jueves, 20 de marzo de 2014

ÌNDICE DEL 20 DE MARZO DE 2014

ÌNDICE DEL 20 DE MARZO DE 2014


·                          MARIO BENEDETTI
·                          Algernon Blackwood
·                          Paula Andrea Sela
·                          Ester Mann
·                          Andrés Aldao
·                          Ray Bradbury
·                          Carlos Arturo Trinelli
·                          Jorge Luis Borges
·                          ElsaJaná
·                          Jorge Rendón Vásquez
·                          Xafier Leib´s
·                          Augusto Monterroso
·                          Nora Coria
·                          Sonia Figueras
·                          Máximo Simpson
·                          susana zazzetti.
·                          Celmiro Koryto
·                          Lic. Washington Daniel Gorosito Pérez
·                          Miguel Crispín Sotomayor
·                          Carmen Passano
·                          AMELIA ARELLANO
·                          Alejo Urdaneta
·                          Pedro Ernesto Ramirez
·                          Leopoldo María Panero
·                          MARITA RAGOZZA DE MANDRINI
·                          Pedro Mairal
·                          Rolando Revagliatti
·                          Poeta finlandés Caj Westerberg



MARIO BENEDETTI

Mario Benedetti





SOÑÓ QUE ESTABA PRESO 


Aquel preso soñó que estaba preso. Con matices, claro, con diferencias. Por ejemplo, en la pared del sueño había un afiche de París; en la pared real sólo había una oscura mancha de humedad. En el piso del sueño corría una lagartija; desde el suelo verdadero lo miraba una rata. El preso soñó que estaba preso. Alguien le daba masajes en la espalda y él empezaba a sentirse mejor. No podía ver quién era, pero estaba seguro de que se trataba de su madre, que en eso era una experta. Por el amplio ventanal entraba el sol mañanero y él lo recibía como una señal de libertad. Cuando abrió los ojos, no había sol. El ventanuco con barrotes (tres palmos por dos) daba a un pozo de aire, a otro muro de sombra. El preso soñó que estaba preso. Que tenía sed y bebía abundante agua helada. Y el agua le brotaba de inmediato por los ojos en forma de llanto. Tenía conciencia de por qué lloraba, pero no se lo confesaba ni siquiera a sí mismo. Se miraba las manos ociosas, las que antes construyeron torsos, rostros de yeso, piernas, cuerpos enlazados, mujeres de mármol. Cuando despertó, los ojos estaban secos, las manos sucias, las bisagras oxidadas, el pulso galopante, los bronquios sin aire, el techo con goteras. A esa altura, el preso decidió que era mejor soñar que estaba preso. Cerró los ojos y se vio con un retrato de Milagros entre las manos. Pero el no se conformaba con la foto. Quería a Milagros en persona, y ella compareció, con una amplia sonrisa y un camisón celeste. Se arrimó para que él se lo quitara y él, no faltaba más, se lo quitó. La desnudez de Milagros era por supuesto milagrosa y él la fue recorriendo con toda su memoria, con todo su disfrute. No quería despertarse, pero se despertó, unos segundos antes del orgasmo onírico y virtual. Y no había nadie. Ni foto ni Milagros ni camisón celeste. Admitió que la soledad podía ser insoportable. El preso soñó que estaba preso. Su madre había cesado los masajes, entre otras cosas porque hacía años que había muerto. A él invadió la nostalgia de su mirada, de su canto, de su regazo, de sus caricias, de sus reproches, de sus perdones. Se abrazó a sí mismo, pero así no valía. Milagros le hacía adiós, desde muy lejos. A él le pareció que desde un cementerio. Pero no podía ser. Era desde un parque. Pero en la celda o había parque, de modo que, aun dentro del sueño, tuvo conciencia de que era eso: un sueño. Alzó su brazo para también él brindar su adiós. Pero su mano era solo un puño, y, como es sabido, los puños apretados no han aprendido a decir adiós. Cuando abrió los ojos, el camastro de siempre le trasmitió un frío impertinente. Tembloroso, entumecido, trató de calentar sus manos con el aliento. Pero no podía respirar. Allá, en el rincón, la rata lo seguía mirando, tan congelada como él. El movió la mano y la rata adelantó una pata. Eran viejos conocidos. A veces él le arrojaba un trozo de su horrible, despreciable menú. La rata era agradecida. Así y todo, el preso echó de menos a la verde, agilísima lagartija de sus sueños y se durmió para recuperarla. Se encontró con que la lagartija había perdido la cola. Un sueño así, ya no valía la pena de ser soñado. Y sin embargo. Sin embargo empezó a contar con los dedos los años que le faltaban. Uno dos tres cuatro y despertó. En total eran seis y había cumplido tres. Los contó de nuevo, pero ahora con los dedos despiertos. No ten a radio ni reloj ni libros ni lápiz ni cuaderno. A veces cantaba bajito para llenar precariamente el vacío. Pero cada vez recordaba menos canciones. De niño también había aprendido algunas oraciones que le había enseñado la abuela. Pero ahora a quién le iba a rezar?. Se sentía estafado por Dios, pero tampoco él quería estafar a Dios. El preso soñó que estaba preso y que llegaba Dios y le confesaba que se sentía cansado, que padecía insomnio y eso lo agotaba, y que a veces, cuando por fin lograba conciliar el sueño, tenía pesadillas, en las que Jesús le pedía auxilio desde la cruz, pero El estaba encaprichado y no se lo daba. Lo peor de todo, le decía Dios, es que Yo no tengo Dios a quien encomendarme. Soy como un Huérfano con mayúscula. El preso sintió lástima por ese Dios tan solo y abandonado. Entendió que, en todo caso, la enfermedad de Dios era la soledad, ya que su fama de supremo, inmarcesible y perpetuo espantaba a los santos, tanto a los titulares como a los suplentes. Cuando despertó y recordó que era ateo, se le acabó la lástima hacia Dios, más bien sintió lástima de sí mismo, que se hallaba enclaustrado, solitario, sumido en la mugre y en el tedio. Después de incontables sueños y vigilias llegó una tarde en que dormía y fue sacudido sin la brusquedad habitual, y un guardia le dijo que se levantara porque le habían concedido la libertad. El preso sólo se convenció de que no soñaba cuando sintió el frío del camastro y verificó la presencia eterna de la rata. La saludó con pena y luego se fue con el guardia para que le dieran la ropa, algún dinero, el reloj, el bolígrafo, una cartera de cuero, lo poco que le habían quitado cuando fue encarcelado. A la salida no lo esperaba nadie. Empezó a caminar. Caminó como dos días, durmiendo al borde del camino o entre los árboles. En un bar de suburbio comió dos sandwiches y tomó una cerveza en la que reconoció un sabor antiguo. Cuando por fin llegó a casa de su hermana, ella casi se desmayó por la sorpresa. Estuvieron abrazados como diez minutos. Después de llorar un rato ella le preguntó qué pensaba hacer. Por ahora, una ducha y dormir, estoy francamente reventado. Después de la ducha, ella lo llevó hasta un altillo, donde había una cama. No un camastro inmundo, sino una cama limpia, blanda y decente. Durmió más de doce horas de un tirón. Curiosamente, durante ese largo descanso, el ex preso soñó que estaba preso. Con lagartija y todo.

