jueves, 26 de julio de 2012

Eva: volvió y es millones...



Eva: volvió y es millones...

Este número de Artesanías aparece editado el 26 de julio de 2012, cuando se cumplen 60 años de la muerte de Eva María Duarte de Perón, Evita en el corazón, el recuerdo y la memoria de las argentinas y argentinos que compartieron y disfrutaron la ciclópea tarea de Evita.
Pese al odio y el rencor de la aristocracia y gran parte de la clase media que la humillaron en vida y luego de su temprana y trágica muerte, la imagen de Evita ha quedado prensada en el corazón de la masa popular, sobre todo la más humilde, que fue agraciada con la tarea social, imposible de apretar en esta nota, cuando se cumplen seis décadas de su prematura desaparición.
Fui contemporáneo del duelo, del desfile incesante de la gente a pesar de la lluvia mientras los selectos y repulsivos detractores festejaban con champaña la enfermedad y el deceso de la líder de las mujeres y hombres del pueblo que acompañaron el duelo popular.
Eva Perón no tuvo dobleces, no hizo concesiones, fue más consecuente en sus actos y pensamientos que ningún otro, incluido Perón.
La proyección de su nombre y sus hechos, el temor que sentía la oligarquía contumaz, el odio y el rencor animal hacia su persona en los corrillos de las que hace unos días salieron con las tapas de sus ollas a hacer bochinche en los mismos barrios aristocrátivos, enseñan que el nombre de Evita permanece en el corazón del pueblo  y en la tirria gorila de quienes humillaron su cadáver con los peores ultrajes.
Esta simple evocación es un deber histórico ineludible.

Andrés Aldao 


ÍNDICE segunda quincena de julio de 2012


ARTESANÍAS  LITERARIAS
La revista que nunca duerme
Fundada el 22 de mayo de 2005

Cuentos y poemas, textos literarios, ensayos, historia.
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ARTESANÍAS LITERARIAS
                               
           
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·                             Aníbal Troilo - "Fuimos", canta Alberto Marino
·                             CINE: Crítica de Pozos de ambición
·                             Juan Gelman
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Aníbal Troilo - "Fuimos", canta Alberto Marino

CINE: Crítica de Pozos de ambición



CINE: Crítica de Pozos de ambición

Pozos de ambición es una hiperrealista involución espiritual inversamente proporcional a la evolución social, de atmósfera kubrickiana, para total lucimiento de un Daniel Day-Lewis inconmensurable."
Más criticas de Pozos de ambición

por Oscar Martínez  
DirectorPaul Thomas Anderson
Estreno: 2008-02-15
GéneroDrama
Dirigida por Paul Thomas Anderson y protagonizada porDaniel Day-Lewis, Paul Dano, Kevin J. O'Connor, Ciarán Hinds y Russell Harvard,There will be blood, traducida aquí -esta vez sí que se han quedado a gusto- como Pozos de ambición, estaba  nominada a ocho Óscars y ya tiene en su poder un Globo de Oro.

Basada en la novela Oil! deUpton Sinclair, la película es una historia épica sobre la familia, la fe, el poder y el petróleo, que transcurre en la frontera de California a finales del siglo XIX. Pozos de ambición es una crónica de la vida y la época de Daniel Plainview, que pasa de ser un minero miserable que tiene que sacar adelante a un hijo solo, a un magnate del petróleo. Un día a Plainview le llega un misterioso soplo sobre una ciudad al oeste donde un mar de petróleo rezuma hacia el exterior, y allí se dirige con su hijo H.W. para probar suerte en la polvorienta Little Boston. En esta ciudad mísera, donde la única diversión posible gira en torno a la iglesia que dirige el carismático predicador Eli Sunday, Plainview y H.W. dan su golpe de suerte. Pero ahora que la fortuna empieza a sonreírles, nada volverá a ser igual: surgen los conflictos y todos los valores humanos –amor, esperanza, comunidad, fe, ambición e incluso los lazos entre padre e hijo– son expuestos a la corrupción, la decepción y al flujo del petróleo.

