sábado, 6 de julio de 2013

INDICE DE ARTESANÍAS LITERARIAS 6 DE JULIO 2013

andrés aldao



El cuarto del abuelo


A mi  nieta Zohar (amanecer)

Aquí no hay secretos… Entre estos papeles, recortes y carpetas sólo vas a encontrar sueños perdidos, mucha tristeza y rabia. Eso sí, tratá de dejar todo en orden. Así le habló el abuelo a Zohar cuando ella le preguntó si podía entrar al cuarto de trabajo durante su ausencia. ¡Qué raro! No se le ocurrió indagarme por qué se me antoja curiosear por allí...

El Abue viajó y ella se quedó con la abuela. De todos modos, le llevó algunos días decidirse a entrar al el cuarto misterioso. Desde que recuerda, el lugar era como la celda de un monasterio, llena de incógnitas y pasadizos: él siempre escribiendo, la mirada en el monitor, perdida a veces vaya a saber en qué laberintos. Y la música esa que lo acompaña a toda hora. Tangos de mi tiempo, de mi juventud, solía decirle con esa constancia de viejo que a veces no recuerda y repite.
Dudaba... Era una inusual sensación de respeto. Como si atravesar la puerta del cuarto de trabajo fuese una intrusión, inmiscuirse en secretos de su pasado. Confundida, se preguntaba: ¿Qué derecho tengo a invadir este santuario, revolver sus cosas, entrometerme  en sus recuerdos?

El descaro de los quince años y esa sensación de misterio inexplicable, fueron más fuertes que el escrúpulo o la sensación de culpa por el inminente fisgoneo. Cuando era más pequeña y el abuelo tecleaba con sus dos dedos mayores (casi todos emplean los índices, pensaba…) Zohar atisbaba en silencio sus rasgos, o los gestos repetidos, como fruncir la frente, escribir con los dientes apretados o dar vueltas en la silla con la mirada ausente. Entonces la veía y le hablaba con esa voz apayasada, relatándole las cosas más absurdas, las invenciones más extravagantes en un lenguaje tan adulto que (suponía el abuelo), aportaron mucho al nivel del vocabulario de la nieta.
Ahora, todo ese universo de fantasía donde el abuelo era el mago, el ilusionista, estaba a su disposición... Cruzando nomás esa puerta que siempre permanece abierta pero ¡prohibido cruzarla! Como una invitación cordial a compartir el silencio, el espacio de trabajo, a contemplar la atmósfera arcana que impera en ese aposento repleto de papeles, carpetas, recortes, la computadora encendida, el teléfono sitiado por escritos, lapiceras y tarjetas. Y la impresora y los diccionarios. Aunque (era obvio) reinaba allí una advertencia tácita: ¡cuidado, intrusos, no invadir, no tocar, no hurgar, no leer!  

Contemplaba la coreografía del cuarto e imaginaba que era un lugar lleno de encanto y misterio. A veces fantaseaba que, mientras el abuelo dormía, se deslizaba por el cuarto investigando los prodigios de esos aparatos. Cerraba los ojos y le parecía percibir a los duendes de la noche danzar en el cuarto silbándole esas melodías que tanto placer le daban al Abue. En aquellos días debía hacer enormes esfuerzos para no revolver entre el papelerío buscando la intriga, el misterio o el placer; tal vez por simple compulsión, curiosidad o aventura. Pero no se atrevía...

Luego de aquella lejana primera vez que fue sorprendida no le quedaron ganas de repetir el delito., aunque seguía con los deseos de zambullirse entre esas páginas impresas, papeles desordenados, mezclados con papeluchos y sobres. ¡Qué estás haciendo con esos papeles! ¡sos una delincuente! ¡que nunca más te vea en este cuarto! ¿me oíste? 
Tenía siete años. Se puso a llorar. El Abue la abrazó, secó sus lágrimas y luego le dio una conferencia acerca del orden que debe imperar en un cuarto de trabajo, que su cuarto era un archivo perfecto... Hasta que la nieta echó una mirada inocente alrededor del “orden” y comprendió, entonces, que su abuelo era un soñador. Pero no se atrevió a contradecirlo: él la había sorprendido en pecado.
A veces escuchaba las conversaciones telefónicas del Abue. Podía estar durante una hora en amena charla sin que tuviera noción del tiempo. Pero le agradaba oírlo, sobre todo cuando algo le causaba gracia y entonces estallaba en ruidosas carcajadas. Conoció, también, los momentos en que el abuelo actuaba como un tremendo cascarrabias, siempre llamando la atención, criticando, dando indicaciones, discutiendo. Y sin embargo ella percibía la generosidad del abuelo. Como la fachada de un monstruo que guarda en su interior un corazón de niño, tierno con los pequeños, amando a los perros como a hijos (excepto los mini perros, a quienes rechazaba por principio).