Algernon Blackwood

La casa del pasado

Algernon Blackwood

Blackwood nació en Shooter's Hill (una localidad que forma hoy parte de Londres, pero pertenecía entonces a Kent). A lo largo de su vida,desempeñó oficios muy variados en Norteamérica: granjero en Canadá, encargado de un hotel, minero en Alaska, reportero en Nueva York. De vuelta a Inglaterra, comenzó a escribir relatos de terror, con gran éxito. Como a otros escritores británicos del género, se le relaciona con la Golden Dawn, organización secreta cuyas enseñanzas pueden haber influido en la peculiar atmósfera mágica de sus cuentos.

Una noche una Visión vino a mí, trayendo con ella una antigua y herrumbrosa llave. Me llevó a través de campos y senderos de dulce aroma, donde los setos ya susurraban en la oscuridad primaveral, hasta que llegamos a una inmensa y sombría casa, de ventanas conspicuas y tejado elevado, medio escondido en las sombras de la madrugada. Advertí que las persianas eran de un pesado negro y que la casa parecía revestida por una tranquilidad absoluta.
-Ésta -susurró ella en mi oído-, es la Casa del Pasado. Ven conmigo y recorreremos algunas de sus habitaciones y pasadizos; pero apresúrate, pues no tendré la llave por mucho tiempo y la noche ya casi se acaba. Aún así, por ventura, ¡debes recordar!

La llave produjo un espantoso ruido cuando giró en la cerradura, y cuando la puerta estuvo abierta a un vestíbulo vacío y hubimos entrado, escuché los sonidos de murmullos y llantos, y el roce de telas, como de gente moviéndose en sueños, a punto de despertar. Entonces, instantáneamente, un espíritu de gran tristeza vino a mí, empapando mi alma; mis ojos comenzaron a arder y picar y en mi corazón advertí una extraña sensación, como si algo que había dormido por años se desenrollara. Todo mi ser, incapaz de resistir, se rindió inmediatamente al espíritu de la melancolía más profunda, y el dolor de mi corazón, mientras las Cosas se movían y despertaban, por un momento se hizo demasiado fuerte para expresarlo en palabras...