Señor@s, tenemos ante nosotros el título que debería llevarse el Óscar a la Mejor Película y al Mejor Actor con diferencia, con perdón de esa otra genialidad de los hermanos Coen que mañana volveré a ver por segunda vez. Y es que Pozos de ambición, recordando algún desafortunado comentario perdido por este humilde blog, es CINE con mayúsculas.

Tras haber dirigido títulos tan dispares como Boogie nightsMagnolia o Punch-drunk lovePaul Thomas Anderson nos trae una mastodóntica producción de 158 minutos para lucimiento absoluto de Daniel Day-Lewis. Con una fotografía austera aunque repleta de bellas y áridas panorámicas y con una trama que podría recordarnos a una suerte de Gigante oscuro, Pozos de ambición narra la degradación del ser humano a través del poder, y lo hace de un modo doblemente meritorio: en primer lugar, porque nos muestra dicha corrupción del alma a través de varios personajes que evolucionan a la par, y en segundo lugar porque logra que, al igual que los propios protagonistas, el espectador no se percate de las fatales consecuencias de dicha degradación hasta que ya es demasiado tarde.

Realizada y estructurada a modo de biografía, Pozos de ambición nos ofrece una involución espiritual inversamente proporcional a la evolución social, como decía, plasmada tanto en el personaje de 
Daniel Plainview como en el del joven reverendo de la Iglesia del Tercer Día Eli Sunday, cuyas diferentes fricciones a lo largo de décadas son sin duda lo mejor de la película. De este modo, Pozos de ambición se erige como un cruel retrato de la codicia humana, un desgarrador lienzo de todas las lacras humanas enmarcado en la extremadamente puritana sociedad de los Estados Unidos de principios de siglo.

Pero, si hay otra cosa que merece destacarse de Pozos de ambición aparte de su apasionante aunque densa historia y de la que, para un servidor, es la mejor interpretación de Daniel Day-Lewis hasta la fecha, es la atmósfera kubrickiana que impregna a toda la película de Paul Thomas Anderson: desde la textura de su fotografía hasta su estridente y perturbadora banda sonora, hasta su poco ortodoxa secuencia final.
En fin, para un servidor, una pequeña maravilla con regusto a clásico. 
Critica de "Pozos de ambición" publicada el 2008-01-31

Juan Gelman


Poesía reunida


13/07/12 LIBROS
Juan Gelman reunido

Puestas en la balanza del tiempo, las más de mil cuatrocientas páginas de laPoesía reunida del célebre poeta argentino arrojan un diagnóstico reservado sobre sus potencialidades como legado literario. / 

