Ensayista, crítico. Doctor en Filosofía en la Universidad Nacional de Córdoba y en Ciencias de la Cultura en la Scuola di Alti Studi di Modena (Italia). Investigador del CONICET. EnseÑa Filosofía Contemporánea y Filosofía Política (UNC). Algunos de sus libros son Desde la línea. Dimensión política en Heidegger (1997); Lugar sin pájaros (relatos, 1998);La cautela del salvaje. Pasiones y política en Spinoza (2001),Detrás de las puertas (relatos, 2003), El lado oscuro (ensayos, 2004), Spinoza, el amor del mundo (2004), Mesianismo, nihilismo, redención (co-autor, 2005), Babuino (relatos, 2005),El último en dormir (relatos, 2007). Dirige la colección El libertino erudito, para la editorial El cuenco de plata, de Buenos Aires. Es compilador de cuatro libros colectivos sobre el pensamiento de Spinoza y organiza el coloquio internacional sobre Spinoza todos los aÑos en Córdoba. Es Director de la Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba. Es miembro del consejo de redacción de la revista Nombres.
Anacronía de un escritor mediocre
Ese que está sentado ahí, con la cabeza apoyada en la mano, bajo la luz de la lámpara, peleando contra el sueño, es mi padre. Lo veo sin que sepa que lo veo. Morirá pronto. Nunca leí los libros que escribió. Ya no puede escribir, le gana el sueño o la desazón al cabo de un instante frente a la hoja en blanco. No se lleva ningún secreto, a no ser el secreto de sí mismo que a nadie le incumbe sino a él, como sucede con cada criatura que muere, y saldrá del mundo sin llamar la atención, queriendo que nadie lo note. Cuando era niño me dijo que todo pasa muy rápido y que saber eso no sirve para nada. No se lleva ningún secreto, a no ser que la ley de la vida lo sea, y el hijo de mi hijo ni siquiera sabrá su nombre. Lo miro cabecear inútilmente mientras le cae un hilo de baba sobre la hoja. Es un extraño, no hay nadie que no lo sea, tampoco él. Lo miro y es como si nunca lo hubiera visto antes, como si fuera la primera vez. Hay en los rostros una intensidad insoportable, como si no fueran por completo de este mundo; tal vez por eso un mecanismo en la mirada, algo como una reticencia óptica, nos impide verlos plenamente: toda mirada que ve un rostro está afectada de una distracción, incluso, sobre todo, cuando es el de alguien próximo. Quien no lo crea que intente recordar la cara de su padre, o de su hijo. Ahora mi padre dormita, o sólo cavila con los ojos cerrados, apoyado sobre la mano izquierda; su vida se ha consumido en el candil del sueño. En los años, su cuerpo se alimentó y se reprodujo como el de cualquier animal; en breve morirá sin haber dejado tras de sí nada excepto eso, y algunos libros ya olvidados que no habrán de sobrevivir a su vida siquiera un día. ¿Qué he compartido con el hombre que ahora se está yendo, y al que miro casi por primera vez?, me pregunto. ¿Qué, a no ser el azar de transitar el tiempo y haber sido niño junto a él? Lo miro ahora, delatado por esa lámpara, debatirse con los espectros de la vida vivida, y lo dejo solo, aunque él no lo haya hecho conmigo a la hora de enfrentar las necesidades de la vida por vivir. Esto siempre ha sido así, me digo. Ninguna soledad mayor y más inevitable que la captura en el pasado, cuando una existencia se compone sólo de un tiempo ido, espectral, y un corazón que apenas late. Exactamente ese, eso, es mi padre ahora, sentado frente a una hoja blanca en la que quisiera escribir sin poder hacerlo, pues apenas si le cae sobre ella un hilo de baba; quisiera escribir, si pudiera, cuál es la ley de la vida. Tal vez se haya dormitado adrede, para reponer las últimas fuerzas y poder hacerlo, poder escribir, aunque sea en una breve línea, cuál es la ley de la vida. Mientras así dormita o cavila, no piensa en su propio padre, ni en su hijo, ni en su infancia; se concentra sólo en poder escribir, en poder hacerlo por última vez para, en apenas una línea, decir cuál es la ley de la vida. Piensa, mientras dormita, que debió haberlo hecho antes, cuando podía aún escribir. Pero antes escribía de otras cosas y no sabía cuál era esa ley. Ahora que sabe, ya no es capaz de escribir. Si al menos hubiera escrito una página...