Mientras avanzábamos, las débiles voces y sollozos escaparon delante nuestro hacia el interior de la Casa, y me di cuenta de que el aire estaba lleno de manos suspendidas, de vestimentas oscilantes, de trenzas colgantes, y de ojos tan tristes y nostálgicos, que las lágrimas -que ya casi desbordaban de los míos-, se retenían por milagro ante la contemplación de tan intolerable anhelo.

-No permitas que esta tristeza te aplaste -susurró la Visión a mi lado-. No despiertan frecuentemente. Duermen por años y años y años. Los cuartos están todos ocupados y a no ser que lleguen visitantes como nosotros a perturbarlos, jamás despertarían por propio acuerdo. Pero cuando uno se agita, el sueño de los otros también se ve perturbado, y también despiertan, hasta que el movimiento es comunicado de una habitación a otra y así finalmente, a través de toda la Casa... Pero, a veces, la tristeza es demasiado grande como para soportarla, y la mente se debilita. Por esta razón, la Memoria les entrega el sueño más dulce y profundo que posee y cuida de usar poco esta pequeña y herrumbrosa llave. Pero, escucha ahora -agregó ella, tomándome la mano- ¿no oyes, acaso, el temblor del aire a través de toda la Casa, que se asemeja al murmullo de agua cayendo? ¿Y quizá ahora tú... recuerdas?

Aún antes de que ella hablara, yo ya había captado débilmente el inicio de un nuevo sonido; y ahora, en lo profundo de los sótanos bajo nuestros pies, y también desde las regiones superiores de la gran Casa, me llegaba el murmullo y el crujido y el movimiento ligero y contenido de las Sombras durmientes. Se elevaba como una cuerda tañida suavemente de entre las inmensas e invisibles cuerdas pulsadas en algún lugar de las bases de la Casa, y su vibración corría suavemente por sus paredes y techos. Y supe que había escuchado el lento despertar de los Espíritus del Pasado.

¡Ay de mí!, con qué terrible invasión de amargura me sostenía allí, con los ojos inundados, escuchando las tenues voces muertas mucho tiempo atrás... Porque de hecho, toda la Casa estaba despertando; y en ese momento llegó hasta mi nariz el sutil y penetrante perfume del tiempo: de cartas, por largo tiempo conservadas, con la tinta borrosa y las cintas desteñidas; de olorosas trenzas, doradas y castañas, guardadas, ¡oh, tan tiernamente!, entre las flores prensadas que aún conservaban la profunda delicadeza de su olvidada fragancia; la aromática presencia de memorias perdidas, el intoxicante incienso del pasado. Mis ojos se inundaron, mi corazón se contrajo y expandió, mientras me rendía sin reserva a esas antiguas influencias de sonidos y aromas. Estos Espíritus del Pasado -olvidados en el tumulto de memorias más recientes- se apretaban alrededor mío, tomaron mis manos en las suyas y, siempre susurrando lo que yo hace tiempo había olvidado, siempre suspirando, exhalando de sus cabellos y vestiduras los aromas inefables de las épocas muertas, me guiaron a través de la inmensa Casa, de cuarto en cuarto, de piso en piso.

Pero no todos los Espíritus me eran igualmente claros. De hecho, algunos tenían sólo la más débil vida, y me agitaban tan poco que sólo dejaban una impresión indistinta y borrosa en el aire; mientras que otros me observaban casi con reproche con sus apagados y desteñidos ojos, como anhelando retornar a mis recuerdos; y entonces, al ver que no eran reconocidos regresaban flotando suavemente hacia las sombras de sus habitaciones, para volver a dormir imperturbados hasta el Día Final, cuando no fallaré en reconocerlos.

-Muchos de ellos han dormido por tanto tiempo -dijo la Visión a mi lado- que despiertan sólo a duras penas. Sin embargo, una vez despiertos te reconocen y recuerdan, aunque tú no logres hacerlo. Pues es la regla de la Casa del Pasado que, mientras tú no los evoques claramente, no recuerdes precisamente cuándo los conociste y con qué causas particulares de tu evolución pasada están asociados, no podrán mantenerse despiertos. A menos que los recuerdes cuando sus ojos se encuentren, a menos que su mirada de reconocimiento les sea devuelta por la tuya, están obligados a regresar a su sueño, silenciosa y desconsoladamente -sus manos sin estrechar, sus voces sin ser oídas-, para soñar un sueño inmortal y paciente, hasta que...