Por Alejandro Rubio.
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Leyendo los dos volúmenes que compilan una obra iniciada en 1956, vienen a la memoria dos frases pronunciadas por poetas que nada tienen que ver con Juan Gelman: los hermanos Lamborghini. “El enemigo es González Tuñón”, dijo Osvaldo; y “para ser poeta no hace falta ser boludo” (Leónidas dixit). Pero habría que refrenar las ganas de decir que el tuñonismo y el boludismo arruinaron la posibilidad de que una experiencia vital única en un poeta argentino cuajara en una obra a su altura. Habría que seguir, más bien, la línea histórica de una estructura de sentimiento que rigió la poesía de Gelman y de muchos de sus coetáneos: el optimismo histórico, sus modos, sus manías y su público. Se impone también una periodización marcada por la historia política del país: primero, desde Violín y otras cuestiones (56) hasta Hechos y relaciones (80), la etapa sesentista; luego, el período de crisis, que incluye Si dulcemente (80), Citas y comentarios (82)Interrupciones I y II (88), Carta a mi madre (89) y Salarios del impío (93), período que sienta el prestigio vigente de Gelman; por último, la clausura del ciclo del optimismo histórico, que abarca desde Incompletamente (97) hasta El emperrado corazón amora(10).
Raúl González Tuñón escribió el prólogo al primer libro de Gelman. Allí, el vanguardista de los años 20, el orador encendido de la república española, el comunista archivado por el partido, señala que Gelman, a diferencia de los jóvenes “viejos” –los que se guían por las formas, tanto literarias como sociales–, es un joven “joven”: apasionado, fraterno, chapucero y atolondrado (estas características juveniles no importarían si Gelman no las reivindicara en su vejez). El joven Gelman confía en el futuro, confía en que los ripios y las perogrulladas de los poemas presentes se borrarán en favor de la buena intención en un futuro revolucionario. Persiste en esta fe a lo largo de varios libros, alargando sus poemas, sus versos y sus palabras. Ni la mujer que se parecía a la palabra nunca, ni los obligatorios himnos al Che, ni los trabajadores infantiles: nada le es perdonado al lector actual. A juzgar por su éxito inmediato, muchos lectores de poesía estuvieron de acuerdo con él. Por lo que sabemos, se trató de una época de cándida seriedad, de fogosa ligereza, al menos en los juicios estéticos. Nada perdura, después de tantos años, de tanta buena voluntad; ha quedado solamente una pila de poemas innecesarios.

Si hay un movimiento formal en la obra de Gelman, es el que va de los versos enfáticamente coloquiales y las metáforas e imágenes a lo Tuñón, a la reproducción de una matriz simbólica tomada del Siglo de Oro español.

Pero sucede el golpe del 76, Gelman se exilia, su hijo es secuestrado y asesinado, su nieta se pierde con la identidad cambiada: nunca un corazón tan confiado en el futuro sufrió un revés más grande. Nuestro poeta es una persona honesta que no quiere negar la realidad; se impone revisar los presupuestos (reminiscencias tangueras, coloquialismo, ternurismo, pauperismo evangélico, consignismo político, transparencia comunicativa) de una poesía que, de no ser cambiada, mal podría representar el sentimiento de su generación, la que se acunó con las canciones del optimismo histórico que tan malherido parece bajo los mandobles militares. Ahora es Julio Cortázar, el francoargentino surrealista-existencialista-castrista, en el prólogo a Si dulcemente, el que señala que la oscuridad del nuevo Gelman no debe ser adjudicada, contra lo que se pensaba en los sesenta, a la parálisis política, sino a una nueva situación que requiere nuevos medios de expresión. Gelman no abandona del todo sus viejos vicios (sus insoportables diminutivos, sus pésimos neologismos, su fantaseo bobo) ni se redime de su innata minusvalía (su sordera al significante), pero, otra vez, es representativo. Ha triunfado, y con un sobretono recalcitrante: el poema final del libro, titulado “Esperan”, con su ritornello: “vamos a empezar la lucha otra vez”. Se inicia un periodo que muchos críticos bautizarían “de frenética búsqueda formal”: desde la apropiación de poemas hebreos y árabes de la Edad Media hasta la escritura en sefardí, pasando por el intertexto con la poesía mística española, Gelman multiplica su paleta. Esta época de su obra es la que fascinó a lectores de poesía tan exigentes como Fogwill y Nicolás Rosa; aunque lo cierto es que aquí la búsqueda formal parece más bien parasitismo y no hay un solo hallazgo verbal en tanto texto.
Es que si hay un movimiento formal en la obra de Gelman, es el que va de los versos enfáticamente coloquiales y las metáforas e imágenes a lo Tuñón, presentes en los primeros libros, mezcla de cotidianeidad y exotismo, a la reproducción de una matriz simbólica tomada del Siglo de Oro español. Así, “olvido”, “memoria”, “luz”, “sombra”, “piedra”, “agua”, se harán representantes de polos emocionales opuestos en la tensión del poema. Este método, como el anterior, llama la atención por su doble huida de las cuestiones atingentes al realismo y a la vanguardia (la real, no la que alucinaron los ultraístas porteños) y de los problemas complementarios de la comunicación y el ciframiento. Ni lo uno ni lo otro, parece decir Gelman, ni realismo ni vanguardia, pero sí algo de los dos: si el lector se siente herido por la materialidad crasa de la palabra “cuchara”, tendrá la revancha de que poco después la palabra “eternidad” campee por sus fueros, y esto sin que en buena lógica poética haya ninguna conexión entre ellas, solo una yuxtaposición exterior que las pone juntas pero las mantiene aisladas.