Mi padre murió ayer. Entre sus papeles, encontré éste, cuyo sentido no logro descifrar. Al parecer tiene ya muchos años:
El desvío
Sentí la mano curtida de mi abuelo moviendo suavemente mi cuerpo de niño. Vamos, arriba –dijo el viejo entusiasmado. Quiero que hoy me acompañes a votar. Los socialistas votamos temprano porque a la tarde van los fascistas. Es la regla, hay que apurarse.
Cuando salimos el sol apenas había tocado la fría mañana de domingo. ¿Qué es ser socialista?, pregunté.
El viejo retardó el paso, quedó pensativo, sin decir nada y cada vez más abstraído, como si hubiese caído en un pozo de melancolía. Envuelto así de repente en un silencio y una lentitud, dobló en una dirección que nos alejaba de la escuela donde se votaba. Llegamos a una plaza de árboles añosos en la que no había nadie aparte de unas palomas. El viejo se detuvo en un sitio retirado del camino que la cruzaba y me pidió que lo ayudara a acostarse sobre el suelo. Puse mi abrigo debajo de su cabeza y me senté junto a él. Cerró los ojos y acarició el césped con los dedos, moviendo suavemente las manos. Después permaneció inmóvil, respirando de manera algo entrecortada; supe que no dormía por un gesto que hacía a veces con la boca. Al cabo de un tiempo que me pareció muy largo, con un hilo de voz que apenas pude oír, dijo: Valeria. Murmuró el nombre con dificultad y con dolor, como si no hubiera sido pronunciado por mucho tiempo, como si fuera el fruto prohibido arrancado de una profundidad recóndita, como si el anciano hubiera sido finalmente vulnerado por la insistencia de una antigua amenaza. Luego volvió a su silencio concentrado y al cabo de un momento, entonces sí, agotado, el rostro se distendió y la cabeza se inclinó hacia el costado. Mientras el viejo dormía, yo permanecí sentado, esperándolo, contemplando su sueño de animal tenue.
Cuando despertó, el día ya era pleno y la plaza estaba habitada con su población habitual de niños, vendedores y parejas de amantes que deambulaban sin preocupaciones. Lo ayudé a incorporarse y sacudí en su espalda algunas hojas secas y pequeños tallos de hierba. Abandonamos la plaza y tomamos una calleja lateral en la que nunca antes había estado.
Cuando salimos el sol apenas había tocado la fría mañana de domingo. ¿Qué es ser socialista?, pregunté.
El viejo retardó el paso, quedó pensativo, sin decir nada y cada vez más abstraído, como si hubiese caído en un pozo de melancolía. Envuelto así de repente en un silencio y una lentitud, dobló en una dirección que nos alejaba de la escuela donde se votaba. Llegamos a una plaza de árboles añosos en la que no había nadie aparte de unas palomas. El viejo se detuvo en un sitio retirado del camino que la cruzaba y me pidió que lo ayudara a acostarse sobre el suelo. Puse mi abrigo debajo de su cabeza y me senté junto a él. Cerró los ojos y acarició el césped con los dedos, moviendo suavemente las manos. Después permaneció inmóvil, respirando de manera algo entrecortada; supe que no dormía por un gesto que hacía a veces con la boca. Al cabo de un tiempo que me pareció muy largo, con un hilo de voz que apenas pude oír, dijo: Valeria. Murmuró el nombre con dificultad y con dolor, como si no hubiera sido pronunciado por mucho tiempo, como si fuera el fruto prohibido arrancado de una profundidad recóndita, como si el anciano hubiera sido finalmente vulnerado por la insistencia de una antigua amenaza. Luego volvió a su silencio concentrado y al cabo de un momento, entonces sí, agotado, el rostro se distendió y la cabeza se inclinó hacia el costado. Mientras el viejo dormía, yo permanecí sentado, esperándolo, contemplando su sueño de animal tenue.