En ese instante, sus palabras se extinguieron repentinamente en la distancia y tomé conciencia de un abrumador sentimiento de deleite y alegría. Algo me había tocado los labios, y un fuego poderoso y dulce se precipitó hacia mi corazón y envió la sangre tumultuosamente por mis venas. Mi pulso latía locamente, mi piel resplandecía, mis ojos se enternecieron, y la terrible tristeza del lugar fue instantáneamente disipada, como por arte de magia. Volviéndome con una exclamación de júbilo, que de inmediato fue tragada por el coro de sollozos y suspiros que me rodeaban, observé... e instintivamente adelanté mis brazos en un rapto de felicidad hacia... hacia la visión de un Rostro... cabello, labios, ojos; una tela dorada rodeaba el hermoso cuello, y el antiguo, antiguo perfume del Este -¡por las estrellas, cuánto hace de ello!- estaba en su aliento. Sus labios nuevamente estaban en los míos; su cabello sobre mis ojos; sus brazos alrededor de mi cuello, y el amor de su antigua alma vertiéndose en la mía a través de unos ojos todavía fulgurantes y claros. Oh, el feroz tumulto, la maravilla inenarrable, ¡si sólo pudiese recordar!... Aquel aroma, sutil y disipador de brumas, de muchas eras atrás, una vez tan familiar... antes de que las Colinas de la Atlántida estuvieran sobre el mar azul, o que las arenas comenzaran a formar el lecho de la esfinge. Pero, un momento; ya regresa; comienzo a recordar. Cortina tras cortina se levantan de mi alma, y casi puedo ver más allá. Pero el espantoso elástico de los años, horrible y siniestro, milenio tras milenio... Mi corazón se estremece, y tengo miedo. Otra cortina se eleva y otra perspectiva, que va más allá que las otras, se hace visible, interminable, corriendo hacia un punto rodeado de gruesas brumas. ¡Y he aquí, que ellas también se mueven!, elevándose, iluminándose. Finalmente veré... ya comienzo a recordar… la piel morena... la gracia Oriental, los maravillosos ojos que contenían el conocimiento de Buda y la sabiduría de Cristo, aún antes que aquéllos hubieran soñado con alcanzarla. Como un sueño dentro de un sueño, me cautiva nuevamente, tomando una apremiante posesión de todo mi ser... la forma esbelta... las estrellas en aquel mágico cielo Oriental... los susurrantes vientos entre las palmeras... el murmullo del río y la música de los setos al inclinarse y suspirar en la dorada superficie de arena. Hace miles de años, hace evos de distancia. Se difumina un poco y comienza a pasar; luego parece surgir nuevamente. ¡Ay de mi!, aquella sonrisa de dientes resplandecientes... aquellos párpados de venas de encaje. Oh, quién me ayudará a recordar, pues se encuentra demasiado lejos, demasiado oscuro, y yo no puedo recordarlo completamente; aunque mis labios aún se estremecen, y mis brazos se encuentran aún extendidos, nuevamente comienza a desvanecerse. Ya hay una mirada de tristeza, demasiado profunda para expresar con palabras, al darse cuenta de que no es reconocida.... ella, cuya mera presencia pudo una vez extinguir para mí el universo entero... y ella se devuelve, lentamente, tristemente, silenciosamente a su oscuro e inmenso sueño, para soñar y soñar con el día en que la recordaré y que vendrá a donde pertenece...

Me observa desde el final de la habitación, donde las Sombras comienzan a cubrirla y a ganarla de vuelta con sus brazos estirados hacia su sueño de siglos en la Casa del Pasado.

Estremeciéndome entero, con el extraño perfume aún en mi nariz y el fuego en mi corazón, me di la vuelta y seguí a mi Sueño por una amplia escalera, hacia otra parte de la Casa. Al entrar en los corredores superiores oí al viento pasar cantando sobre el tejado. Su música tomó posesión de mí hasta que sentí como si todo mi cuerpo fuera un solo corazón, doliente, tenso, palpitante, como si fuera a quebrarse; y todo porque escuché al viento cantar alrededor de la Casa del Pasado.

-Recuerda -murmuró la Visión, respondiendo a mi inexpresada pregunta- que estás escuchando la canción que ha cantado por incontables siglos y para miríadas de incontables oídos. Se remonta asombrosamente lejos; y en ese simple salmo, profundo en su terrible monotonía, se encuentran las asociaciones y los recuerdos de las alegrías, penas y luchas de toda tu existencia previa. El viento, como el mar, le habla a la memoria mas íntima -agregó- y es por eso que su voz es de tal tristeza, profundamente espiritual. Es la canción de las cosas por siempre incompletas, inconclusas, insatisfechas.

Mientras pasábamos por las abovedadas habitaciones, advertí que nadie se agitaba. Realmente no había ningún sonido, sólo una impresión general de una respiración profunda y colectiva, como el vaivén de un mar amortiguado. Mas los cuartos, lo supe inmediatamente, estaban llenos hasta las paredes, repletos, fila tras fila... Y, desde los pisos inferiores, a veces se elevaba el murmullo de las Sombras llorosas al retornar a su sueño, instalándose nuevamente en el silencio, la oscuridad y el polvo. El polvo... oh, el polvo que flotaba en esta Casa del Pasado, tan denso, tan penetrante; tan fino que llenaba los ojos y la garganta sin dolor; tan fragante, que aliviaba los sentidos y tranquilizaba el corazón; tan suave, que resecaba la boca, sin molestar; y cayendo tan silenciosamente, acumulándose, posándose sobre todo, que el aire lo sostenía como una fina bruma y las sombras durmientes lo usaban como mortajas.