Casi totalmente despojado de su resistente voluntarismo, apenas algo cursi a veces, en sus recientes libros va puliendo un yo lírico que se define por la vejez, la memoria, la elegía circunspecta, la reflexión sobre el propio hacer y el amor otoñal.

Con Gelman radicado en México y recibiendo un premio internacional tras otro, la última etapa de su obra, la menos ambiciosa, es sin duda la mejor. Casi totalmente despojado de su resistente voluntarismo, apenas algo cursi a veces, en sus recientes libros va puliendo un yo lírico que se define por la vejez, la memoria, la elegía circunspecta, la reflexión sobre el propio hacer y el amor otoñal. Desgraciadamente, ciertos tonos de viejo vinagre en sus comentarios sobre el presente poético e histórico arruinan lo que podría ser un registro homogéneo, gris y opaco a la manera de Horacio Armani, justamente lo contrario de brillante, pero no por eso menos digerible.
Impresiona, de todos modos, lo distante que está, técnicamente, la poesía de Gelman de la que se ha desarrollado a la sombra, precisamente, de sus enemigos virtuales, los Lamborghini. Se presentan todas las diferencias: temperamentales, generacionales y estéticas. Si la obra del primero va a germinar en continuadores de valía, habrá que esperar que la poesía argentina actual, a su vez, cumpla su ciclo y sea leída como fechada en una circunstancia caduca. 
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Juan Gelman
Poesía reunida I y II
Seix Barral. 660 y 720 páginas

ENRIQUE LYNCH




el crimen pefecto



En un pasaje muy conocido que suelen repetir todos los que (tanto si lo admiten en público como si no) se reconocen mentirosos, dice Nietzsche que el lenguaje no está hecho para decir la verdad sino para el disimulo, es decir, para fraguar una semiverdad, una moneda falsa que se intercambia con los demás y deja bien parado a quien la pronuncia. En rigor, Nietzsche no dice que las palabras tengan que ser piezas falsas sino que se limita a constatar un uso corriente y admitido, una picardía harto habitual; y, en efecto, así es como de hecho han sido empleadas las ficciones desde que se creó el lenguaje (si es que alguna vez hubo algo así como la “creación” o “invención” del lenguaje: Lévi-Strauss pensaba, con bastante criterio, que el lenguaje debía ser tenido como una de esas cosas que han existido siempre). Nietzsche, pues, no hace una burda apología de la mentira o del discurso falso o de la ficción sino que propone abordar la cuestión del lenguaje sin las cortapisas de una concepción categórica y verificacionista de la verdad. Si admitimos que en materia de lenguaje, la verdadno es de lo que se trata, estaremos en condiciones de comprender mejor en qué consiste todo lo que se hace por medio de las palabras y los gestos, ya sea en la comunicación y en la poesía como en la ciencia, en la filosofía o en la seducción.

En la medida en que poner una palabra en lugar de una cosa o de un hecho presupone la sustitución metafórica de ésta(e) por un rótulo o rúbrica, las palabras desrrealizan sus referencias, tal como sucede con todas las metáforas y, tarde o temprano, constituyen su propio contexto de significado. Lo que –por cierto– no quiere decir que se pueda usar cualquier palabra para referir cualquier cosa sino que las palabras viven necesariamente en un mundo que está “al lado del mundo”: un mundo que hemos de tener por simulado o, si se prefiere, como resultado de una simulación más o menos inteligente.

