MARÍA MONSERRAT
Retrato al lápiz
Cuando vi a los cuatro niños rondando la cerca, decidí que serían mis amigos, tal vez los únicos que tuviera en el pueblo. Eran dos varoncitos y dos niñas e iban desde los cinco a los diez años.
-Quieren ayudarme a encender el fuego y a recoger manzanas? -les pregunté. Y enseguida entraron muy contentos y frente a ellos encendí la primera brazada de leña de este otoño.
Nos dedicamos luego a desenterrar bulbos en el jardín y poner en hilera las macetas.
-Mañana las pintaremos de rojo -propuse. Y así quedó convenido el trabajo y la compañía para el día siguiente.
La noche me fue hostil en aquella casa todavía extraña, con sus alrededores demasiado silenciosos. Yo estaba acostumbrada al ruido de la ciudad, a su continua demanda de atención y el estar sola me había parecido siempre un acto voluntario.
Me asomé dos o tres veces a la ventana sin que pudiera preguntarme -Porqué le gustará a la gente la velocidad, o el ruido o saber algo de los demás?-. Allí no podía sentirme diferente, todos me habían demostrado reserva, salvo esos niños.
Pensé que por ellos me daría cuenta del paso del tiempo, los niños cambian continuamente, de pronto se ven más altos o se les oscurece el cabello o les falta un diente o han aprendido algo nuevo.
A la tarde siguiente, a la misma hora, aparecieron los cuatro, pero enseguida noté que no eran los mismos. Sorprendida, los vi dirigirse a las macetas, el más grandecito había ya levantado el bote de pintura roja.
-Son ustedes algo de los niños que vinieron ayer?
Me miraron con sus nuevos ojos y uno dijo:
-Somos nosotros mismos. Ella se llama Alicia, éste Juan, aquella chiquita Didí y yo, Marcial, para servirle.
-Si, los nombres pueden ser iguales -pensé- pero de ninguna manera son ellos.
Como mi pregunta había causado una especie de estupor traté de distraerlos cambiando el plan de trabajo y diciéndoles que después de encender el fuego recogeríamos las manzanas.
Las llamas iluminaron sus facciones, tal vez fueran niños más dóciles, pero no tenían el encanto de los otros. Cuando les ofrecí chocolate lo hice un poco forzadamente, la más chiquita no era tan graciosa ni el llamado Juan se veía tan inteligente y sensible como el primero.
Les señalé un pequeño carrito que había encontrado en el garaje, lo llevarían al huerto y pondrían allí las manzanas que hallaran en el suelo.
Mi voz sonaba en falso, de vez en cuando miraba las casas próximas esperando que mis primeros amigos se asomaran a verme, aunque fuera de lejos. Pero no se veía a nadie y cuando empezó el crepúsculo me dirigí al fondo. Los niños jugaban al escondite, sus voces se oían de pronto en un sitio como en el otro, hasta entre el follaje de algún manzano.
-Es tarde ya, tienen que volver a sus casas.
Se reunieron a mi alrededor al punto, su alegría había desaparecido, no pensaban desobedecer ni siquiera conquistarme con un mimo, sus caras eran expectantes y lejanas.
Me dieron las gracias y abandonaron el carrito lleno de manzanas. Cuando estaban algo lejos de la cerca grité:
-Vuelvan ustedes mismos mañana, Entienden?
Movieron la cabeza afirmativamente y echaron a correr y observé que se distribuyeron en las próximas casas cuyas luces estaban ya encendidas.
Al crecer la noche me rodearon esos niños y los del día anterior. Ubicaba uno en un rincón de la cocina y otro cerca de la chimenea, dos tres en los peldaños de la escalera, a mi lado, a mis pies, todos mirándome.
Eran ocho, la casa resultaba pequeña pero igual me movía de aquí para allá, aunque una mano regordeta quisiera detenerme -Ah, la niñita del primer día. Ninguna como aquella.
Al ir a acostarme la coloqué a mi lado.
A la tercera tarde no aguanté la impaciencia, quería que vinieran todos, que no tuvieran temor de ser muchos y recurrieran de nuevo a la misma estratagema.