-Y éstas son las más antiguas -dijo mi Sueño- las dormidas hace más tiempo- apuntando hacia las filas repletas de silenciosos durmientes-. Nadie aquí ha despertado por siglos, demasiados para contarlos; y aún si despertaran no podrías reconocerlos. Ellos son, como los otros, todos tuyos, sólo que son los recuerdos de tus etapas más tempranas a lo largo del gran Camino de Evolución. Algún día, sin embargo, despertarán, y deberás reconocerlos y contestar sus preguntas, pues ellos no pueden morir hasta no agotarse a sí mismos a través de ti, quien les dio la vida.

-¡Ay de mí! -pensé, escuchando y entendiendo a medias estas palabras- cuántas madres, padres, hermanos, pueden entonces estar dormidos en este cuarto; cuántas fieles amantes, cuántos amigos de verdad, ¡cuántos antiguos enemigos! Y pensar que un día se levantarán y me confrontarán, y yo deberé encontrarme con sus ojos nuevamente, reclamarles, conocerlos, perdonarlos, y ser perdonado... los recuerdos de todo mi Pasado...


Me volteé para hablarle al Sueño a mi lado, y toda la Casa se disolvió en el brillo del cielo oriental, y escuché a los pájaros cantando y vi las nubes arriba velando las estrellas en la luz del día que se acercaba.

Paula Andrea Sela


רק פה לא קרה שום דבר | פאולה אנדריאה סלע

Contratapa del libro

 "Solo aquí no pasó nada"

de  Ronit Paula Andrea Sela
Edición Yediot Ajaronot 2014


"Como siempre, después que cuento la historia de mi niñez me siento como una mentirosa. Puede que sea una buena historia, pero no es la mía. Porque la que lo vivió, a esa otra nena no la recuerdo. Yo evoco a la niña que fui aquí, en este pais. Ësta, que vivió toda su niñez en el mismo pequeño departamento, en el edificio más feo de Rehovot y a la que no le pasó nada especial."

Paula Andrea (Ronit) Sela nació en Argentina y creció en Israel. La novela que escribió relata una historia aún no contada, por lo menos no en la literatura hebrea. Es la vida de los que vinieron desde Argentina en los años 70, que de hecho fueron sobrevivientes: sobrevivientes de esos días en el país de los generales, en que mucha gente fue arrestada, torturada y desapareció sin dejar rastros.

"Creo que lo único que les quedó de allí", escribe Sela sobre los padres de la protagonista, Daniela, "es el secreto. Nunca me contaron nada…" Y tal vez sea esta la explicación para el silencio que cubre este capítulo en la vida de esa gente, de los oscuros secretos que acompañan la rutina diaria de sus vidas y no les dan reposo.

Cuatro voces se escuchan en el libro; sus historias se enhebran unas con otras y los vinculan: Daniela, una joven confundida, un poco perdida, que busca su camino. Yael, la psicóloga, a quien se dirije solo para conseguir un cierto certificado pero continúa visitandola hasta que sus espíritus se entrelazan. Alma, su madre, y Dan, el íntimo amigo de Daniela.

La novela se lee en un impulso que no es posible detener. Las vidas que se complican y los secretos que se van develando involucran al lector y lo conmueven, generando cariño aún hacia aquellos que pecaron… Y es difícil, muy difícil, contener las lágrimas.

Paula Andrea Sela nos sorprende en éste, su primer libro, con su gran capacidad de relatora y logra narrar la historia de dos generaciones, hijas y progenitores en forma admirable.

(Traducción del hebreo)




















Ester Mann


Recuerdos del Penal de Devoto

(1974-75)

Me detuvieron porque no estaba atenta a los signos de la realidad que intentaron, sin éxito, despertarme del letargo en que estaba sumida. Hoy podría decir que a dos semanas de mi último parto, las hormonas danzaban en mi interior y confundían mi mente. Puede que si, puede que no…

Los hechos ocurrieron asi y no pude cambiarlos.
A lo largo de casi cuarenta años viví y reviví esos momentos, muchas veces no quise resistir el pensamiento: "¿y si...?" Pero los hubiera, podría, sería son inútiles y no modifican la realidad. Solo clavan puñales en el corazón.

En definitiva estuve presa once meses y para nuestra suerte,  la buena estrella de mi familia nos guió (no me volví creyente, lectores, es una metáfora) hasta este país en el que vivimos desde entonces.

Hechas estas aclaraciones, retomo el hilo de lo que quería relatar, o en lenguaje posmoderno, compartir….