Esa tarde se decidió. Entró al cuarto a oscuras. Abrió los postigos y echó una mirada. Recordó sus advertencias: “...y tratá de dejar todo en orden”. El desorden era tan descomunal, que tuvo que sentarse en la silla giratoria para recuperarse. No había un solo lugar vacío y temblaba pensando que un leve estornudo podría desencadenar un terremoto.
Contempló las paredes y advirtió algunos retratos. Uno de ellos era una antigua foto en blanco y negro: allí estaba el abuelo de jovencito (muy buen mozo, se le ocurrió) con otros dos muchachos. Calzaba zapatos negros con parte de la capellada blanca: y a pesar de los años reconoció fascinada un gesto muy suyo. Era cuando aún tenía el pasado corto y un futuro largo. En otro retrato, bastante reciente, el abuelo aparecía ya mayor. Y pensó con pena que en esa otra foto el Abue tiene un pasado muy largo, y el futuro... Desechó el pensamiento y se quedó callada.
No le hizo falta la prudencia. Sentada allí, respirando esa atmósfera monacal y turbulenta, Zohar decidió dar vueltas y vueltas en la silla giratoria, como en una calesita fantástica, embriagándose con los espíritus y los espectros que, seguramente, la acechaban desde los libros dispersos, las hojas entremezcladas, los recovecos taponados por carpetas, el pulcro y habitual desorden que era la rutina de su abuelo. Dejó de dar vueltas. La silla se detuvo. Cerró los postigos y por primera vez, sin angustias, sin curiosidad ni compulsión, abandonó el recinto. Este cuarto es el espíritu vivo del abuelo, su mundo. Decidió no profanarlo.

Cuando el Abue regresó, Zohar le dijo que no había estado en el cuarto. La miró a los ojos, se sonrió y le dio el regalito que había traído para ella: “¡Tomá! Es una agenda para que aprendas a anotar las cosas y ser ordenada como yo.

Marita Ragozza de Mandrini


. . .  Caían  las palabras  como piedras. . .
-       
Lo tuyo es pura intelectualidad sin nada de pasión.
-         Es que no encuentro emociones para ti.
-         Por qué no hablas conmigo?
-         Déjame. . .
-         Pero debe hacer un mes que estoy agonizando dentro tuyo.
-         Déjame tranquilo.
-         Es que no puedes, tu lengua está muerta para mí.

Elvio  quiere recomenzar. Varios intentos  terminaron   en bollos de papel crispados, mientras pasan las horas sin resultado alguno.

La noche plena de estrellas llama a la impotencia. Con la cabeza aprisionada entre las manos trata de arrancar de su mente ese algo que al ritmo de la sangre pueda extraer las palabras que se le esconden.
-         ¡Hazme vivir, no me abandones!
Así murmura la criatura como un martilleo.

 Para Elvio el dolor aumenta y  comienza a descender por un túnel oscuro en busca del reino de las intuiciones. Palpa recuerdos, acaricia su imaginación, flota en un mar puro, pero su mente herida  comienza a escurrirse entre  grietas.

Olvidar también es penoso, es casi una despedida. Se balancea en un espacio más allá del silencio, casi en el límite de la nada.

- ¡Ayúdame, ayúdame, no quiero morir sin haber nacido!
Así sigue el lamento.

Entonces Elvio se aferra al monitor, y sin organizar párrafos ni mayúsculas, olvidado de la ortografía, comienza a trabajar con frenesí. Logra recopilar las  palabras necesarias, mientras escucha el aliento débil de su personaje.

- Espera , ya  te tengo y serán tuyos todos los sonidos perfectos.