¿Qué ocurre cuando esta función del lenguaje, de natural mixtificadora, es instrumentada deliberadamente por el hablante? En el mejor de los casos obtenemos el efecto llamadoliterario donde, tras un pacto implícito entre hablantes, se suele suspender la creencia en la verdad para dar paso a la “verdad de la ficción”, fórmula oximorónica que me horroriza pero que no tengo más remedio que glosar tal cual, a falta de otra mejor. Según ésta, en toda ficción hay contenida o involucrada una verdad si no de facto al menos de iure, toda vez que una ficción, para ser tal, presupone tener algo por verdadero. Su capacidad ficticia se funda en la pulsión a tener algo por verdadero, lo que explica que, por ejemplo, una mera representación –una narración cualquiera, o un poema, o un cuadro– pueda suscitar en nosotros una reacción afectiva o emocional lo mismo que si se tratase de un acontecimiento real. Esta cualidad de lo literario ya fue en su momento observada por Aristóteles y no obstante suele ser invocada como el agujero del mate por los actuales escritores de ficción, las más de las veces para mayor gloria de sus insaciables egos, puesto que se supone que la capacidad de generar algo que se parece a la verdad los acredita como “creadores de mundo”, del mismo modo que el tonto de Ión se sentía arrebatado al comprobar su capacidad demiúrgica a la hora de recitar los grandes poemas épicos de memoria bajo el efecto de la manía.

Pero no todo es literatura en la simulación; quiero decir, los que disimulan o simulan no son únicamente escritores, rapsodos más o menos tontos, o poetas. Hay un montón de mentirosos vulgares por ahí que se valen del poder ontológico y constituyente de las ficciones no tanto para generar un efecto de verdad, un logos pseudés, como hacían los buenos sofistas clásicos, sino para ocultar lo real detrás de la representación o para suplantarlo por medio de simulacros y embustes. Hacen lo mismo que los escritores pero con un importante matiz de diferencia, porque su escamoteo de lo real no implica la supresión lisa y llana de éste sino un modo artero de adulterarlo. Es obvio que en cada mentira fraguada por medio de palabras se suplanta lo real por un simulacro, pero en su comunicación, por fraudulenta que sea, lo real de todos modos persiste: para el incauto, como necesaria referencia; y para el mentiroso, si no como algo tangible o comprobable, sí como fantasma, que si bien no permite verificación alguna –porque es un falso real– sostiene la dimensión pragmática de la comunicación y los papeles que los hablantes desempeñan en ella, permite establecer sus respectivas estaturas morales o su responsabilidad como agentes, e incluso hasta su apariencia o investidura social. Por ejemplo, el que simula poseer un título académico consigue detentarlo de todas formas con solo que alguno se trague el anzuelo de su patraña. La mujer o el hombre que engaña a su pareja redime su falta con solo que sus mentiras lleguen a ser escuchadas: a veces en la sola atención que se les presta hay una disculpa: “Me has engañado, pero qué le vamos a hacer, a todos nos puede pasar...” En uno u otro caso, lo mismo que sucede en el pacto literario, la credulidad de uno de los hablantes libera al mentiroso de su culpa. Y, sin duda, esta es una de las razones por las que los individuos, a la que pueden, mienten como bellacos.