Durante diez días, mi compañero y yo estuvimos incomunicados, parte del tiempo encapuchados, sin hablar con nadie y escuchando casi a toda hora los alaridos de las personas torturadas. Nos daban algo para comer y nos llevaban al baño si lo pedíamos. Ese era el único contacto que teníamos con otras personas. En esos díez días no vi a nadie, ni hablé con nadie. En la pequeña celda donde traté de mantener la cordura no había ventanas ni ningún objeto que pudiera distraerme de mí misma. Y esa política que supongo, tendía a aterrorizar a los detenidos, a quitarles fuerza y determinación, por el contrario, me llevó a mi primer momento de valentía.
Nunca había sufrido adversidades y esa primera vez pude mantener mi calma y salir de allí ilesa.

Diez días más tarde nos trasladaron a una cárcel. Esa primera noche aún estuve aislada, pero había una cama y un baño. Al poco tiempo de estar allí, sentí gritos, me llamaban a mí. Voces cálidas, jóvenes preguntaban mi nombre. Un rato más tarde la celadora me trajo comida caliente y ropa que esas mujeres, totalmente desconocidas, me enviaron.

Tenía hambre, quería lavarme y cambiarme la ropa endurecida de suciedad y sudor que me raspaba el cuerpo, pero no pude hacer nada. Todos los muros y represas que había construído en esos díez días se destruyeron y lloré largamente. Lloré por mi, por mis hijos, por mi compañero y por la vida que ya sabía había perdido en forma irreparable.
Al día siguiente conocí a todas esas jóvenes mujeres que durante once meses fueron mis amigas, mis hermanas, mi única familia.

Hoy, después de 40 años, las sigo recordando y queriendo. Muchas están muertas, las fuerzas de seguridad, el cáncer y otras enfermedades las fueron destruyendo y, aunque no recuerdo el nombre de todas, sus rostros están grabados en mi alma.

Ester Mann



Andrés Aldao



El Tío del Cuento

Barrio de calles empedradas; casitas de paredes bajas. Como para no molestar ¿saben? Antiguos corralones convertidos en conventillos ”de medianera”, alineados como soldaditos de plomo; ajados como bomboneras añejas, anticuadas. Escenario de la pobreza de los proles; modernos “Sísifos” que trepaban con su cruz y se desmoronaban antes de llegar a destino. Como gibas de lodo en la tormenta. Caballito norte, que baja desde Rivadavia hacia Paternal, cortada al medio por Gaona y se intersecciona con la avenida San Martín en la estatua del Cid Campeador y las “diez esquinas”.Barrio de trabajadores y clase media, serpenteado por arboledas y adoquines. Gaona tajeada por los rieles del tranvía. Figueroa, Paisandú, Espinosa, Planes, Arengreen, Luis Viale, Pujol, Canalejas, la vieja cancha de Ferro en Avellaneda y Martín de Gainza. Caballito al norte, historia antigua.