Concluye Elvio la última hoja y regresa al  túnel por el  cual había  bajado. Una vibración aguda lo aturde, las hojas impresas se le escapan de sus manos, se deslizan por sus piernas. Caen, una, diez, setenta, cien, ciento cincuenta palabras. . .con un ruido como piedras. Sus manos se  apuran para recuperarlas. Los ojos llenos de ansiedad recorren las líneas. . . y lee:

“Elvio Martinez Elvio Martinez Elvio  Martinez. . . “
Cientos de miles de veces lo mismo.

En esas horas de gloria sólo había escrito su nombre. Arroja las hojas, clava con fuerza sus uñas  en las palmas de sus manos y pierde el conocimiento. Cuando despierta no existe ningún murmullo. El personaje  se ha ido. Elvio sólo recuerda ecos de palabras hirientes, una circunstancia  extraña, apenas un intento sin pasión.
Desde entonces Elvio transita por el borde de la cordura.

Marita Ragozza De Mandrini





GRITOS Y SUSURROS / INGMAR BERGMAN,

Alejo Urdaneta



GRITOS Y SUSURROS / INGMAR BERGMAN, 1973

De todas las películas del sueco Ingmar Bergman, quizás GRITOS Y SUSURROS sea la más impactante, por su tema de dura humanidad, por su planteamiento formal. El cineasta tenía el método de escribir el argumento en forma de relato, para luego desarrollar los diversos temas en busca de la unidad o totalidad. Al principio surge como una oscura corriente de agua con caras, movimientos, voces, exclamaciones... Y cuando tiene el tema ya planeado, comienza la formación del film.
Toda la producción cinematográfica de Ingmar Berman muestra un trabajo de exhausta elaboración tanto visual como temática, con el objetivo de explorar la naturaleza de la condición humana. La mayoría de sus películas se ocupa de  la soledad, la esterilidad y la angustia del alma. Sin embargo, pese a tales temas, y gracias a una acertada fotografía, las películas de Bergman capturan imágenes dramáticas de una inmensa belleza. GRITOS Y SUSURROS es una de las mejores obras del director, por su presentación visual impresionante, destinada a mostrar con profundidad psicológica el dolor tanto físico como emocional de los protagonistas.
 Ha sido altamente elogiada y admirada, y probablemente sea uno de los trabajos cinematográficos más destacados en la carrera de Bergman.
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La muerte es el centro del movimiento de los personajes. Son cuatro mujeres: tres hermanas y una criada.
 Una de las hermanas, Agnes, está en trance de morir de cáncer y es cuidada por las otras dos: Karin  y María, y especialmente por la criada, Anna.
Agnes, la muriente (representada de modo extraordinario por Harriet Anderson), es la propietaria de la finca. Aquí ha nacido y su vida ha sido un transcurso tranquilo, sin emociones intensas y sin el amor de una pareja. Ahora padece de un cáncer y espera la muerte con serenidad. Durante el desarrollo del drama pasa en la cama la mayor parte del día. Reza a un Dios que puede aliviarla, sin mucha convicción.
Karin (Ingrid Thulin) es la hermana mayor de las tres. Se ha casado con un hombre de edad y con buena posición económica y se fue a vivir lejos de la casa paterna. El matrimonio ha sido un fracaso, pero subsiste por conveniencia. Es madre de algunos hijos y no parece haber sentido la maternidad. Es una mujer controlada en sus emociones y no expresa el odio que siente por su marido. En ella se nota una nostalgia de intimidad.
La menor de las hermanas es María (Liv Ullmann), está casada con un hombre rico de la sociedad burguesa destacada en la película. Tiene una hija pequeña, mimada como la madre. María ama el placer, sin consideraciones morales.
Como soporte espiritual de las tres hermanas, está Anna (Kary Sywan), la criada de la casa. Tuvo una hija y ambas fueron recibidas por Agnes, la muriente. Entre ellas se ha establecido una amistad tácita para enfrentar la soledad. Al morir la hija de la criada, la relación entre las dos mujeres se hace más estrecha. Anna es protección y vigilancia, de cuerpo pesado y sensualidad latente.
El escenario tiene un estilo que se asemeja a lo que se nos presenta en sueños. Muebles y accesorios  de gran belleza, relojes que suenan en el amanecer, algunos mezclan sus sonidos. El único reloj que no funciona es el del dormitorio de Agnes, que enfrenta la agonía rodeada de lujos inútiles ya para ella: las cosas están allí aunque ya no las deseamos o necesitamos.
Todo se propone en el color rojo de diversos tonos. La agonía de Agnes es retratada en combinación con recuerdos de los personajes. María recuerda cómo engaña a su marido con el médico; Karin evoca el momento de la cena con su esposo, a solas, cuando se corta la vagina con un vaso roto, para evitar que el marido la busque sexualmente. También Anna, la criada,  despierta sus recuerdos de la relación amorosa que ha tenido con la enferma Agnes.