Cuando despertó, el día ya era pleno y la plaza estaba habitada con su población habitual de niños, vendedores y parejas de amantes que deambulaban sin preocupaciones. Lo ayudé a incorporarse y sacudí en su espalda algunas hojas secas y pequeños tallos de hierba. Abandonamos la plaza y tomamos una calleja lateral en la que nunca antes había estado.
-Abuelo, ¿quién es Valeria?, pregunté.
-Es una historia larga. Nos sentemos un momento en la escalera de esa casa, parece abandonada. Cuando tenía tu edad vivía en un pueblo muy pequeño que hoy ya no existe, en una casa grande en la que también vivían mis padres, mis hermanos, mis abuelos y muchos perros. Éramos felices. Hasta que una noche primero rodearon la casa y después entraron como salvajes. Se divirtieron con las mujeres delante de los hombres, después mataron a los niños y a los hombres delante de las mujeres, y después también a ellas. Yo lo vi todo por la ranura de un armario en el que había alcanzado a entrar para esconderme cuando escuché las patadas en la puerta y los gritos. Sólo mi madre pudo ver que entré allí y cada tanto miraba hacia mi lugar desde la tormenta de horror en la que estaba. Creo que en un momento pudo encontrar mi ojo devastado a través de la hendija del armario. Esa mirada, la última de mi madre, atravesó los días en mi pupila.
Salí de mi escondite muchas horas después, en mitad de la noche, aunque la horda de asesinos se había ido apenas terminó lo que había venido a hacer. Caminé sobre los cuerpos sin detenerme en ninguno y sin mirar atrás. Cada rincón del pueblo estaba vigilado pero pude escaparme, ayudado por la oscuridad y por los perros, que misteriosamente no ladraron. Después de muchos meses llegué a Marsella con una familia que también había logrado huir. Conseguí trabajo en el puerto junto a otros miserables. Allí conocí a Valeria. Era una muchacha varios años mayor que trabajaba limpiando letrinas en las pensiones para pobres del puerto. En una de ellas dormía yo, en una cama junto a otras muchas donde dormían mezclados niños y adultos, hombres y mujeres que hablaban todas las lenguas. Nos hicimos amigos una tarde en que la ayudé a juntar unas naranjas que se desparramaron al caérsele la bolsa cuando unos muchachos la llevaron por delante adrede y siguieron su camino riendo y diciendo obscenidades. Desde ese día siempre me traía un poco de la comida que preparaba para ella y nos quedábamos conversando hasta la hora en que debía volver al puerto. Me preguntó mi historia y me abrazó conmovida cuando se la conté. Me dijo que ya había dejado de ser un niño y que debía irme de Marsella antes de que fuera tarde. En el puerto la vida se pierde sin saber cómo y la muerte llega en plena juventud. Así sucederá con los chicos que me hicieron caer las naranjas, dijo.
Poco tiempo después una noche, cuando apenas me había dormido sentí que alguien acariciaba mi rostro en la oscuridad, e inmediatamente la voz de Valeria en mi oído. En la madrugada, dijo, sale un barco a Sudamérica. Había hablado con el capitán, que aceptó llevarme si pagaba el viaje con trabajo. Debes irte sin falta en ese barco, suplicó, y antes de que yo atinara a decir nada besó mis labios, subió sobre mí con delicadeza y precisión, y me amó mientras me tranquilizaba suavemente con su mano. Inmóvil, sentí que la ola de un mar desconocido se descargaba sobre mí y me arrollaba con exquisita violencia. Cuando logré recuperar el habla le dije que viniera también, que iríamos a Sudamérica juntos. Está bien, dijo, nos encontraremos en cubierta.
Subí a bordo cuando el barco ya casi zarpaba. Busqué a Valeria por toda la cubierta, pero no estaba. Jamás volví a verla. Gracias a ella estoy aquí y fue de ella, de Valeria, que escuché la palabra por primera vez, sin entenderla en ese momento. La dijo una noche mientras me veía comer con apetito y con alegría la comida que me había traído.
-¿Qué palabra, abuelo? –pregunté.
