, Carlos Arturo Trinelli
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