Es una película cruel y sublime. En una escena al final de la obra, la criada toma en sus brazos a la muriente Agnes, en una posición que imita La Piedad, de Miguel Ángel. El cruce de las imágenes es muy característico de Bergman: luces y sombras se alternan para crear una iluminación indirecta, como en los días nevados.
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 La escena final nos muestra a las dos hermanas y a la criada (después de la muerte de Agnes), vestidas ahora de blanco, en un paseo por el parque soleado de verano. La imagen, idílica, es una evocación del diario de Agnes, abandonado después de su muerte:
“Un día de verano. Hace fresco, como un anuncio del otoño, pero luce el sol. Mis hermanas, Karin y María, han venido a visitarme. Es maravilloso volver a estar juntas como antes, como en la infancia…”
Bergman retiene en toda su obra los recuerdos de la infancia, sometida al rigor religioso de la familia. Pareciera que en este final de la película se reconciliara con el tiempo vivido en la niñez, como para dejarnos  la frase final del diario de Agnes:
“Esto es la felicidad. No puedo desear nada mejor. Ahora, durante unos minutos, conozco la perfección…”
El tema de la película pudiera ser banal si no estuviese planteado con la complejidad psicológica del autor sueco. Un sueño, una esperanza, el temor ante la muerte de Agnes, sufrido por todas y padecido por la hermana en trance de morir, se expresan en cuadros de rojo diverso, yuxtapuestos con el juego de la memoria de los protagonistas: Esa memoria que son las grietas del olvido y dan paso al remordimiento.
Bergman dijo que el interior del alma es una membrana húmeda de matices rojos.
La música de Bach y de Chopin ofrece, alternativamente, la trágica densidad del tema y el romanticismo implícito en la piedad que merecen los personajes.
La actuación de las cuatro mujeres está a cargo de actrices amadas por Bergman, y que nos ofrecen una soberbia representación de las pasiones humanas en torno a la felicidad y la muerte.
Una gran película que destaca la presencia de la mujer, con sus matices de entrega amorosa, duda y capacidad de odio.
George Steiner dijo en una entrevista no haber comprendido a tiempo que la gran poética de la segunda mitad del siglo XX sería la del cine.