Se lava la cara despaciosamente. Se mira en el espejo, se guiña el ojo y sonríe. El “pibe” Rosendo se peina las ondas de su pelo renegrido, aspira el aroma de la viruta y el aserrín del taller, le echa una nueva mirada a la “trucha”, prende un Fontanares y pasa por la oficinita del trompa. Recibe el sobre con el jornal de la semana, cuenta la plata y firma el recibo.
-Paco, vamos a tomar un cafecito  -le dice a su amigo.                                                                    
-Vamos, pero invito yo  -le contesta Francisco.
También Paco recibe el sobre de la semana. Después salen de la carpintería en la que trabajan los dos amigos, toman por Fragata Sarmiento hasta Gaona. En la esquina está “El Gato Negro”, bar y billares del barrio de Caballito de los años treinta y cuarenta.   
Rosendo y Francisco (Paco para los amigos) se conocen desde la primaria. En el taller forjaron la amistad: los dos en la treintena de la vida, casados; Paco ya tiene un crío. Hinchas de Ferro, naturalmente.
Entran en el bar, se sientan al lado de la ventana cerca de las mesas de billar. El viejo reloj, colgado detrás del mostrador de estaño, señala las cinco y media. Una ingenua brisa otoñal juega con las hojas caídas de los árboles, ya medio pelados, que alfombran la vereda del bar. Algunos de los habituales atorrantes de la vecindad están trenzados en frenéticos combates de carambola a tres bandas: el “Lecherito” -hijo de un vasco lechero-, Adel el “Turco”, Luisito el “Pacho”, los hermanos Toker y otros cuyas fachas son desconocidas.
-Don Julio, traiga dos cafés. uno cortado  -pide el Paco.
-Fíjense como le dan al paño con los tacos. son unos bestias -vocifera don Julio, uno de los dueños.
Los dos amigos se encogen de hombros y sonríen. Sorben el café mientras comentan problemas del trabajo. Rosendo es carpintero de muebles, y Paquito oficial lustrador.
-El domingo, después del partido, ¿no querés que vayamos a comer por ahí? ¿que te parece, Paco?
-Vos sí que te das la buena vida, Rosendo. Van al bío, los sábados morfan en “El Rancho Grande” o en la  “2 de Mayo”: yo tengo un pibe.  Pero para que no me digas amarrete, ¡vamos! le dijo sonriendo.
De una de las mesas de billar llega un barullo descomunal. el Lecherito le acomoda un tacazo a uno de los Toker. Los dos hermanos se le van al humo y estalla la gresca. El “gaita” los pianta a todos.
Se hace un silencio que horada los tímpanos. El bar enmudece, los parroquianos hacen causa común y callan. Inspiran el aire en cómodas y silenciosas bocanadas. Sólo el “shshshshsh” de la máquina expreso, arrogante y desdeñosa como una pebeta pintona, se anima a desafiar la cólera de don Julio. Afuera, las penumbras se despliegan alevosamente. La brisa otoñal se quita la careta bonachona y pretende jugar al huracán temerario. Pero le faltan agallas. Aunque siga desprendiendo la hojarasca atornasolada, mustia y quejumbrosa. como un fuelle tristón que llora por la mina que se rajó del bulín.
“El Gato Negro” recupera los murmullos, las risotadas. Vuelven a escucharse las toses con variación  de los fumadores crónicos. Y los “truco. quiero retruco” estentóreos hacen danzar a los porotos del puntaje.
Entra un desconocido, se detiene, ojea a los ocupantes de las mesas con mirada esquiva. Tiene cara de caballo, trompa prominente, y los dientes de dinosaurio dan pavura. Los orificios de la nariz se abren y cierran candenciosamente; las orejas, medio paradas y triangulosas en la parte superior. Sólo los ojos, medio achinados, tienen rasgos humanos. Lleva un par de días sin rasurarse; viste un traje gris claro, vejete y arrugado.                                                 
Se dirige pausadamente hacia la mesa de los dos amigos. los carpetea de reojo, se para, y mientras se quita el “funyi” les dice con voz monocorde:
-Discúlpenme, caballeros, tengo un problema muy serio y tal vez ustedes me pueden ayudar. Rosendo y Paco se hacen los desentendidos. Pero “cara de caballo” vuelve a la carga.
-No les pido una limosna: soy poseedor de un billete de lotería premiado pero mi mujer está muy enferma. Yo vivo en Mendoza; tengo que viajar ahora mismo y no tengo plata ni puedo esperar.  -les aclara.
-¿Porqué te voy a comprar el billete? ¿Cómo puedo saber si lo que me decís es cierto? le dice Rosendo mientras lo semblantea.
-Tiene mucha razón, caballero, pero debo viajar y no puedo ir a cobrarlo: la lotería está cerrada y yo necesito el dinero ya  -susurra, imperturbable, el hombre de la quijada equina y dientes de dinosaurio.
Paco le murmura quedamente a su amigo: “Compraseló, ganás guita”. Con seductora humildad y parsimonia el hombre extrae de su bolsillo el mentado billete y se lo ofrece a Rosendo. Éste lo toma, lo observa del derecho y del revés, lee el número (24234) y el copete: “Lotería Nacional - sorteo ordinario - se juega el 23 de abril de 1946”: era la jugada del día anterior.
Rosendo, medio intrigado, le propone que vayan juntos hasta el quiosco para verificar si ese billete realmente salió premiado el día anterior.
El quiosquero revisa el billete con parquedad y le confirma a Rosendo que el 24234 salió premiado con quinientos pesos. Regresan. A pesar de la fresca brisa, Rosendo transpira, duda. la cabeza le da vueltas como una calesita. Hace sumas y restas. Finalmente, sopesa en silencio: “Por el billete cobro $500, yo le doy a este otario los $250 que cobré en el laburo y el resto es mi ganancia. mmm. me van a quedar $250 limpitos!”.
Entran en el bar. Paco mira a Rosendo y éste le hace un guiño mientras se sienta. Saca el sobre, extrae los billetes, los cuenta sin prisa y se los da a “cara de caballo”. Éste se lo agradece con sonrisa equina, exhibiendo sus terroríficos dientes de percherón. Y se va trotando lentamente.                                                              
-Qué tarro que tenés, Rosendo. mirá que comprar un billete premiado por la mitad. –le dice Paco mientras salen del bar.
Se abrochan las camperas. Las lucecitas de Gaona parpadean alegremente en la noche otoñal. Rosendo compra “La Crítica” quinta, le echa una ojeada a los titulares mientras Cacho, el canillita, cuenta el vuelto. Caminan por Gaona  hacia Espinosa; los dos amigos comentan los incidentes del bar y el gran negocio que hizo Rosendo con la adquisición del billete.
-¿No te dió pena aprovecharte del pobre infeliz?  le dice Paco mientras se ríe a carcajadas.
Llegan hasta la vidriera del espiedo de los hermanos Dagraddi, frente a la iglesia. Paco decide comprar allí algunas vituallas y ambos amigos se despiden.