Los vi aparecer tomados de la mano en la calle polvorienta donde todavía cegaba el sol. Eran otra vez cuatro. Un rubio desteñido, a su lado una niña con capota azul, después un negrito zanquilargo y finalmente una pequeña, delgadita y fea con anteojos redondos.
Todos me saludaron.
-Buenas tardes señora.
Y se dispusieron a entrar en el huerto llevándose de paso el carrito vacío que estaba en el porche.
-Oigan, -les grité- Quienes son ustedes?
Los cuatro se detuvieron y me miraron con otros nuevos ojos.
-Esta se llama Alicia, éste Juan, la más chiquita Didí, y yo señora, me llamo Marcial, para servirla.
-Yo sé todos los nombres, pero no son ustedes los que vinieron ayer. Eran otros que yo recuerdo muy bien.
-Oh, si, señora, somos los mismos, vivimos aquí cerca…
Los miré uno por uno. Así que todos los chicos del pueblo se turnaban para venir… Hasta cuando duraría eso y quien lo habría tramado?
-Pues yo no quiero que vengan más. Esta es la última vez que les permito la entrada a mi casa.
Caminaron cabizbajos arrastrando el carrito y yo me senté con el corazón palpitante; al rato no pude menos que volver a observar sus nuevos gestos, sus nuevas miradas, sus nuevas voces.
-No los mires más, tonta -me dije-, te llenarás de caras, de manos, de pies conmovedores. No podrás dar un paso sin tropezar con ellos, no podrás tragar un bocado sin preguntarte si también ellos los comen.
Así fue, a la hora de la merienda, corté demasiadas rebanadas de pan y llené el plato hondo de mermelada. Hacía rato que los oía perseguirse y tirarse de los árboles como gatos monteses. La niñita de anteojos lloraba.
-Que pasa aquí?
La de capota azul me la trajo a rastras.
-Quiere correr con nosotros y no hace más que tropezar y caerse.
Tuve que secar sus anteojos, frotarlos bien, lavarle la cara. Sentada sobre la mesa de la cocina resultaba más flaquita y pálida. No se parecía en nada a la primera Didí. Pero tomaba su tazón de leche y mordía su rebanada de pan de la misma manera. Llamé a los demás que estaban agitados y alegres, traían solo cuatro manzanas en el carrito aunque también un buen hervidero de lombrices en un tarro.
Trataba de no mirarlos mucho, de que no me quedaran sus facciones, pero era imposible no retener cierta forma de mejillas, el color de unos cabellos alborotados, la delgadez extrema de unas piernas morenas.
Cuando estuvieron satisfechos me sonrieron.
-Marcial! -llamé.
El rubio desteñido estuvo enseguida atento.
-Quieren volver mañana?
-Vendremos todas las tardes como siempre. La ayudaremos a encender el fuego y recogeremos las manzanas.
Le di un beso a la niñita de anteojos que seguía comiendo ensimismada y acompañé a todos hasta el portón y los vi entrar en cualquiera de las silenciosas e iluminadas casas.
Las llamas se volvieron apacibles, la ceniza iba cubriendo el gran leño de rubíes, alrededor mío estaban las doce criaturas mirándome, supe así que habría muchas más en adelante, con todos los dones y con todos los infortunios y llenarían mi casa y mi vida, ahora y más allá del otoño.
María de Monserrat
No0 estoy segura de haber entendido este relato, tal vez tiene un sentido profundo que se me escapa, pero me atrajo la descripción de esos niños, siempre diferentes y me pareció muy bien escrito, con oficio y con amor. Ester
ResponderEliminarQue hermoso relato, los niños , siempre me enternecen. Un abrazo,
ResponderEliminarAmelia
Cuando Ester decía esto de no entender bien este relato, me incentivó a leerlo con detenimiento y debo decir que tengo la sensación que bien podría ser el capítulo de una historia que ya viene diciendo...me parece que hay un antes previo al relato o de lo contrario tengo que ser esa lectora que interprete a mi manera, o le de el final que me guste. Y siento en la protagonista necesidad de compañía, hasta llegué a pensar que esos niños deseados estaban sólo en su imaginación. Pero que los niños estén satisface a la protagonista "más allá del otoño"
ResponderEliminarLily Chavez