Gandolfini - Marcos Ordóñez Madrid


 La envergadura corporal, los andares lentos, el peligro inminente de sus estallidos de furia, y, en lo alto los párpados a media asta, aquellos ojos que parecían mirar hacia adentro o hacia abajo, hacia lo hondo, pero sin dejar escapar nada de lo que hubiera alrededor. Mirabas a James Gandolfini y veías al niño, un niño solitario que un día, de golpe, apresó una certeza definitiva y comprendió lo que era y sería la vida a partir de entonces, una mirada que iba más allá de la melancolía: la mirada del esto es lo que hay. Podías ver muy claramente al niño en un rincón del plano, observando en silencio mientras los demás hablaban y se agitaban. Ya llegaría para él la hora de la agitación, de sacar pecho y golpear, de llorar a gritos por todo lo no llorado, de reír con carcajadas feroces. Y llegó.    Veo ahora a Gandolfini en Not Fade Away, la película que hizo su compadre David Chase después de Los Soprano, la historia de una adolescencia en el Nueva Jersey de los sesenta, tan desolada como The Last Picture Show de Bogdanovich pero sin su afectación: la verdad de Chase también es la del eso es lo que hay, empapada en un humor seco y un lirismo acre, que en ningún momento pretende ser “poético”.Not Fade Away quizás no sea redonda pero tiene pasajes realmente extraordinarios, como la escena, apenas tres minutos, del reencuentro entre el padre y el hijo, cuando ya es tarde. Gandolfini, obviamente, es el padre. Hasta entonces apenas ha hablado. Se deja entrever que hablaron cuando el hijo era muy pequeño, tres o cuatro años, ese país lejanísimo, de noche, el crío sobre el pecho del padre como una gran montaña, el corpachón del padre tendido en el sofá tras 12 horas de trabajo aburrido y embrutecedor, y luego nada, luego el silencio y los gritos porque de repente el chaval lleva el pelo largo, a lo Dylan, y se va de casa porque dice, imagínate, que quiere triunfar en el mundo del rock, de repente ofuscado, perdido, arrogante y estúpido, como tantos a esa edad.
Hace tiempo que no se ven. El padre le ha invitado a un restaurante caro, solos los dos. Comen marisco, una comida que la madre detesta. El padre se ha puesto traje y corbata para el encuentro, el hijo también, una rara deferencia. El padre le ha citado allí, comprendemos, para decirle algo importante. Brota la voz, una voz que sabe ser épica sin dejar de ser sencilla, como si hablaran a la puerta de una casa ateniense, en el principio de los tiempos. Cuando tenía tu edad, dice, salí con una chica salvaje. Tenía un Cord Phaeton que corría como un Corvette y era fantástica. Una noche, dice, aquella chica condujo el coche hasta un acantilado sobre el Hudson. Sacó unos palos de golf que llevaba detrás y lanzamos pelotas al río, whack, whack, whack. Ella quería casarse, pero era la época de la Depresión. Solía traerla aquí, dice, y a ella no le importaba ser la única mujer del local. Luego habla de la guerra, de un amigo que perdió la pierna en Iwo Jima, y de otro que nunca salió de aquella isla. No, dice, él no entró en combate. Y entonces Gandolfini hace una pausa, solo un inmenso actor como él sabe que ha de hacer una pausa en ese momento, una pausa no escrita, una pausa como un río ya sin pelotas de golf antes de decirle a su hijo: en la Clínica Mahey, durante el tratamiento, conocí a una mujer que también tenía un linfoma. Se llama Kate y tiene mi edad. Podría decirse que me enamoré de ella. Pero ¿qué haría tu madre sin mí? El hijo dice, por dos veces: Yo la cuidaría, me haría cargo de ella. El padre escucha eso, Gandolfini nos hace ver que lo recibe, lo procesa, pero su sonrisa extremadamente fatigada nos indica que ya todo es irremediable, así que responde: ¿Dónde ha ido el camarero a buscar un whisky, a Escocia?
No se preocupen por los spoilers, siempre hay que ir como pisando huevos por los malditos spoilers, como si eso fuera esencial, como si eso no fuera a olvidarse bajo el siguiente ruido, cuando lo que verdaderamente no se olvida es ese silencio justo entre dos frases, ese punto y aparte imaginario que puede desgarrarte el corazón con la fuerza de unas tenazas, como decía Hemingway, que podía haber firmado ese diálogo. Digo que no se preocupen porque dudo mucho queNot Fade Away se estrene aquí, fue un fracaso absoluto en Estados Unidos, parece que Chase perdió o hizo perder veinte millones: demasiado triste, le dijo casi todo el mundo. Acabemos con alegría. En una entrevista en Inside Actor's Studio le preguntan a Gandolfini: “Jim, si el paraíso existe, ¿qué te gustaría que te dijera Dios?” Se queda pensativo, ríe y contesta: “Algo así como: hazte cargo un rato de todo esto, vuelvo en seguida”.


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Mario Satz




 