-Socialista. Me dijo que era socialista y que yo también iba a serlo. Cuando le confesé que desconocía el significado de ese término, sólo contestó que era algo tan inevitable como el hambre. Desde ese día es para mí una palabra encantada que envuelve todas las cosas. Hoy pienso en esa muchacha que limpiaba letrinas y la siento casi como una niña. Aunque no puedo recordar su rostro, no he olvidado su voz en la oscuridad, que vuelve nítida cuando cierro los ojos. A cierta edad nunca se sabe muy bien lo que ha sido real y lo que ha sido sólo un sueño. Apenas la voz de Valeria, la mirada de mi madre...
Quedó un momento en silencio y después dijo: volvamos a casa, se nos hizo demasiado tarde para ir a votar.
-Es una historia larga. Nos sentemos un momento en la escalera de esa casa, parece abandonada. Cuando tenía tu edad vivía en un pueblo muy pequeño que hoy ya no existe, en una casa grande en la que también vivían mis padres, mis hermanos, mis abuelos y muchos perros. Éramos felices. Hasta que una noche primero rodearon la casa y después entraron como salvajes. Se divirtieron con las mujeres delante de los hombres, después mataron a los niños y a los hombres delante de las mujeres, y después también a ellas. Yo lo vi todo por la ranura de un armario en el que había alcanzado a entrar para esconderme cuando escuché las patadas en la puerta y los gritos. Sólo mi madre pudo ver que entré allí y cada tanto miraba hacia mi lugar desde la tormenta de horror en la que estaba. Creo que en un momento pudo encontrar mi ojo devastado a través de la hendija del armario. Esa mirada, la última de mi madre, atravesó los días en mi pupila.
Salí de mi escondite muchas horas después, en mitad de la noche, aunque la horda de asesinos se había ido apenas terminó lo que había venido a hacer. Caminé sobre los cuerpos sin detenerme en ninguno y sin mirar atrás. Cada rincón del pueblo estaba vigilado pero pude escaparme, ayudado por la oscuridad y por los perros, que misteriosamente no ladraron. Después de muchos meses llegué a Marsella con una familia que también había logrado huir. Conseguí trabajo en el puerto junto a otros miserables. Allí conocí a Valeria. Era una muchacha varios años mayor que trabajaba limpiando letrinas en las pensiones para pobres del puerto. En una de ellas dormía yo, en una cama junto a otras muchas donde dormían mezclados niños y adultos, hombres y mujeres que hablaban todas las lenguas. Nos hicimos amigos una tarde en que la ayudé a juntar unas naranjas que se desparramaron al caérsele la bolsa cuando unos muchachos la llevaron por delante adrede y siguieron su camino riendo y diciendo obscenidades. Desde ese día siempre me traía un poco de la comida que preparaba para ella y nos quedábamos conversando hasta la hora en que debía volver al puerto. Me preguntó mi historia y me abrazó conmovida cuando se la conté. Me dijo que ya había dejado de ser un niño y que debía irme de Marsella antes de que fuera tarde. En el puerto la vida se pierde sin saber cómo y la muerte llega en plena juventud. Así sucederá con los chicos que me hicieron caer las naranjas, dijo.
Poco tiempo después una noche, cuando apenas me había dormido sentí que alguien acariciaba mi rostro en la oscuridad, e inmediatamente la voz de Valeria en mi oído. En la madrugada, dijo, sale un barco a Sudamérica. Había hablado con el capitán, que aceptó llevarme si pagaba el viaje con trabajo. Debes irte sin falta en ese barco, suplicó, y antes de que yo atinara a decir nada besó mis labios, subió sobre mí con delicadeza y precisión, y me amó mientras me tranquilizaba suavemente con su mano. Inmóvil, sentí que la ola de un mar desconocido se descargaba sobre mí y me arrollaba con exquisita violencia. Cuando logré recuperar el habla le dije que viniera también, que iríamos a Sudamérica juntos. Está bien, dijo, nos encontraremos en cubierta.
Subí a bordo cuando el barco ya casi zarpaba. Busqué a Valeria por toda la cubierta, pero no estaba. Jamás volví a verla. Gracias a ella estoy aquí y fue de ella, de Valeria, que escuché la palabra por primera vez, sin entenderla en ese momento. La dijo una noche mientras me veía comer con apetito y con alegría la comida que me había traído.