Peor aún, hay casos en que la voluntad de mentir consigue el efecto mixtificador definitivo, por ejemplo, cuando el mentiroso se refugia no ya en la presunción de verdad que subyace a toda comunicación fraudulenta (tiene que ser verdad porque ¿qué sentido tendría comunicar intencionadamente algo que no es de algún modo verdadero o que no se puede tener por verdadero?) sino en la simulación de la propia relación del hablante con lo real, como sucede en el caso de la locura: más concretamente, en el caso del mentiroso que simula estar loco. Una proposición (o una acción) cualquiera en boca de un loco pierde inmediatamente toda pertinencia o contenido verificable, tanto si es una verdad pretendida como si es una ficción literaria. Ya en el derecho romano la locura quedaba inscrita en la figura del mente captus (de donde sale nuestro “mentecato”) que de hecho servía para liberar de toda responsabilidad penal al acusado. Pero si la proposición (o la acción) es obra de un individuo que simula no estar en sus cabales, es decir, que simula un modo muy determinado y bizarro de plantear la relación con lo real, su gesto permite blindar contra el castigo cualquier mentira que el falsario quiera interponer en relación con sus actos y así su conducta queda definitivamente exonerada. ¿Cómo? ¡quitándola de la categoría de las conductas posibles! Cuando esto sucede no hay un real sustituido por la ficción simplemente porque no hay manera de descubrir la ficción al quedar borrado el sentido de la realidad de la que ésta es sombra.

Así es como tienen lugar los crímenes perfectos.
El espectáculo del asesino de Denver, James Holmes, el día en que se le imputaron los cargos de asesinato, con los cabellos teñidos de rojo como el Joker del cómic Batman y esos ojos de perturbado mental que son de manual psiquiátrico, lejos de consolidar la tesis de que ese crimen monstruoso (12 muertos y 59 heridos de gravedad) solo puede ser obra de un loco, debería suscitar la sospecha de que Holmes, consciente de que la psiquiatría le proporciona una estupenda coartada, no está loco sino que interpreta el papel del loco: ¿no es acaso la personificación del simulador (Joker) por antonomasia?  Curiosamente, su actitud es exactamente la opuesta de la de otro asesino múltiple, el noruego Brejvik, en un crimen de dimensiones y características parecidas. Hace un año el noruegodespachó fríamente, durante hora y media, a 69 jóvenes atrapados en una isla. Resulta significativo que, durante el juicio, Brejvik –otro supuesto “psicópata” de manual– no quisiera pasar por loco sino todo lo contrario; y, de hecho, tampoco nosotros, ni la medicina penal ni la psicopatología al uso, hemos podido determinar si es verdaderamente un perturbado o simplemente una mala persona. Y fíjense ustedes en que el crimen es casi el mismo que el de Denver, pero la coartada es exactamente la contraria en cada caso, aunque idéntica es nuestra perplejidad a la hora de juzgar estos actos monstruosos por la simple razón de que solo contamos con el lenguaje para comprenderlos.

Si el responsable de arrojar la bomba de Hiroshima consiguió terminar sus días pacíficamente, de muerte natural y sin sentimiento de culpabilidad manifiesto, tras regentear durante años una próspera empresa de alquiler de helicópteros, ¿con qué autoridad juzgamos la conducta de Holmes o de Brejvik como “psicopática” si la única manera que tenemos de acceder a (y de juzgar) sus motivaciones pasa por interpretar su lenguaje verbal y gestual en un juicio, a sabiendas de que uno u otro registro del lenguaje que emplean puede estar simulado? ¿Qué medios tenemos para determinar si dice la verdad o si miente? Recuerdo que Gilbert Ryle tenía algunas reflexiones muy sugestivas a la hora de considerar las limitaciones de la razón en casos semejantes.

Quizá sería hora de contemplar la posibilidad de que el mal existe y no es tan banal como parece. O si no, concluir que se puede cometer un crimen perfecto.
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Enrique Lynch (Buenos Aires, 1948) es profesor de Estética en el Departamento de Historia de la Filosofía, Estética y Filosofía de la Cultura de la Universidad de Barcelona. Traductor de Michel Foucault, Jean-François Lyotard y Paul de Man, es autor de ensayos como La lección de Seherezade (Anagrama), La televisión: el espejo del reino (Debolsillo) o Filosofía y/o literatura: identidad y/o diferencia (Fondo de Cultura Económica). www.lasnubes.net