Poeta, narrador, traductor, ensayista y estudioso de la Kábala. Nació en Coronel Pringles, Buenos Aires, en el seno de una familia judía. En 1970 se trasladó a Jerusalén para estudiar Kábala y en 1978 se estableció en Barcelona, donde se licenció en Filología Hispánica. Hoy combina la realización de seminarios sobre Kábala con su profesión de escritor especializado en temas de medio ambiente, ecología y antropología cultural. Actualmente vive en España.En una reunión de intelectuales israelitas realizada en la ciudad de Mexico en 2012 , con motivo de la presentación de su libro Qué es la Kábala  (Barcelona, ed. Kairos S.A., 2011) Mario Satz definió la Kábala como “el arte de leer e interpretar el libro fundador de nuestra cultura, La Biblia, pero también un juego semejante al ajedrez…cuyo fin último es afinar la mente del jugador´´ .  Algunas obras del autor: Ensayos sobre Kábala Qué es la Kábala  2011, Kairos, Barcelona Jesus Nazareno Terapeuta y Kabalista  1999, Kier, Buenos Aires. Árbol verbal. Nueve notas en torno a la Kábala. 1991, Kier, Buenos Aires Senderos en el jardín del corazón. 1988, Kairós, Barcelona. Ensayos sobre religión: El judaísmo. 4.000 años de cultura. 1982, Montesinos, Barcelona. El cráneo de cristal. 1988, Mondatori, Madrid. Oraita. 1990, Obelisco, Barcelona. Umbría, lumbre. 1991, Hiperión, Barcelona. El tesoro interior. 1992, Troquel, Buenos Aires. Cuentos: Tres cuentos españoles,  Sirmio, Barcelona, 1988. Ensayos ecológicos: El arte de la naturaleza. 1988, Oasis, Barcelona. Arca de roca. 1992, Kairós, Barcelona. El ábaco de las especies. 1994, Pre-textos. Valencia. Novelas: Sol, 1976, Noguer, Barcelona. Luna. 1977, Noguer, Barcelona. Tierra. 1978, Noguer, Barcelona. Mercurio. 1990, Heptada Madrid. Azahar. 1996, Taurus, Madrid. Proverbios: Truena, mente perfecta. 1977, Helios, Viena/Barcelona.  Su último libro, Azahar, es una novela-ensayo acerca de la Granada del siglo XIV. Colaborador de Integral, Cuerpomente, Más allá y El faro de Vigo, busca ampliar su red de trabajos profesionales.


Kristallnacht*
  
         Era noviembre en Viena, con sus árboles fríos y las cúpulas de los palacios llenas aún de los destellos estelares de la noche. Primero fueron los escupitajos, los insultos, los improperios, luego la palabra jude pintada en el escaparate de la relojería con pintura amarilla. Era noviembre y la ola del odio  había alcanzado su altura máxima aunque todavía no el espanto de su catástrofe total. Después fueron las piedras, los bastones, los puñetazos.
-Pronto-dijo Jakob el relojero a su hijo Nahum-, recoge los relojes de la vitrina, debemos irnos.
         La madre y la hermana preparaban, lívidas como la luna, las maletas y los bolsos.
-Salvemos el tiempo-dijo Nahum por decir algo.
-Y esto es sólo el comienzo. De nada me sirven ahora las medallas de la guerra, las menciones de honor, las amistades y los conocidos.
-Es verdad, padre-dijo Nahum-, en muchos de los que tiraban las piedras reconocí a tus clientes.
         La familia Strauss no sabía, no podía saber que aquella jornada con su noche llevaría el nombre de los cristales rotos, de los cristales esparcidos, de los cristales convertidos en flechas y astillas sobre los cuerpos de las víctimas.
-Sí, debemos salvar el tiempo-se repitió Nahum a sí mismo, guardando los relojes de oro, plata, y acero, algunos muy valiosos, en un maletín de piel oscura.
         Tenía, entonces, diez años, pecas y una mata de cabellos rojos difícil de peinar. Viena no tardó en convertirse en un pandemónium, en un infierno para algunos y en un campo de batalla y resentimiento para  muchos. A lo lejos relinchaban los caballos y sonaban los cláxones de los automóviles. Algo, por no decir todo, se hundía bajo los pies humanos. Los Strauss lograron salvar parte de sus bienes ocultándolos en los orificios innombrables, cruzaron la frontera hacia Francia sin saber que hasta allí también llegaría pronto la ola del odio, la furia vergonzosa, el delirio de matar. De eso modo comenzaría una huída inacabable, compartida, noches insomnes y rictus de incomprensión en los rostros de los fugitivos. A medio siglo de ese desastre, Nahum Strauss, único sobreviviente de su familia, sentado a la hora del crepúsculo en la terraza de un café en Natania, emergiendo de la sombra de los muertos, emergiendo de la ilimitada neblina de su pasado, recordó haber dicho:
-Salvemos el tiempo.
         Y  oír  vaga voz de su padre, agregando:
-¿Para qué salvar el tiempo cuando el espacio de la convivencia está destruido?
         Qué difícil es nombrar el dolor, qué insoslayable  evocar la tragedia familiar y colectiva.
Desde la terraza del café, con su strudel a medio acabar y su café frío, el viejo solitario que leía la prensa en alemán y hablaba hebreo con un acento inconfundible miraba el mar. Como consecuencia de  aquellos cruciales  días de Viena despreciaba los relojes que, pese a todo, les habían permitido comer y sobrevivir durante un tiempo. Le molestaban sus números, sus minutos y segundos que lo alejaban de lo sucedido pero no de su recuerdo, que marcaban el transcurso de la vida sin curar sus heridas. Su padre tenía razón: para qué salvar el tiempo si el espacio de la convivencia está destruido. Para qué reparar en las horas cuando la eternidad era un silencio atroz.
                                                                             Mario Satz
*noche de los cristales.                                               