-¿Qué palabra, abuelo? –pregunté.
-Socialista. Me dijo que era socialista y que yo también iba a serlo. Cuando le confesé que desconocía el significado de ese término, sólo contestó que era algo tan inevitable como el hambre. Desde ese día es para mí una palabra encantada que envuelve todas las cosas. Hoy pienso en esa muchacha que limpiaba letrinas y la siento casi como una niña. Aunque no puedo recordar su rostro, no he olvidado su voz en la oscuridad, que vuelve nítida cuando cierro los ojos. A cierta edad nunca se sabe muy bien lo que ha sido real y lo que ha sido sólo un sueño. Apenas la voz de Valeria, la mirada de mi madre...
Quedó un momento en silencio y después dijo: volvamos a casa, se nos hizo demasiado tarde para ir a votar.
Diego Tatián
Dos relatos distintos de singular estilo ungidos en la llama de una buena pluma donde la pulcritud de los textos conmueven al lector.
ResponderEliminarCelmiro Koryto
Es el primer relato un cuento circular definido con maestría, el segundo contiene una historia atrapante, dura y por momentos tierna mantiene la atención del lector, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarLos dos relatos son crudos, marcan los más temible de la vida: la decadencia, la pérdida, la muerte, el sin-sentido.La verdad, dan escalofríos. Muy logrados.
ResponderEliminarMARITA RAGOZZA
Una reverencia ante el autor, Diego Tatián, y la comprobación de que no hay cuentos cortos o largos: los hay buenos o malos. Y los buenos nos "atrapan", como una vista hermosa, un vino añejo o una bella mujer. Y la extensión es un detalle sin demasiada importancia. Coincido con los comentarios que preceden aunque el de Marita es más puntual: lo comparto.
ResponderEliminarAndrés
Cuando Diego me puso una dedicatoria en "Cuentos de Babel" puso:Para Liliana, con la esperanza de que encuentres unas líneas que puedas leer". Y las encontré en Tribulaciones frente a una silla y en Poltergeist, a partir de entonces sigo su obra y me maravillo ante esta cirugía sin anestesia con que Tatían llega a los lectores. Es excelente, qué más decir.
ResponderEliminarLily Chavez
Corroborando mis anteriores palabras, me acordé del cuento breve de Tatián "Réquiem con Trompeta", un relato de 16 líneas para lectores exigentes y para aprendices de escritores que podrán aprehender las claves de la brevedad profunda. Andrés Aldao
ResponderEliminarNo lo conocía a Tatián, ni como escritor ni personalmente...Pero eso no me impidió disfrutar de estos hermosos relatos que tal vez estén relacionados y tal vez no...Quizás ese padre era un escritor y quizás sólo guardaba el manuscrito... quién lo sabe...Es que la vida es misteriosa, tal como lo deja entrever el autor.
ResponderEliminarAdmirable narrativa de Tatian . Y de paso recobramos un cordobés, al igual que la señora Comelli. Los cordobeses son muy talentosos, lo hemos visto en infinidad de autores y no hay mucho de ellos publicados en estas entregas. Saludo a la revista por los cambios, algunos autores son realmente buenos.
ResponderEliminarPedro Altamirano
Excelentes relatos. Me han conmovido. Nos hace revivir emociones que algún momento , fueron y /o serán las nuestras.
ResponderEliminaramelia
DIEGO TATIAN,siempre nos deja atónitos ante sus relatos, su último libro , creo último, FRÁGIL MEMORIA DE MUERTOS, que recomiendo, habla -como relata la contratapa- sobre ''el sereno desquicio que el tiempo deja en la criaturas, como si fueran habitantes de extraños mundos sobrepuestos unos sobre otros'' y así como en estos relatos presentados, Diego Tatián va generando en el lector emociones especiales que los buenos escritores logran. Felicitaciones Diego. Gracias Artesanías. marta comelli
ResponderEliminarTan joven que se lo ve y tan talentoso. Un gusto haberlo leído.
ResponderEliminarMaría Esther Martinez