Rosendo cruza Gaona. El tranvía 99 pasa como un soplo y la luz que fisura el vaho de las ventanillas le dibuja raras figuras en la cara. El viento gorgorea trinos y el frío le pone un copo carmín en la punta de la nariz. Pasa delante de la seccional 13ª. Una lucecita roja destella fugazmente y desaparece en la penumbra: es el cana de la puerta que pita con sigilo.
Dobla en Planes; su casa está un poco antes de Pujol. Allí vive con su mujer, Esthercita. Alquila una pieza con cocina, en una de esas casonas antiguas de varias habitaciones, cada una con su cocina y el baño compartido. Mira la hora: las siete en punto. Rosendo piensa: “Y ahora chau, ya me palpito la bronca”.                                                              
Abre la puerta del bulín, entra haciéndose el despreocupado y se acerca a Esther para darle un besucón. Ella está enfadada. se le nota en la trompa, levantada como un embudo invertido.
-¿Adónde te metiste, eh? lo interroga con voz de cabo primero.
-Calmate, Negrita, que voy a contarte algo que te va a poner chocha; y preparate unos ricos amargos con espumita. andá, Negra -le dice Rosendo con esa cara de pibe bueno.
El viento se torna húmedo, algo borrascoso. En el cielo navegan nubarrones mal entrazados. Esther y Rosendo salen de la pieza rumbo a la cocina. Mientras ella prepara el mate, el muchacho le narra la historia del billete de lotería. La mujer lo mira con cara contrariada.
Discuten, se arma la tremolina pero Rosendo consigue aplacarla. Finalmente hacen las paces y luego de la cena escuchan la radio, hojean el diario, charlan, se van a la pieza, juegan al amor, y luego, satisfechos y cumplidos, se duermen como dos cachorros.                                                                

La arrogante sirena de la ambulancia se mofa del silencio pastoral que envuelve a la barriada. Se dirige al hospital Durand; cruza Parral, entra en Díaz Vélez y llega con su carga a la sala de guardia. Es cerca de la medianoche.
Algunos vecinos curiosos, que desafían el viento y hacen caso omiso de la fina garúa que los fastidia,  comentan las peripecias de lo ocurrido en el barrio y la llegada de la ambulancia.
(Ese viernes Rosendo dejó el trabajo al mediodía y viajó al centro de Buenos Aires. Fue a cobrar el premio de su billete. Entró en el edificio de la Lotería Nacional, se acercó a una ventanilla y mientras saludaba a los empleados le pasó el billete a uno de ellos. Al que le vió cara de simpático.
En contados minutos el empleado regresó con otra persona, que encaró a Rosendo diciéndole:
-Dígame, señor, ¿dónde compró este billete?.
Rosendo le explicó, al que parecía el encargado, lo ocurrido el día anterior en “El gato negro”. Preocupado, le interrogó sobre el motivo de la pregunta.
-Este billete tiene un número adulterado: buen trabajo, pero le hicieron el cuento del tío, señor.
Rosendo comenzó a tiritar. Lagrimones, como muecas sarcásticas, le humedecían las mejillas de pibe bueno Se sintió estúpido, humillado: ni la plata del billete “premiado” ni el salario de la quincena.
Regresó a Caballito; entró en la casa, fue a la cocina para no ver a su mujer, pero ella estaba allí. Esther, presintiendo algo, le preguntó: “¿Qué pasó, Rosendo?”. El “pibe” se echó a llorar y abrazándola le dijo: ”Me jodieron, Esthercita, nos dejaron sin un mango”.
Estaba deprimido; no tenía ganas de comer. La mujer no lo regañó; quería consolarlo pero no sabía cómo. Se acostaron a dormir.
A las once y pico Rosendo se despertó. Pálido, bañado en un frío sudor, sentía una opresión intensa en el pecho. La mujer se levantó atemorizada y le pidió a un vecino que telefonee a la Asistencia Pública. La ambulancia, alborotando con su sirena letífica, llegó en breves minutos. El practicante, mientras lo auscultaba, profetizó: “Esto puede ser un ataque cardíaco. tenemos que llevarlo a la sala de guardia sin perder tiempo, es urgente”.                                                           

El hombre de la cara de caballo, fichado en la yuta como “Hansen el falsificador”, prueba su suerte con un nuevo candidato en el bar de Medrano y Díaz Vélez, no muy lejos del hospital Durand. En una de sus salas, mientras tanto, Rosendo recupera la salud, pero en cuanto a la platita, “pelito pa’ la vieja”•