JAVIER LEIBIUSKI


S/T

Es un hombre simple. Como tú y yo. Vive en el tercer piso de un edificio en alguna parte de París. Una mañana baja a la calle para ir a trabajar. Es temprano, el sol brilla pero sabe que no durará mucho tiempo; después de todo está en París. Justo frente a la salida de su edificio percibe una cáscara de banana tirada en el piso. Algo indignado por la falta de respeto que tienen algunos, se acerca del deshecho, lo levanta y lo arroja a la basura. Se da vuelta para seguir caminando cuando de pronto ve una colilla de cigarrillo sobre la acera. Suspira, sabiendo que no podrá irse a trabajar tranquilo si deja la colilla allí donde está. Entonces la toma y la mete en el cesto. Una mirada rápida a sus alrededores le basta para darse cuenta que la acera está muy sucia. Chicles, envolturas de caramelos, papeles de todo tipo, restos de comida y otros objetos más difíciles de identificar, están dispersos por doquier. Los transeúntes los ignoran por completo, pisándolos y siguiendo de largo felices hacia donde sea que se dirigen. Pero él no es así. No puede permanecer indiferente a esta polución acerística. Regresa a su departamento para bajar con una escoba y una pala. Barre la acera intentando no dejar ni una sola miga de pan detrás. Las personas lo esquivan, a veces dejando algún comentario parisino al pasar, pero a él eso no le molesta. El altruismo es más importante. El segmento de acera que se encuentra delante de su edificio está mucho más limpio ahora. Pero el hombre aun sigue sin estar satisfecho. Sube nuevamente a su casa y regresa con un alargue eléctrico y una aspiradora. Conecta el aparato y como cada vez que lo hace, lamenta no tener suficiente dinero para comprarse uno de esos de la marca Dyson. Los transeúntes se muestran menos tolerantes ahora, ya que en sus hojas de ruta mentales no habían planificado saltar por encima de un cable. Algunos resultan levemente heridos, pero por suerte nadie deja manchas de sangre sobre el suelo. La acera está limpia. Pero a causa del paso de miles de zapatos diarios, su color original – un magnífico gris – se ha vuelto casi negro. Una nueva visita a su casa para dejar la aspiradora y tomar un balde, unos trapos y algunos productos de limpieza. Se cambia también de ropa, ya que ahora comienza la ardua tarea de arrodillarse y frotar minuciosamente el piso. Le grita a la gente, impidiéndoles que caminen por los lugares que ya limpió. Las personas descienden a la calle para esquivar aquel fragmento de acera, creando así algunos disturbios en la vía cercana al edificio.
Al finalizar la tarea nuestro hombre decide exigir que aquellos que quieren pasar por el lugar sin bajar a la calle se quiten los zapatos. La gente obedece. El suelo está tan brillante que nadie se atreve a oponerse. Incluso la policía, enviada para poner un poco de orden, constata que efectivamente la acerca está mucho más linda de esta manera y que el quitarse los zapatos es al fin un sacrificio muy pequeño que justifica la recompensa.
El hombre pierde su trabajo pero obtiene un permiso municipal para mantener la limpieza de aquellos quince metros de acera. La gente asegura nunca haber sentido tanto placer al caminar por un lugar.